SOFT DEATH Rudy Rucker —Lo siento, señor Leckesh —dijo el doctor tecleando nerviosamente sobre la pantalla del escritorio—. No hay dudas acerca de esto. Los tests han dado positivo. —Pero seguramente... —empezó a decir Leckesh. Su voz sonó como el murmullo de un papel estrujado. Se aclaró la garganta y probó de nuevo—. Quiero decir... ¿puede ponerme un hígado nuevo? Puedo pagar el órgano, y puedo costear la cirugía. Por Dios, hombre, ¡se queda sentado ahí, diciéndome que lo siente! ¿Para eso le pago? —Al mencionar el dinero, la voz de Leckesh recuperó su habitual tono de mando. El médico parecía incómodo. —Estoy apenado, señor Leckesh. El cáncer se ha metastaseado. La células tumorosas se han establecido en todos los rincones de su cuerpo. —Tocó algunas llaves y en la pantalla se formaron líneas verdes—. Rodee el escritorio, señor Leckesh, y mire esto. Se trataba del trazo de una curva extendida, con fechas a lo largo del eje horizontal y porcentajes a lo largo del eje vertical. El gráfico tenía un título: PROYECCIÓN DE MORTALIDAD DE DOUGLAS LECKESH. —¿Esas son mis posibilidades de morir expresadas en cifras? —vociferó Leckesh. Que un médico loco confiara todo a una computadora excedía sus creencias—. ¿Usted maneja este asunto como si estuviera vendiendo una maldita mercadería? —La mayoría de los pacientes encuentran razonable conocer toda la verdad —dijo el médico—. Hoy es 30 de marzo. ¿Ve cómo asciende la curva? Tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de que su muerte se produzca antes del primer día de mayo, un noventa por ciento de posibilidades de que sea antes de julio y virtualmente la certeza de que no pasará de principios de septiembre. Puede confiar en estas cifras, señor Leckesh. La Asociación Médica de Bertroy tiene la mejor computadora de New York. —¡Apáguela! —gritó Leckesh, golpeando la pantalla con tanta fuerza que los pixeles tiritaron—. ¡Vine aquí para ver a un médico! ¡Si quisiera consultar proyecciones de computadora, me alcanzaría con permanecer en mi oficina en Wall Street! El médico suspiró y apagó su terminal. —Usted está atravesando una etapa de negación, señor Leckesh. El hecho es que usted se va a morir. Hagamos lo mejor que se pueda con el tiempo que le queda. Si desea una proyección no computarizada, puedo proporcionarle una. —El médico clavó la vista en el paisaje urbano ubicado más allá de la ventana—. No espere mucho más que tres semanas antes de su colapso final. Leckesh encontró el camino para salir del Edificio Bertroy y se metió en el bullicio matutino de la avenida Madison. Eran las 10.30. Tenía encuentros de negocios, pero ¿qué diferencia podría suponer ganar unos millones más? Por lo menos debería llamar a Abby; ella estaría esperando oír las novedades. Pero una vez que se lo hubiera dicho a Abby, ella tendría todo el derecho de ponerse a trabajar planeando su propio futuro. Si él, Doug Leckesh, era el que iba a morir, ¿por qué tendría que hacer algo por alguien? Abby podía esperar. Los negocios podían quedar sin terminar. Lo correcto era que necesitaba un trago. El tiempo estaba crudo y tempestuoso, con un poco de nieve en el aire. El cielo mostraba cinco diferentes matices de gris. Uno de los nuevos robotaxis frenó, invitándolo a abordarlo en cuanto Leckesh se aproximó al cordón de la vereda. Tenía acciones en la compañía, pero ese día era uno de esos días; lo que menos deseos sentía era de hablar con un robot. Movió la mano para indicarle al taxi que se retirara y siguió caminando; su club se hallaba a sólo cuatro cuadras de allí. Había un bar en la próxima esquina, aparentemente no automatizado. Leckesh no había entrado a un lugar público para beber en años, pero una repentina ráfaga de viento frío lo urgió a entrar. Ordenó una cerveza y una medida de scotch. El barman lucía comprensivo; Leckesh se vio asaltado por un súbito pensamiento: cada día alguien con un cáncer entraba a ese bar. Había un gran número de doctores en el Edificio Bertroy. Había un gran número de personas que padecían cáncer. Había un gran número de personas que manejaban el stress con alcohol. —Estoy listo para recibir la primavera —observó el barman cuando Leckesh ordenó una segunda vuelta. Era un coreano de cara amplia con acento de New Jersey—. Tengo un jardín en la terraza, y me muero por sembrar. —¿Qué cultiva? —preguntó Leckesh pensando en su padre. Cada verano, él convertía el terreno ubicado detrás de la casa en un jardín. Esto es vida, Dougie, solía decir Papá arrancando un tomate e hincando los dientes en él. Esto es todo lo que importa. —Lechuga —dijo el coreano de cara chata—. Zapallo coreano, papas. Adoro las papas recién brotadas, la forma en que se presentan, como un gran racimo. Leckesh reflexionó acerca de los racimos. Células tumorosas diseminadas por todo su cuerpo. Apuró su scotch y pidió otro. —Lo principal es el fertilizante —dijo el barman vertiendo plácidamente una medida—. Las plantas necesitan materia muerta, materia podrida, cosas blandas y negras. Es el ciclo natural: lo muerto dentro de lo vivo. —Moriré dentro de un mes —dijo Leckesh. Las palabras saltaron de su boca—. Acaba de decírmelo mi doctor. Tengo el cáncer diseminado por todo el cuerpo. El coreano dejó de moverse y miró a Leckesh a los ojos. Muy fijamente, por largos segundos, como si estuviera mirando la TV. —¿Está asustado? —No soy religioso —dijo Leckesh—. No creo que haya algo después de la muerte. Tres semanas más y todo terminará. Exactamente igual que si nunca hubiera vivido. —¿Tiene esposa? —Ah, ella no me extrañará. Hablará acerca de mi pérdida. Le agradará montar una escena. Pero en realidad no va a extrañarme. Se hará con todo mi dinero y encontrará a alguien, la muy zorra. —Hablar tan cruelmente sobre Abby le proporcionaba a Leckesh una perversa y amarga satisfacción. El coreano permaneció observándolo del mismo modo descolorido y circunspecto. —¿Usted tiene muchísimo dinero? —preguntó finalmente. —Sí, tengo —dijo Leckesh, recuperando su compostura—. Eso no le incumbe. ¿Cómo se llama, en todo caso? Le pagaré un trago. Cóbrese de aquí y guárdese el cambio. —Puso un billete de doscientos dólares sobre la barra. —Me llamo Yung. Supongo que no está bien que beba en horas de trabajo, pero... —El coreano contempló impasible el local. Había un par de viejos pelilargos tomando café en un reservado, pero eso era todo—. De acuerdo, tomaré una Heineken. —Buen chico, Yung. Dame una a mí también. Nada sino lo mejor para Douglas Leckesh. Estoy lleno de racimos. Puedes llamarme Doug. Estaba pensando antes que debes tener muchos casos de moribundos en este bar, estando tan cerca del Edificio Bertroy. Eso está lleno de doctores, lo sabes. —Oh, sí —dijo Yung abriendo las dos botellas de Heineken. Vertió la suya en un tazón de café—. Asociación Médica Bertroy. Tienen una computadora de diagnóstico muy avanzada en la que basan sus trabajos. Hace trillones de cálculos por segundo, más rápido que un cerebro humano. Mi hermana ayuda a programarla. Es una chica astuta, mi hermana Lo. —Sorbió de su tazón y observó un momento a Leckesh—. De modo que usted se va a morir, ¿eh? ¿Y que piensa acerca de... eso, señor Leckesh? —Las religiones están equivocadas, Yung, ¿no es así? —Leckesh estaba sintiendo el efecto de la bebida—. Cuando yo tenía tu edad no pensaba en eso... diablos, aún cuando lo usaba para pintar cuadros. Pero caí en Wall Street; nada importa más que los números. Conseguí un lugar en la Bolsa, ¿sabes lo que significa? Entonces no te pases de vivo conmigo y trates de explicarme lo que es la religión. Yung observó de arriba abajo el bar y se inclinó para hablar. —Religión es una cosa, señor Leckesh, pero inmortalidad es algo más. Lo dice que la inmortalidad no ofrece mayores problemas—. Sacó una tarjeta comercial del bolsillo y se la tendió a Leckesh. —Esto es moderno; esto es digital. Cuando usted esté listo para la inmortalidad mi hermana lo sabrá. Leckesh guardó la tarjeta en el bolsillo sin mirarla. Repentinamente las cervezas y los tres scotchs lo golpearon con dureza. El sordo latido de su hígado enfermo estaba ribeteado con acentos de agudo dolor. Había sido estúpido beber a hora tan temprana; bebiendo y exponiendo su alma ante un barman coreano. ¿Dónde estaba su autocontrol? Caminó hasta el baño de hombres con las piernas rígidas y se descargó. Mejor. Se lavó la cara, primero con agua caliente y después con agua fría. Hizo unas gárgaras y bebió directamente de la canilla. Tres semanas, había dicho el doctor. Tres semanas. Leckesh abandonó el bar y se dirigió a su casa, al encuentro de Abby. Abby Leckesh era una mujer de cabellos oscuros, mejillas rellenas y hermosos dientes. Cuando se conocieron, quince años atrás, Leckesh tenía cincuenta y Abby treinta. Él soñaba con ser pintor, aún entonces, y le apasionaba la agitación bohemia que Abby frecuentaba. Pero ahora Leckesh odiaba a los amigos de Abby con la celosa impotencia de un hombre envejecido. Para su disgusto, Abby recibió las noticias de su muerte inminente con algo que él interpretó como entusiasmo. Ella creía en espíritus y médiums y estaba segura de que Leckesh se pondría en contacto con ella más allá de la tumba. —No te deprimas, Doug. Sólo te estarás moviendo por un plano superior de existencia. Permanecerás aquí conmigo, convertido en un querido espíritu familiar. —Estás hablando de un hecho peor que la muerte —estalló Leckesh—. No quiero flotar por ahí observando como gastas mi dinero con tus novios. —Él sospechaba desde hacía varios años que ella le era infiel. —Llevaré luto completo durante seis meses —parloteó Abby, ignorando su acusación—. Saldré de compras y conseguiré ropa negra hoy mismo. Y tenemos a Irwin Garden para tomar el té. Es el joven médium más importante del país. Conocerás sus vibraciones cuando el se ponga en contacto contigo desde el otro lado. Leckesh ni se dignó a contestarle. Abby salió a buscar su ropa de luto y al señor Garden, mientras el robomat le hacía una chuleta de ternera para el almuerzo. La comida le aclaró por completo la cabeza, y sacó la tarjeta que el barman coreano... Yung... le había dado. SOFT DEAD, INC. Preservación y Transmisión Científica del Alma Absoluta Reserva Llame hoy mismo para obtener más información Lo Park B-1001 Edificio Bertroy 840-0190 Leckesh estudió la tarjeta un momento, y tomó una decisión. Que se fuera al infierno si iba a permitir que uno los falsos médiums de Abby se arrogara el mérito de haber hablado con su espíritu. Si hubiera algo cierto en eso de la «preservación científica del alma», tendría la posibilidad de arruinarle la fiesta a los charlatanes. Tomó el teléfono y discó el número de Soft Death. —Hola, habla Lo Park. —El acento era tan puro de New Jersey como el de Yung, aunque con un melódico toque oriental. —Hola, habla Doug Leckesh. Un hombre al que su hermano, creo, le dio una tarjeta con su nombre. ¿Corporación Soft Death? —Oh sí, Yung me comentó. No creo que sea algo para hablar por teléfono. ¿Puede venir a verme mañana por la mañana, señor Leckesh? —¿Está bien a las diez? —Será perfecto. Sintiéndose extrañamente aliviado, Leckesh se estiró en el sofá y se durmió. Soñó con colores, nubes de color en torno a una larga línea de definidos tonos musicales; tonos binarios cantados por la voz musical de Lo Park. Cuando se levantó la tarde moría, y Abby estaba sentada en la sala tomando el té con un joven calvo de anteojos. —Este es el señor Garden, Doug. Él es el médium del que te hablé. Garden sonrió tímidamente y estrechó la mano de Leckesh. —Siento haber oído que está enfermo, Douglas. —Tenía ojos agradables y labios grandes y húmedos—. Tiene unas muy interesantes vibraciones. —Usted también —dijo Leckesh secamente. La idea de Garden solo con Abby en la sala en penumbras lo enfermaba—. Tiene las vibraciones de una ambulancia persiguiendo a un abogado, mezcladas con el aura de un Casanova de veinticinco centavos y las emanaciones de un vendedor de aceite de serpiente. Fuera de mi departamento. Garden se inclinó levemente y salió. Abby estaba muy enojada. —Es desconsiderado de tu parte, Doug, actuar de este modo. Pronto estarás muerto. Pero yo me quedaré sola, sin nadie que me cuide. —Las lágrimas rodaron por sus grandes mejillas—. Irwin Garden sólo quería ayudarme a contactar tu espíritu. —Deja que yo me preocupe por mi espíritu, Abby. ¿Puedes ver que Garden desea estafarme y seducirte? No quiero chacales husmeando en torno a mi lecho de muerte. Deseo pasar por esto en paz. ¡Lo mismo de siempre! —El hígado le dolía enormemente. Abby gimoteó sonoramente. El hecho era que ella sentía devoción por Leckesh. Todo su parloteo sobre médiums y ropa de luto era sólo un modo de evitar los pensamientos referidos a su muerte. Tras unos pocos minutos ella consiguió calmarse y besó a Leckesh en la frente. —Por supuesto, Doug. Haré lo que desees. No volveré a ver al señor Garden. —En su estado de amargura, Leckesh estaba convencido de que Abby mentía. Nunca la había sorprendido, pero estaba seguro de que tenía novios. ¿Por qué no habría de tenerlos? Él se sentía un artista en la época en que la cortejaba, pero desde entonces se había metido en la Bolsa. ¿Abby podía seguir amándolo? Bien, esa no era la cuestión importante en ese momento. El largo juego estaba próximo a terminar. Y si había algo que obtener de esa gente de Soft Death, Leckesh estaba al borde de una forma de existencia completamente nueva. A la mañana siguiente se hallaba ante el Edificio Bertroy. La oficina de Lo Park estaba en la planta baja; era uno de los innumerables pequeños cubículos ubicados a lo largo de una de las paredes del recinto; apenas un escritorio y una terminal. Aparentemente Lo Park trabajaba allí como programadora. No había ninguna señal de «Soft Death» en la delgada puerta de su oficina. Leckesh se preguntó si se perjudicaría entrando allí, pero el recuerdo de los que merodeaban a Abby y sus manipulaciones ocultistas lo impulsaron a entrar. La coreana sentada detrás del escritorio era joven y menuda, con el cabello tan oscuro que parecía azul contra la piel amarilla. Ella lo observó sonriendo ligeramente. —¿Señor Leckesh? Yung me habló de usted. —Le dijo que soy rico, moribundo y estoy desesperado, supongo. ¿Qué clase de inmortalidad vende, Lo? ¿Y cuál es el precio? —El precio es alto. La inmortalidad es software. —¿Qué quiere decir? —Reflexione, señor Leckesh. El cuerpo humano cambia casi todos sus átomos cada siete años aproximadamente. Pero usted siente que sigue siendo la misma persona que era hace siete, catorce o cincuenta y seis años. Lo permanente en su cuerpo es el ordenamiento de las células, especialmente de las neuronas. La verdadera esencia de Douglas Leckesh no son los setenta y cinco kilogramos de carne enferma que están sentados frente a mí. La esencia de Douglas Leckesh se halla en el patrón que su cerebro codifica constantemente. ¿Me sigue? Leckesh asintió moviendo la cabeza. —Temo que usted sea otra espiritualista. ¿Está segura de que lo que llamaríamos mi alma se ajusta a un patrón de información digital? —Exactamente. Hablando en abstracto, el patrón de información existe en ausencia de un cuerpo. Sin embargo, para que el patrón pueda estar de algún modo vivo se necesita alguna clase de substrato. —Ella sonrió e hizo un gesto en dirección a la puerta de su oficina—. El substrato de Soft Death es esta computadora. Si usted lo desea puedo extraer un patrón de información completo de su cuerpo y codificarlo en la máquina. —¿Cómo sé que realmente puede hacerlo? ¿Y cómo podría sentirse estar vivo en la memoria de una computadora? —Antes de que continuemos, señor Leckesh, necesito una promesa de su parte. Por diversas razones la actividad de Soft Death no está regulada por las leyes. No puedo exponer a mis nuevos clientes al riesgo que significa esto sin poner a prueba su sinceridad. —¿Quiere decir que quiere un cheque? —Quiero un documento que nos garantice aproximadamente la mitad de sus propiedades e inversiones. —Deslizó un papel a través del escritorio—. Me he tomado la libertad de redactarlo. Leckesh registró el contrato con ojo entrenado. Soft Death Inc. había trabajado rápido: la mitad de sus posesiones estaban listadas allí, cerca de mil millones de dólares en valores. En compensación por ese dinero, Soft Death se comprometía con Leckesh a proporcionar «albergue y servicios de conservación avanzada». —No estamos en condiciones de hacer un contrato más específico, señor Leckesh, también a raíz de las sanciones legales que abarcan ciertos aspectos de nuestra operatoria. Leckesh se estremeció. Probablemente era un fraude. Pero, ¿qué diferencia suponía? Si Soft Death no se quedaba con sus millones, Abby lo repartiría entre los Gardens de todo el mundo. Podía sentir el cáncer en lo profundo de sus entrañas; podía sentir el crecimiento del dolor. —Firmaré. Lo pulsó un zumbador y un hombre vino como testigo y legalizó el documento. Otro coreano de cabellos azules. A Leckesh le hacían acordar a los Pitufos. —¿Su hermano, también? —preguntó Leckesh con una sonrisita. Haberse desprendido de su dinero lo hacía sentir bien. ¿Cómo era aquella antigua historia bíblica acerca de un rico tratando de pasar a través del ojo de una aguja? —No —dijo Lo—. Un primo. —Observó el documento posado sobre su escritorio—. Y ahora tendrá su prueba de cómo trabajan nuestros procesos. ¿Recuerda a William Kaley? —¿Bill Kaley? Sí, lo conocí bastante bien. Hicimos negocios juntos. Murió el último otoño, creo. Fue uno de los hombres más materialistas que conocí. Usted me está diciendo... —Aquí —dijo Lo marcando un código en su teléfono y entregándole el receptor a Leckesh—. Puede hablar con él. Al principio Leckesh oyó solo pips blips, pero luego hubo un timbrazo, y una voz. —¿Hola? Aquí Kaley. —¿Bill? Soy Doug Leckesh. ¿Sabes la fecha? —Hoy es 31 de marzo, Doug. ¿También estás muerto? —Condenadamente cerca. ¿Estás realmente dentro de esa computadora? —Seguro. No está mal. Llega muchísima información. Manejo muchas de las inversiones que le cedí a Soft Death, lo cual me mantiene ocupado. Hay una buena banda de gente por este lado. —¿Alguna vista? —No hay nada de eso, Dougie. Pero te sorprenderías de la cantidad de cosas que pueden ser divertidas aunque vienen en bits. ¿Cuándo vendrás por aquí? Añoro alguna voz nueva, si debo decirte la verdad. —Sonaba casi ingenioso—. Pero diablos, es impactante estar muerto. ¿Cuándo vienes? —Aún no lo hemos resuelto. —¿Era real? Leckesh hizo una pausa, tratando de recordar alguna cosa que lo convenciera de que realmente estaba hablando con el software de William Kaley. ¡El Contrato Schattner!— ¿Recuerdas la operación Schattner, Bill? —¡Lo recuerdo! No me digas que el SEC finalmente lo averiguó. —No, no. Yo pude chequearlo. ¿Recuerdas la noche antes de que Schattner se suicidara y tú y yo nos hicimos con doce millones de dólares? ¿Recuerdas adónde fuimos a cenar? —Fuimos a McDonald's. La cuenta fue por doce dólares. Nos cagamos de risa. Puedo comer un millón de eso. Oh, estoy aquí, Doug, no te preocupes. Leckesh sonrió. —Ya no estoy preocupado, Bill. Nos vemos pronto. —Colgó y se volvió hacia Lo—. ¿Cuándo empezamos? —Déjeme delinear el procedimiento. Para extractar su software necesitamos obtener cinco mapas de su cerebro: simbólico, metabólico, eléctrico, físico y químico. Tomados en conjunto, estos datos alcanzarían para producir un modelo isomórfico de su proceso mental. ¿Desea empezar a trabajar en el mapa simbólico hoy mismo? —¿Qué cree? Pienso que usted debería hacer el trabajo. —Sólo usted conoce su propio sistema simbólico, señor Leckesh. —Lo tomó un artefacto del tamaño de un paquete de cigarrillos de encima de su escritorio. Tenía dos pequeños armazones: parlante y micrófono—. Llamamos a esto caja-vital. Básicamente, le pedimos que relate la historia de su vida. Hable sobre todo lo que se le ocurra. A la mayoría de la gente le toma un par de semanas. —Pero... yo no soy escritor. —No se preocupe; la caja-vital está preparada para armar todo de acuerdo con el programa. Le hará preguntas. —Movió un interruptor y la caja-vital canturreó—. Adelante, señor Leckesh, dígale algo. —No... no estoy habituado a hablar con máquinas. —¿Puede mencionar alguna de las primeras máquinas que recuerda, Doug? —preguntó la caja-vital. Su voz era calma, placentera, interesada. Lo movió la cabeza dándole coraje y Leckesh contestó la pregunta. —El televisor, y la aspiradora de mi madre. Yo adoraba usarlo los sábados por la mañana, para ver los dibujos animados de Bugs Bunny —que eran los mejores—, y mi madre siempre elegía ese momento para aspirar con su máquina. Producía estática roja y verde en la pantalla de TV. —Leckesh se detuvo y miró a la caja—. ¿Puedes comprenderme? —Perfectamente, Doug. Puedo construir cierta clase de conexión entre los conceptos que resultan importantes para usted, por lo que iré haciendo preguntas sobre las cosas que mencione. Volveré sobre la aspiradora en un minuto, pero antes respóndame a lo siguiente: ¿Por qué razón Bugs Bunny le resultaba el mejor? Durante el siguiente par de semanas, Leckesh llevó su caja-vital a todas partes. Hablaba con ella en casa y en el club. Y cuando Abby y sus amigos lo censuraban porque él los ignoraba, se la llevaba a un reservado del bar de Yung y hablaba allí. La caja-vital era el mejor auditorio que Leckesh jamás había tenido. Recordaba todo lo que él le decía, y despejaba las historias de sus contenidos superfluos conservando la clave conceptual. Leckesh podía responder a sus requerimientos o simplemente irse por la tangente. Excepto por los desvanecimientos y el dolor constante, no se había divertido tanto en años. Finalmente, a mediados de abril, la caja-vital dijo: —Esta es una historia que ya he oído antes, Doug. Y así fuera la última. Y, si no estoy equivocada, ya me ha hablado acerca de la primera vez que se acostó con Abby. —Estás en lo cierto —dijo Leckesh, sintiendo un ligero remordimiento. Hablando sobre su vida lo había obligado a recordar cuanto de lo que era se lo debía a Abby. Y ahora, durante dos semanas, había estado demasiado ocupado con la caja-vital como para prestarle atención a ella. —Abby. Verano. Maine. El 4 de julio. Fuegos artificiales. Latas. Ananá. Tía Rose. Rosas. Abby. Piel. Miel. Hexágonos... Pienso que es suficiente como para concluir. ¿Por qué no me lleva de nuevo a la oficina de Lo. Le informaré a ella con qué contamos. Leckesh saludó con la cabeza a Yung y regresó caminando al Edificio Bertroy. Era un bello día de primavera, con el infinito cielo azul saltando los espacios entre los edificios de la gran ciudad. Seis matices de azul, si mirabas con cuidado. No había sido muy hábil al hablar de colores con la caja-vital. Lo era pura sonrisas. —Usted ha hecho un gran trabajo con la caja-vital, señor Leckesh. Este fue uno de los pasos más importantes. Ahora, lo que hace el programa de la caja-vital es acomodar unos diez mil conceptos clave en una especie de diagrama árbol. El paso siguiente es correlacionar esta red conceptual con la actividad metabólica de su cerebro. Por favor, acompáñeme. Leckesh siguió a Lo a través de la sala de computadora hasta los ascensores. Subieron hasta la oficina del neurólogo, ubicada en el último piso. La vista era hermosa desde la mitad superior de las ventanas; la mitad inferior era de vidrio opaco. El neurólogo y sus enfermeras eran, por supuesto, coreanos. Trabajaron rápido, inyectándole a Leckesh alguna sustancia, acostándolo sobre una mesa y ubicando su cabeza dentro de un gran artefacto sensor con forma de cúpula. —Este es un scanner PET, señor Leckesh —explicó el médico—. Nosotros deseamos aprender con exactitud qué partes de su cerebro reaccionan a los conceptos clave de su historia personal. —La inyección hizo que Leckesh se sintiera al mismo tiempo aturdido y animado. No se podía mover, pero su mente iba a toda velocidad. El scanner PET se parecía a una caverna, una puerta abierta al mundo subterráneo. El médico ubicó la caja-vital sobre el pecho de Leckesh y la caja inició una agotadora carrera. —Máquina. TV. Aspiradora. Bugs Bunny. Descortesía. Diente. Perros. —Después de cada palabra o frase, el scanner PET producía un click. El proceso llevó toda la tarde—...Ananá. Latas. Fuegos artificiales. El 4 de julio. Maine. Verano. Abby. —Finalmente terminó. El médico inyectó un antídoto; el cuerpo de Leckesh se aceleró y la mente se desaceleró. Lo llevó de nuevo a su cubículo de la planta baja. La larga prueba vespertina lo había dejado tan débil que su paso terminó siendo penoso. —Bien, señor Leckesh, esto es todo... hasta el final. Hemos obtenido los mapas físico, químico y eléctrico al fin. —¿Al fin? ¿Después muero? Lo lucía un tanto incómoda. —Aquí es donde aparece el albergue. No podemos correr el riesgo de que su cerebro degenere antes de que lo analicemos. Para que en las pruebas eléctricas el cerebro dé lecturas dignas de confianza debe conservarse funcional. El proceso físico microtómico trabaja pobremente si los tejidos no están absolutamente frescos. Y la memoria RNA es una sustancia extremadamente inestable. La coordinación del equipo que tendrá a su cargo la remoción de su cerebro es una tarea delicada. —Deténgase un minuto. ¿Qué está diciendo? —La piel amarilla y el cabello azul de Lo le parecieron a Leckesh salidos de una pesadilla de Van Gogh. —Le dije que algunos aspectos de nuestra operación son legalmente cuestionables, señor Leckesh —dijo Lo marcando cada sílaba. —¿Me está diciendo que se supone que debo convenir una cita con sus doctores para que precipiten mi muerte, y corten mi cerebro, y pulvericen sus partes para hacer un análisis químico? —Necesitamos una actualización diaria, eso es todo. Cuando llegue al punto en que piense que el final está próximo, señor Leckesh, simplemente póngase en contacto con Soft Death y nuestra ambulancia lo traerá a nuestro albergue. —¿Qué pasará si espero demasiado? Lo se estremeció. —Es una cuestión estadística, como cualquier otra cosa. Aquí, observe. —Tocó lo que lucía como un reloj-pulsera encima de su escritorio—. Use esto. Para que su señal nos llegue pulse simplemente este botón. El reloj posee sensores que nos avisan automáticamente en caso de que usted colapse. Permítame señalar que las posibilidades de que logremos una copia isomórfica completa de su software aumentan si usted actúa con rapidez. Hablando francamente, lo ideal sería que se sometiera hoy mismo. Pienso que la crisis está mucho más cerca de lo que imagina. —Tiene prisa por hacerse con la mitad de mis posesiones —desafió Leckesh, sacando fuerzas del temor. Sus entrañas ardían y la cabeza le daba vueltas. —Ya tenemos la mitad de sus posesiones —corrigió Lo—. El documento que firmó es un contrato, no un testamento. Y ya que estamos, por otro cuarto de sus posesiones podríamos proporcionarle transmisión del software, de la misma forma en que llevamos a cabo la preservación... —Quiero salir de aquí —gritó Leckech con una voz tensa, quebrada—. ¡Soft Death es una manada de vampiros y ghouls! —En el taxi, rumbo a su hogar, empezó a escupir sangre. Especuló con la idea de que el neurólogo lo había envenenado. Todo era una horrible equivocación. No había sido posible tener a Bill Kaley por un lapso mayor de una hora, ¿y eso lo había llevado a suponer que dispondría de una eternidad metido en esa máquina con Kaley y toda la pandilla de ricos estúpidos? Encontró a Abby sola en el departamento, hablando por teléfono con Garden. Leckesh estaba tan desesperado por ver a su mujer que no le importó interrumpirla. —Oh, Abby, soy egoísta. Te he ignorado por completo estas últimas semanas. —¿Dónde está tu grabadorcito, Doug? ¿Has terminado de dictar la historia de tu vida? —Su pálido y ansioso rostro brillaba en la abigarrada penumbra del departamento. —Está todo hecho. Bésame Abby. Se abrazaron y besaron largamente. Leckech se maravilló de haber podido pensar que sus palabras eran más importantes que la misma Abby real, que su cuerpo real con sus curvas reales y su dulce, real fragancia. Y, más real aún que todo eso, su aura, la telepatía matrimonial que compartían, la preciosa, inexpresable comprensión de dos personas enamoradas. —¿Doug? —¿Si, cariño? —¿Qué has estado haciendo realmente? ¿Qué era lo que estabas hablándole siempre a la cajita? Sé que no se limitaba a registrar lo que le decías; he oído que te respondía. Y hay algo más. Hoy fui al banco y descubrí que la mitad de nuestro dinero ha desaparecido. El cajero me informó que un grupo llamado Soft Death tenía un documento por el cual podían cobrar la mitad de nuestro dinero. ¿Qué es Soft Death, Doug? —La voz de Abby vibró y se quebró—. ¿Es otra mujer con quien has estado hablando? No te lo reprocharía, Doug, cuando te queda tan poco tiempo, pero ¿por qué no permites que yo también te ayude? El corazón de Leckech se dilató como si fuera a estallar. Después de todos los malos pensamientos que había tenido sobre Abby en el pasado... ella realmente lo quería. Lo quería más que nadie. Sin embargo, aún no podía hablarle. Era Soft Death o nada, ¿no? No existía la inmortalidad fuera de su máquina. —Soft Death es... una especie de albergue, un hogar para enfermos terminales. Firmé un contrato para poder ir allí cuando el cáncer se ponga realmente mal. Supongo que tendré que ir muy pronto. Escupí sangre en el taxi, Abby. Y estoy sufriendo mucho. —Pero... la mitad de nuestro dinero, Doug. —Me presionaron, Abby. Y no es exactamente un albergue. No quiero decirte más, podrías arruinarlo. Siempre nos hemos contado el uno al otro nuestros secretos, ¿no es cierto? —El dolor del estómago estaba golpeando como se golpea un timbal. —Oh, Doug, sospechabas tanto de mi. No tiene que haber ningún secreto, querido. Te angustias tanto sólo porque eres más viejo que yo. Eres todo lo que yo... Algo colapsó en las entrañas de Leckesh. Se inclinó hacia adelante, sus rodillas flaquearon y vomitó sangre. El sensor del reloj-pulsera de Lo envió una señal a la ambulancia de Soft Death para que transportara a Leckesh desde su hogar. El funeral fue dos días más tarde. El único que estuvo junto a Abby para recibir las condolencias fue Irwin Garden, con sus pantalones holgados y su mente turbada. Contra las protestas de Abby, la acompañó de regreso a su departamento. —Le prometí a Doug que no te volvería a ver —dijo Abby paseando distraídamente de un lado a otro de la sala ricamente decorada. Se detuvo junto a la ventana y giró para observar el rostro calmo de Garden. Sus cejas se arquearon al mirar por encima de los anteojos. Abby trató de poner en orden sus pensamientos—. Doug me perdonará. Él y yo aún tenemos que decirnos muchas cosas. Me necesita, Irwin, lo siento. ¿Puedes ayudarme a ponerme en contacto con él? —Trataré. Garden abrió su deteriorado portafolios y extrajo un gran cuadrado de seda con un mandala tibetano estampado. Lo colocó sobre la mesa del comedor y él y Abby se sentaron en el mismo lugar en el que habitualmente se sentaba Leckesh. Garden encendió una vara de incienso y empezó a leer un libro que, decía, era el Libro Tibetano de los Muertos. El tiempo pasó. Abby permitió que la voz zumbona de Garden la inundara, mientras ella pensaba y pensaba en Doug. Empezaba a oscurecer y la varilla de incienso humeaba densamente sobre el mandala de seda. La mesa crujía y temblaba; el humo denso empezó a despedir una débil luminiscencia azul. Garden hizo silencio. —Doug —dijo Abby introduciéndose en el humo luminoso—. Doug, ¿estás ahí? El humo no contestó. Sólo gimió, enroscándose sobre sí mismo. —¿Algo malo sucede, Doug? Háblame. Mírame. Una forma surgió en el aire, algo así como un holograma barato, pero multicolor, con flecos arco iris en los bordes de cada color. El rostro de Douglas Leckesh, su rostro atormentado. Luego el rostro se encogió hasta el tamaño de un puño, y pálidas líneas de luz lo envolvieron. —Una trampa fantasma —dijo Garden suavemente—. Está tratando de decirte que algo retiene a su espíritu atrapado en la Tierra. Señales brillantes corrieron a lo largo de las líneas de color contorneando el rostro de Leckesh; señales digitales brillantes. Los gemidos repiquetearon dentro del sonido de los dactilógrafos. —¿Es Soft Death, Doug? Las líneas pulsantes se adelgazaron y el rostro del espíritu asintió. En algún lugar del departamento una ventana se abrió de golpe. Hubo un repentino y fuerte viento y algo blanco flotó por el aire del dormitorio. Un pequeño rectángulo blanco. El humo del incienso se dispersó y el paño con el mandala flotó sobre el piso. El rostro de Doug se fue, pero allí, sobre la mesa entre Abby e Irwin, había una ajada tarjeta comercial. La tarjeta de Soft Death que Yung le había entregado a Leckesh tres semanas atrás. Abby fue al Edificio Bertroy a la mañana siguiente, muy temprano. Después de preguntar varias veces, encontró el cubículo de Lo. —¿Qué ha hecho con mi marido? —demandó Abby. La joven coreana fue fríamente al grano. —Soft Death ha preservado su software, de acuerdo con sus requerimientos. —¿Qué quiere decir? —Codificamos las funciones cerebrales de Douglas Leckesh como una matriz de ceros y unos destinados a la computadora. ¿Quiere comunicarse con él? —Me comuniqué con él anoche. La coreana arqueó sus cejas con incredulidad. —La pondré en contacto telefónico con él. —Tocó algunos botones y le tendió el receptor a Abby. Se escucharon campanillas y balidos, y luego una voz, la voz de Doug. —¿Hola? —La voz sonaba aburrida e infeliz. —¡Doug! ¿Eres tú, realmente? —Yo... no lo sé. Abby. ¿Estás con Lo Park? —Sí. Ella dice que estás en su computadora. Pero anoche Irwin Garden invocó a tu espíritu en el aire. Un suspiro de angustia. —Fui un tonto, Abby. Debería haberte creído. Sácame de aquí. Es como una reunión de negocios sin fin, oh, es como el Infierno. —Tu espíritu también quiere salir. Pero no puede hablar. —Todo lo que ellos tienen allí es mi código digital —dijo la voz de Leckesh—. Pero no el resto de mi. Puedo recordar con dificultad donde estoy metido, Abby, los colores y olores, los sentimientos que me diste. Es erróneo para mis dos partes estar dividido de este modo. Fui un tonto al pensar que no era otra cosa que cifras. Necesito salir de aquí, y moverme hacia el otro lado. —Te salvaré, querido. No le tomó mucho tiempo a Lo Park redactar un contrato por la mitad de lo que a Abby le había quedado. En compensación, Soft Death prometió «transmitir información». Esa tarde una larga, poderosa señal de radio fue emitida en línea recta desde una concavidad en la cima del Edificio Bertroy. La señal codificaba determinado patrón de información digital, una hilera de bits armados a partir del software del último Douglas Leckesh. La señal de radio era invisible, pero si usted hubiera observado el cielo cuando partió la emisión, hubiera podido ver un iridule: un breve remolino de luz con forma de arco iris. FIN Título Original: Soft Death © 1986 Traducción: Saúl Finger.