BILL, HÉROE GALÁCTICO

Harry Harrison

 

 

 

Titulo original: Bill, the galactic hero

Traducción: Luis Vigil

© 1965 by Harry Harrison

© 1970 By Ediciones Dronte

Merced 4 - Barcelona

Depósito Legal B-29595-70

Edición electrónica de Sadrac, Bs.As. 2000

 

 

A mi camarada BRIAN W. ALDISS

que consulta el sextante y marca

el curso para todos nosotros.

 

UNO

 

Bill no se dio nunca cuenta de que el sexo fue la causa de todo. Si aquella mañana el sol no hubiera estado quemando tanto en el luminoso cielo de Phigerinadon II, y si no hubiera entrevisto el amplio y níveo posterior de Inga-María Calyphigia mientras se bañaba en el arroyo, hubiera prestado más atención al arado que a las apremiantes presiones de la heterosexualidad, y hubiera seguido su curso hasta el otro lado de la colina antes de que sonase la seductora música a lo largo del camino. Quizá nunca la hubiera oído, y su vida hubiera sido muy, muy diferente. Pero la oyó, y dejó caer el manillar del arado conectado a la robomula, y se dio la vuelta y abrió la boca.

Desde luego, era una visión maravillosa. Abriendo la marcha iba un robot-banda, de cuatro metros de alto, espléndido en su gran morrión negro de húsar que ocultaba los altavoces de alta fidelidad. Los dorados pilares de sus piernas golpeaban rítmicamente mientras treinta brazos articulados tañían, pulsaban y tecleaban una extraordinaria variedad de instrumentos. La marcial música surgía en oleada tras inspiradora oleada, y hasta los pesados pies de campesino de Bill se agitaron en sus zuecos mientras las brillantes botas del pelotón de soldados marcaban el paso en perfecto unísono. Las medallas tintineaban en la hombría extensión de sus pechos, ataviados de escarlata, y ciertamente no podía imaginarse una visión más noble en todo el mundo. A retaguardia marchaba el sargento, resplandeciente en sus dorados y entorchados, con una nube de medallas y pasadores, espada y pistola, con la tripa enfajada y ojo de acero, que buscó a Bill allí donde este se hallaba, contemplando asombrado por encima de la valla.

La masiva cabeza hizo un gesto en su dirección, la boca de acero se dobló en una amistosa sonrisa, y hubo un guiño de complicidad. Entonces la pequeña legión hubo pasado, y apresurándose tras ella llegó un grupo de robots auxiliares cubiertos de polvo, saltando y arrastrándose o deslizándose sobre cadenas. Tan pronto como estos hubieron pasado, Bill escaló torpemente la verja de raíles y corrió tras ellos. No habían ocurrido más que dos acontecimientos interesante en los últimos cuatro años, y no estaba dispuesto a perderse lo que parecía ser el tercero.

Una multitud se había ya arremolinado en la plaza del mercado cuando llegó Bill, y estaban escuchando el entusiasta concierto de la banda. El robot se adentró en los gloriosos compases de SOLDADOS ESTELARES AVANTE HACIA EL CIELO, siguiendo luego con Los COHETES RUGEN, y casi demoliéndose a sí mismo en el tumultuoso ritmo de Los ZAPADORES CAVAN TRINCHERAS. Interpretó esta última marcha con tal energía que una de sus piernas salió disparada, elevándose hacia lo alto, pero la logró recoger antes de que cayese al suelo, y la música terminó con el robot balanceándose sobre la pierna que le quedaba y marcando el compás con la desencajada. Igualmente, tras un último redoble de los tambores, que casi destruyó los tímpanos del auditorio, la usó para señalar al otro lado de la plaza, en donde se había erigido una pantalla tridimensional y un puesto de refrescos. Los soldados habían desaparecido en el interior de la taberna, y el sargento reclutador se hallaba solo entre sus robots, enarbolando una sonrisa de bienvenida.

- ¡Escuchen esto! ¡Bebidas gratis para todos, regalo del Emperador, y algunas movidas escenas de emocionantes aventuras en climas exóticos para divertirles mientras trasegan las bebidas! - gritó con una voz inmensa y correosa.

La mayor parte de la gente vagó hacia allí, con Bill entre ellos, aunque algunos amargados antimilitaristas tradicionales se escaparan por entre las casas. Las bebidas refrescantes eran servidas por un robot que tenía un grifo por ombligo y una interminable provisión de vasos de plástico en la cadera. Bill sorbió alegremente el suyo, mientras seguía las emocionantes aventuras de los soldados espaciales a todo color, con efectos sonoros y subsónicos estimulantes. Había batallas, y muerte, y gloria, aunque solo morían los chingers: los soldados tan solo sufrían pequeñas y limpias heridas en sus extremidades, que podían ser cubiertas fácilmente por pequeños vendajes. Y mientras Bill estaba gozando con todo esto, el Sargento Reclutador Grue estaba gozando con él, con sus pequeños ojos porcinos brillando codiciosamente mientras se clavaban en el cogote de Bill.

¡Este es el que busco!, se regocijó para sí mismo, mientras su amarillenta lengua mojaba involuntariamente sus labios. Ya podía notar el peso del dinero de la recompensa en su bolsillo. El resto del auditorio era el habitual grupo de hombres de demasiada edad, mujeres obesas, muchachos barbilampiños y otros inalistables. Todos excepto aquel pedazo de carne de cañón electrónico de anchas espaldas, mentón cuadrado y cabello rizado. Con una mano precisa en los controles, el sargento disminuyó los subsónicos ambientales y dirigió un concentrado rayo estimulante a la parte trasera de la cabeza de su víctima. Bill se agitó en el asiento, casi tomando parte en la gloriosa batalla que se desarrollaba ante él.

Cuando murió el último acorde y la pantalla se apagó, el robot de los refrescos golpeó metálicamente su pecho y aulló:

- ¡Beban, beban, beban!

El borreguil auditorio caminó en aquella dirección, excepto Bill, que fue arrebatado de entre ellos por un poderoso brazo.

- Tenga, ya le he traído una bebida para usted - le dijo el sargento, pasándole un vaso tan cargado con drogas reductoras del ego que los sobrantes de la disolución se estaban cristalizando en el fondo -. Es usted un tipo que se distingue por encima de todos los individuos que hay por aquí. ¿No ha pensado nunca en seguir una carrera en las fuerzas armadas?

- Yo no soy ningún tipo marcial, sargento... - Bill encontró algo raro entre los dientes y escupió para librarse de ello, y se asombró de la repentina vaguedad de sus pensamientos. El solo hecho de que estuviera aún consciente tras el volumen de drogas y subsónicos que había recibido era un tributo a su físico -. No soy del tipo militar. Mi mayor ambición es ayudar, en la mejor forma posible, en la profesión que he escogido de Operador Técnico en Fertilizantes, y ya casi he terminado el cursillo por correspondencia...

- Ese es un mal trabajo para un chico brillante como usted - le dijo el sargento, mientras lo palmeaba en el brazo para comprobar sus bíceps: rocas. Resistió el impulso de abrir sus labios para mirar el estado de sus muelas; más tarde -. Deje ese trabajo a quienes les guste. No hay posibilidad de mejora en él. Mientras que en el ejército la promoción no tiene límite. ¡Pero si hasta el mismo Gran Almirante Pflunger subió por los cohetes, como se dice, desde recluta hasta gran almirante! ¿Qué le parece esto?

- Me parece estupendo para ese señor Pflunger, pero creo que trabajar con fertilizantes es más divertido. Je, je... Me está entrando sueño. Creo que me iré a casa a echar una dormida.

- No antes de que vea esto, como un favor personal hacia mí, claro - le dijo el sargento, poniéndose frente a él y señalando un gran libro que mantenía abierto un pequeño robot -. Las ropas hacen al hombre, y a la mayor parte de los hombres les avergonzaría ser vistos en un traje tan burdo como ese que lleva usted colgando, o arrastrando esas barcazas rotas que usa por zapatos. ¿Por qué ir así cuando podría ir así?

Los ojos de Bill siguieron el grueso dedo hasta el grabado en color del libro, en el que un milagro de la ingeniería mal empleada hizo que su propio rostro apareciera en la figura ilustrada ataviada con el rojo uniforme. El sargento hizo pasar las páginas, y en cada grabado el uniforme era algo más brillante, y la graduación más alta. El último era el de un gran almirante, y Bill parpadeó ante su propio rostro bajo el casco emplumado, ahora con algunas arrugas en las comisuras de los ojos y ostentando un elegante bigote canoso, pero indudablemente aún su rostro.

- Así es como se le vería - murmuró el sargento a su oído - una vez hubiera subido por las escaleras del éxito. Seguro que le gustaría probarse un uniforme. ¡Sastre!

Cuando Bill abrió su boca para protestar, el sargento le había introducido en ella un grueso cigarro, y antes de que pudiera sacárselo el sastre robot había llegado a su lado, corrido un brazo provisto de cortina a su alrededor, y lo había desnudado.

- ¡Hey! ¡Hey... ! - dijo.

- No le hará ningún daño - dijo el sargento, introduciendo su enorme cabeza entre las cortinas y sonriendo ante la musculoso visión del cuerpo de Bill. Clavó un dedo en un pectoral (como una roca) y luego se retiró.

- ¡Huy! - dijo Bill cuando el sastre extendió un frío metro y lo palpó con él, tomando sus medidas. Algo hizo chung dentro de su torso tubular, y una brillante chaqueta roja comenzó a surgir por un orificio en el frente. En un instante se la hubo colocado a Bill, abotonándole los brillantes botones dorados. Unos lujosos pantalones de piel gris aparecieron luego, y más tarde unas lustrosas botas altas y negras. Bill se tambaleó cuando la cortina fue apartada y un alto espejo motorizado rodó frente a él.

- Oh, cómo les gustan los uniformes a las chicas - dijo el sargento -. Y uno no puede culparlas por ello.

Una memoria de la visión de las blancas lunas gemelas de Inga-María Calyphigia oscureció la vista de Bill por un momento, y cuando esta se hubo aclarado se dio cuenta de que tenía aferrada una estilográfica y estaba a punto de firmar el contrato que el sargento reclutador mantenía frente a él.

- No - dijo Bill, un poco asombrado ante su propia firmeza de mente -. En realidad no lo deseo. Como Operador Técnico en Fertilizantes...

- Y no solo recibirá este bello uniforme, una paga de alistamiento y un examen médico gratuito, sino que también se le concederán estas magníficas medallas. - El sargento tomó una caja plana que le ofrecía un robot, y la abrió para mostrar un deslumbrante conjunto de pasadores y cintas -. Esta es la Honorable Medalla del Alistamiento - entonó con voz grave, clavando una nebulosa incrustada de joyas, colgando de una ancha banda de color chartreuse en el amplio pecho de Bill -. Y el Cuerno Chapado de Congratulaciones del Emperador, la Explosión Solar de Adelante Hacia la Victoria, la Alabemos a las Madres de los Victoriosos Caídos, y la Cornucopia que Siempre Mana, que no significa nada pero que luce bonita y puede ser usada para llevar anticonceptivos. Dio un paso atrás y admiró el pecho de Bill, que ahora estaba repleto de tiras, metal brillante y deslumbrantes joyas de plástico.

- Es que no puedo - dijo Bill -. Gracias de todas formas por la oferta, pero...

El sargento sonrió, preparado hasta para esta resistencia de última hora, y apretó el botón de su cinto que ponía en funcionamiento la grabación hipnótico programada en el interior del tacón de la bota de Bill. La potente corriente neural surgió por los contactos, y la mano de Bill saltó y se agitó, y cuando la momentánea neblina se alzó de su vista vio que había firmado con su nombre.

- Pero...

- Bienvenido a las Tropas Especiales - voceó el sargento, dándole una palmada en la espalda (como una roca) y recuperando su pluma -. ¡A formar! - gritó con voz más fuerte, y los reclutas surgieron tambaleantes de la taberna.

- ¡Qué le han hecho a mi hijo! - gimió la madre de Bill, apareciendo en la plaza del mercado, apretándose el pecho con una mano y arrastrando a su hijo pequeño Charlie con la otra. Charlie comenzó a llorar y orinarse en los pantalones.

- Su hijo es ahora un soldado para la mayor gloria del Emperador - dijo el sargento, empujando a los boquiabiertos y decaídos reclutas hacia la formación.

- ¡No! ¡No puede ser...! - lloriqueó la madre de Bill, arrancándose su canoso pelo -. Soy una pobre viuda, y él es mi único apoyo... No pueden...

- Madre... - dijo Bill. Pero el sargento lo empujó de nuevo a la formación.

- Sea valiente, señora - dijo -. No puede haber mayor gloria para una madre. - Le dejó caer una gran moneda reluciente en la mano -. Aquí está la paga del alistamiento, el chelín del Emperador. Sé que él desea que lo reciba usted. ¡Atención!

Con un golpeteo de tacones, los desgarbados reclutas alzaron los hombros y las barbillas. Para sorpresa suya, también lo hizo Bill.

- ¡Derecha... ar!

En un único y grácil movimiento, giraron cuando el robot de mando emitió la orden al activador hipnótico de cada bota.

- ¡De frente... ar! - y lo hicieron en perfecto ritmo, tan bien controlados que, por mucho que lo intentó, Bill no pudo ni girar la cabeza ni lanzar un último saludo a su madre. Esta desapareció tras él, y un último chillido angustiado se perdió entre el golpear de pisadas al paso.

- Sube el ritmo a ciento treinta - ordenó el sargento, contemplando el reloj colocado bajo la uña de su dedo meñique -. Tan solo hay veinte kilómetros hasta la estación, y esta noche estaremos en el campamento, muchachos.

El robot de mando incremento un tanto su metrónomo, y las botas golpearon con mayor velocidad y los hombres empezaron a sudar. Para cuando habían llegado a la estación de helicópteros ya era casi de noche; sus uniformes de papel rojo colgaban hechos girones, la purpurina se había corrido en sus botones de lata, y la carga superficial que repelía el polvo de sus delgadas botas de plástico había desaparecido. Se veían tan deprimidos, desmoralizados, polvorientos y miserables como se sentían en realidad.

 

DOS

 

No fue la grabación de una corneta tocando diana lo que despertó a Bill, sino los supersónicos que corrieron a lo largo del armazón metálico de su litera, agitándolo en tal forma que hasta los empastes se desprendieron de sus dientes. Saltó en pie, y se quedó tembloroso en la grisácea mañana. Como era verano, el suelo estaba refrigerado: no se mimaba a los hombres del campamento León Trotsky. Las pálidas y congeladas figuras de los otros reclutas se alzaron a cada lado, y cuando las vibraciones, que agitaban el alma, murieron, sacaron de debajo de las literas sus gruesos uniformes de combate hechos con tela de saco y papel de lija, se los vistieron rápidamente, introdujeron sus pies en las grandes botas púrpura de los reclutas, y trastabillaron hacia el alba.

- Estoy aquí para romperos el alma - les dijo una voz rica en amenazas; y miraron al frente, y temblaron aún más cuando contemplaron al jefe de los demonios de aquel infierno.

El suboficial Deseomortal Drang era un especialista desde las puntas de las irritadas lanzas de su cabello hasta las rugosas suelas paseantes de sus botas que brillaban como espejos. Era de amplias espaldas y delgado talle, mientras que sus largos brazos colgaban como los de algún horrible antropoide, y los nudillos de sus inmensos puños se veían agrietados por la rotura de millares de dientes. Era imposible contemplar su detestable figura e imaginar que había surgido de la tierna matriz de alguna mujer. Era imposible que hubiera nacido; debía de haber sido fabricado a la medida para el gobierno. Lo más horrible de todo era la cabeza. ¡El rostro! El cabello llegaba hasta un dedo de distancia por encima de los negros mechones de sus cejas, que estaban colocadas como unos matorrales que crecieran al borde de los negros pozos que ocultaban sus ojos, visibles tan solo como nefastos destellos rojos en la negrura estigia. Una nariz, partida y aplastada, se agazapaba sobre la boca, que era como una herida de cuchillo en el hinchado vientre de un cadáver, mientras por entre los labios surgían las grandes extremidades de los caninos, de cinco centímetros de largo como mínimo, y que descansaban en surcos del labio inferior.

- Soy el Oficial Subalterno Deseomortal Drang, y me llamaréis «Señor» o «Milord». - Comenzó a caminar arriba y abajo, huraño, ante la fila de aterrorizados reclutas -. Soy vuestro padre y vuestra madre, y todo vuestro universo, y vuestro más dedicado enemigo, y pronto haré que maldigáis el día en que nacisteis. Destruiré vuestra voluntad. Cuando diga «rana», saltaréis. Mi tarea es convertiros en soldados, y los soldados guardan disciplina. La disciplina significa simplemente una obediencia ciega, una pérdida de la propia voluntad y una absoluta subordinación. Esto es todo lo que pido...

Se detuvo ante Bill, que no estaba temblando tanto como los demás, y gruñó:

- No me gusta tu cara. Un mes de cocina los domingos.

- Señor...

- Y otro mes por contestar.

Esperó, pero Bill permaneció en silencio. Ya había aprendido su primera lección de como ser un buen soldado: ten la boca cerrada. Deseomortal siguió caminando.

- En este momento no sois otra cosa más que horribles, sórdidos y fofos trozos de repugnante carne civil. Yo transformaré esa carne en músculo, vuestra voluntad en gelatina, vuestras mentes en máquinas. Pronto os convertiréis en buenos soldados u os mataré. Muy pronto empezaréis a oír habladurías acerca de mí, malévolas habladurías que os dirán como una vez maté y me comí a un recluta que me desobedeció.

Se detuvo y se los quedó mirando, y la tapa del ataúd que era su boca se abrió lentamente en la repugnante imitación de una sonrisa, mientras una gota de saliva se formaba en la punta de cada uno de sus blancos colmillos.

- Esas habladurías son ciertas.

Se oyó un gemido entre la hilera de reclutas, y se agitaron como si un soplo de viento helado los hubiera recorrido. La sonrisa desapareció.

- Ahora iremos corriendo a por los desayunos, tan pronto como se hayan ofrecido algunos voluntarios para una misión fácil. ¿Alguno de vosotros sabe guiar un helicoche?

Dos reclutas alzaron esperanzadamente sus manos, y les hizo un gesto para que se adelantaran.

- De acuerdo, vosotros dos tenéis escobas y cubos detrás de esa puerta. Limpiad la letrina mientras los demás comen. Así tendréis mejor apetito al mediodía.

Esta fue la segunda lección que recibió Bill sobre como ser un buen soldado: no presentarse nunca voluntario.

 

Los días de entrenamiento de los reclutas pasaron con una velocidad terriblemente letárgico. Con los días, las condiciones se hacían peores, y Bill se sentía cada vez más exhausto. Esto parecía imposible, pero sin embargo era verdad. Un amplio número de mentes brillantes y sádicas lo habían diseñado en esa forma. Las cabezas de los reclutas fueron afeitadas para conseguir una mayor uniformidad, y su aparato genital pintado con un antiséptico color naranja para controlar la ladilla endémica. La comida era teóricamente nutritiva pero increíblemente repugnante, y cuando, por error, se servía un plato en buen estado, se retiraba en el último momento y era echado a la basura, y al cocinero se le rebajaba de grado. Su sueño era interrumpido por supuestos ataques de gas, y su tiempo libre ocupado en el cuidado de su equipo. El séptimo día estaba destinado al descanso, pero todos ellos habían sido castigados, como Bill en la cocina, y transcurría como cualquier otro día. Por esto, al tercer domingo de su prisión, cuando estaban tambaleándose en la última hora del día antes de que las luces fueran apagadas y se les permitiera finalmente arrastrarse a su endurecidas literas, Bill empujó contra el débil campo de fuerza que cerraba la puerta, sabiamente diseñado para permitir que las moscas del desierto entrasen pero no pudiesen salir de los barracones, y se deslizó al interior. Tras catorce horas de cocina, sus piernas vibraban de cansancio, y sus brazos estaban arrugados y pálidos como los de un muerto a causa de la continuada inmersión en agua jabonosa. Dejó caer su guerrera al suelo, donde quedó rígidamente en pie, sostenida por su carga de sudor, grasa y polvo, y retiró su afeitadora de su taquilla. En la letrina, giró la cabeza buscando un espacio limpio en uno de los espejos. Todos ellos habían sido pintarrajeados con grandes letras que expresaban unos mensajes tan sugestivos como:

TEN LA BOCA CERRADA: LOS CHINGERS ESCUCHAN Y SI HABLAS ESTE HOMBRE PUEDE MORIR.

Finalmente, enchufó la afeitadora al lado de ¿TE GUSTARÍA QUE TU HERMANA SE CASASE CON UNO?, y centró su cara en el espejo. Unos ojos sanguinolentos y ojerosos le devolvieron la mirada mientras deslizaba la zumbadora máquina por los famélicos pliegues de su mandíbula. Le llevó más de un minuto el que el significado de la pregunta penetrase en su cerebro, embotado por la fatiga.

- No tengo ninguna hermana - gruñó desalentado -. Y, si la tuviera, ¿por qué iba a desear casarse con un lagarto?

Era una pregunta retórica, pero tuvo una respuesta desde el extremo más alejado de la habitación:

- No significa exactamente lo que dice; está ahí tan solo para hacernos odiar más al enemigo.

Bill se sobresaltó, pues había pensado que estaba solo en la letrina, y la afeitadora zumbó irritada y arrancó un trozo de carne de su labio.

- ¿Quién está ahí? ¿Por qué se esconde? - espetó; y entonces reconoció a la agazapada figura entre las sombras y los muchos pares de botas -. Ah, eres tú, Ansioso. - Su ira desapareció, y volvió al espejo.

Ansioso Beager formaba de tal manera parte de la letrina que uno se olvidaba de que estaba allí. Era un jovencito de rostro redondo, que siempre sonreía, cuyas mejillas nunca perdían su rojizo brillo, y cuya sonrisa se veía tan fuera de lugar allí en Campo León Trotsky que todo el mundo deseaba matarlo hasta que se acordaba de que estaba loco. Debía de estarlo, porque siempre estaba ansioso por ayudar a sus compañeros, y se había prestado voluntario para una limpieza permanente de la letrina. Y no solo era eso, sino que además le gustaba limpiar las botas, y se había ofrecido a hacerlo a uno tras otro de sus camaradas, hasta que al final limpiaba las botas de todos los componentes del pelotón, cada noche. En cualquier momento que estuvieran en los barracones siempre se podía hallar a Ansioso Beager acurrucado al extremo de los tronos que era su dominio personal, rodeado por montones de zapatos, sacándoles brillo con diligencia, mientras su rostro estaba iluminado por una sonrisa. Permanecía allí aún después de que apagaran las luces, trabajando a la luz de una vela colocada sobre un pote de crema para el calzado, y habitualmente se levantaba antes que los demás por la mañana, acabando su trabajo voluntario y aún sonriendo. A veces, cuando las botas estaban muy sucias, trabajaba durante toda la noche. El chico estaba obviamente loco, pero nadie lo denunciaba porque limpiaba muy bien las botas, y todos rezaban para que no muriese exhausto antes de que terminasen su entrenamiento como reclutas.

- Bueno, si eso es lo que quieren decir, ¿por qué no ponen simplemente «Odiad más al enemigo»? - se quejó Bill. Apuntó con el pulgar a la pared más lejana, donde había un cartelón con el título CONOCED AL ENEMIGO. Representaba una ilustración a tamaño natural de un chinger, un saurio de dos metros diez de altura que se parecía mucho a un canguro verde cubierto de escamas y con cuatro brazos, pero con cabeza de cocodrilo -. ¿Quién iba a ser la hermana que se quisiese casar con una cosa así? ¿Y qué iba a hacer una cosa así con una hermana, excepto quizá comérsela?

Ansioso colocó una última pizca de púrpura en una bota y tomó otra. Arrugó el ceño por un breve instante para demostrar lo seriamente que pensaba.

- Bueno, verás, esto... No se refiere a una verdadera hermana. Es tan solo parte de la guerra psicológica. Tenemos que ganar la guerra. Para ganarla, tenemos que luchar duro. Para luchar duro, tenemos que ser buenos soldados. Los buenos soldados deben de odiar al enemigo. Así es como van las cosas. Los chingers son la única raza no humana descubierta en la galaxia que haya sobrepasado el estadio del salvajismo, así que naturalmente tenemos que aniquilarlos.

- ¿Qué diablos quieres decir con eso de naturalmente? Yo no quiero aniquilar a nadie. Tan solo quiero volver a casa y ser un Operador Técnico en Fertilizantes.

- Bueno, no me refería a ti personalmente, por supuesto. ¡Je, je! - Ansioso abrió un nuevo bote de crema con manos tiznadas de púrpura, e introdujo sus dedos en el interior - Me refiero a la raza humana. Así es como hacemos las cosas. Si no los aniquilamos, serán ellos quienes lo hagan con nosotros. Naturalmente, ellos dicen que la guerra va contra su religión, y que tan solo luchan para defenderse, y que jamás han realizado ningún ataque. Pero no podemos creerlos aunque sea cierto. Podrían cambiar su religión o cambiar de idea algún día, y entonces ¿qué pasaría? La mejor respuesta es aniquilarlos ahora.

Bill desenchufó la afeitadora y se lavó la cara con la tibia y herrumbroso agua.

- No obstante, me sigue pareciendo insensato. De acuerdo, la hermana que yo tengo no debe de casarse con ninguno de ellos, pero ¿qué hay de eso? - señaló a lo pintado en las paredes:

MANTENGA LIMPIA LA DUCHA - EL ENEMIGO LE ESCUCHA.

- O eso - el rótulo sobre el urinario que decía:

ABRÓCHESE LA BRAGUETA - EL ENEMIGO NADA RESPETA.

- Si es que olvidamos por un momento el hecho de que no tenemos aquí ningún secreto por el que valga la pena recorrer ni un kilómetro, y mucho menos veinticinco años-luz, ¿cómo podría ser espía un chinger? ¿Qué clase de disfraz podría hacer pasar a un lagarto de dos metros diez por un recluta? Ni siquiera se podría enmascarar a uno para que se pareciese a Deseomortal Drang, aunque ya se parezcan bastante...

Las luces se apagaron y, como si el pronunciar su nombre lo hubiera conjurado como un demonio del infierno, la voz de Deseomortal resonó por los barracones:

- ¡A las literas! ¡A las literas! ¿Es que no sabéis, sucios mamones, que estamos en guerra?

Bill se tambaleó por entre la oscuridad de los barracones, en los que la única iluminación era el rojo brillo de los ojos de Deseomortal. Cayó dormido en el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada de carborundo, y le pareció que tan solo había pasado un momento cuando la diana lo hizo saltar de su litera. En el desayuno, mientras estaba cortando trabajosamente su sucedáneo de café en trozos lo bastante pequeños como para poder ser tragados, las telenoticias informaron de duras luchas en el sector de Beta Lira con crecientes bajas. Un rugido recorrió el comedor cuando se anunció esto, no por un exceso de patriotismo, sino porque las malas noticias hacían que las cosas se pusieran aún peor para ellos. No sabían como se podía lograr esto, pero estaban seguros de que así sería. No se equivocaban. Como aquella mañana era algo más fresca de lo usual, el desfile del lunes se retrasó hasta el mediodía, cuando la pista de entrenamiento, de ferroconcreto, se hubo calentado lo bastante como para producir el mayor número posible de desvanecimientos por el calor. Pero esto tan solo era el comienzo. Desde donde se encontraba Bill, en posición de firmes cerca del final, podía ver como se había montado la garita con aire acondicionado en la tribuna de revista. Eso significaba jefazos. La guarda del gatillo de su rifle atómico le hizo un agujero en el hombro, y una gota de sudor se formó y luego cayó desde la punta de su nariz. Por los rabillos de sus ojos podía ver un continuo movimiento mientras otros reclutas se derrumbaban, entre las apretadas filas, de a millares, y eran arrastrados por los enfermeros hasta las ambulancias que los esperaban. Una vez allí, se los ponía a la sombra de los vehículos hasta que revivían y podían ser devueltos a sus puestos en la formación.

Entonces la banda inició los compases de ¡ADELANTE, ESPACIONAUTAS, Y VENCERÉIS A LOS CHINGERS!, y la señal radiada a cada tacón de bota les hizo presentar armas al mismo tiempo, y los millares de rifles brillaron al sol. El vehículo de mando del general comandante, reconocible por las dos estrellas pintadas en él, se acercó a la garita de revista, y una pequeña y obesa figura se movió rápidamente por entre el horneado aire hasta el confort del recinto. Bill nunca lo había visto tan de cerca, al menos por delante, aunque en una ocasión, cuando regresaba a altas horas de su trabajo en la cocina, había visto al general metiéndose en su coche cerca del teatro del campo. Al menos, Bill pensó que lo era, pues lo único que había visto fue una rápida visión posterior. Por lo tanto, tenía una imagen mental del general que era la de una amplia parte posterior sobrepuesta a una figura similar a la de una hormiga. Pensaba en los oficiales en esos mismos términos generales, ya que, naturalmente, los reclutas no veían para nada a los oficiales durante su entrenamiento. Bill había podido dar una buena ojeada a un subteniente en cierta ocasión, cerca de la sala de los ordenanzas, y sabía que tenía rostro. Y también había contemplado a aquel oficial médico a no más de diez metros de distancia, cuando les había hablado sobre los peligros de las enfermedades venéreas, pero Bill había tenido la suerte de estar detrás de un poste y había podido dormirse en seguida.

Cuando la banda se calló, los altavoces antigravitatorios flotaron sobre las tropas y el general pronunció un discurso. No tenía nada que decir que importase a nadie, y lo cerró con el anuncio de que debido a las pérdidas en el campo de batalla su programa de entrenamiento sería acelerado, que era exactamente lo que se esperaban. Entonces la banda tocó algo más, y marcharon de regreso a los barracones, se cambiaron a sus ásperos uniformes de combate y marcharon, esta vez a paso ligero, hasta el campo de tiro, en donde dispararon sus rifles atómicos a réplicas en plástico de chingers que surgían de agujeros en el terreno. Su puntería era muy mala, hasta que Deseomortal Drang surgió de uno de los agujeros, y cada soldado cambió el tiro a automático y lo alcanzó con cada disparo de cada rifle, lo cual es realmente difícil. Entonces se disolvió el humo, y dejaron de dar gritos de júbilo y comenzaron a sollozar cuando vieron que tan solo era una réplica en plástico de Deseomortal, ahora hecha pedazos, y el original apareció tras ellos y rechinó sus colmillos y los castigó a todos con un mes de cocina.

 

- El cuerpo humano es una cosa maravillosa - dijo un mes más tarde Caliente Brown, mientras estaban sentados alrededor de una mesa en el Club de Tropa, comiendo salchichas embutidas en plástico y rellenas de barridos de carretera y bebiendo aguada cerveza tibia. Caliente Brown era un pastor de thoats de las llanuras, y era por eso por lo que le llamaban Caliente, ya que todo el mundo sabe lo que hacen los pastores de thoats con sus thoats. Era alto, delgado y de arqueadas piernas, y tenía la piel quemada hasta el color del cuero antiguo. Pero era un gran pensador, porque la única rosa que tenía en gran cantidad era tiempo para pensar. Podía albergar un pensamiento durante días, hasta semanas, antes de mencionarlo en voz alta, y mientras lo pensaba nada podía molestarle. Hasta dejaba que lo llamaran Caliente sin protestar, mientras que si se lo llamas a cualquier otro soldado te partirá la cara. Bill y Ansioso y los demás soldados del pelotón que se hallaban alrededor de la mesa aplaudieron y gritaron, como hacían siempre cuando Caliente decía algo.

- ¡Di algo más, Caliente!

- ¡Hablas... pensé que estabas muerto!

- ¡Sigue...! ¿Por qué es el cuerpo algo maravilloso?

Esperaron en expectante silencio, mientras Caliente conseguía romper un pedazo de su salchicha y, tras un inefectivo masticar, lo tragaba con un esfuerzo que constelaba sus ojos de lágrimas. Amenguó el dolor con un trago de cerveza y habló:

- El cuerpo humano es algo maravilloso porque, si no muere, vive.

Esperaron a por más, hasta que se dieron cuenta de que había terminado y entonces mugieron.

- Muchacho, eres un calenturiento.

- Preséntate para la escuela de suboficiales.

- Sí, pero... ¿qué es lo que eso significa?

Bill sabía lo que significaba, pero no lo dijo. Tan solo había en el pelotón la mitad de hombres de los que había en el primer día. Uno había sido transferido, pero todos los demás estaban en el hospital, o en el manicomio, o habían sido licenciados por conveniencia del gobierno ya que estaban demasiado tullidos para el servicio activo. O muertos. Los supervivientes, tras perder cada gramo de peso que no fuera hueso o los esenciales tejidos de conexión, habían recuperado el peso perdido en forma de músculos, y estaban ahora totalmente adaptados a los rigores del Campo León Trotsky, aunque seguían odiándolo. Bill se maravillaba de la eficiencia del sistema. Los civiles tenían que preocuparse de exámenes, escalafones, planes de retiro, ascensos, y un millar de otros factores que limitaban su eficiencia como trabajadores. ¡Pero qué fácilmente lo solucionaban los militares! Simplemente mataban a los más débiles y usaban a los supervivientes. Respetaba al sistema, aunque seguía odiándolo.

- ¿Sabéis lo que necesito? - dijo Horroroso Ugglesway - Necesito una mujer.

- No digas obscenidades - dijo rápidamente Bill, al que habían educado tal y como debía ser.

- ¡No estoy diciendo obscenidades! - gimoteó Horroroso -. No es como si dijera: Quiero reengancharme, o pienso que Deseomortal es humano, ni nada de eso. Tan solo he dicho que necesito una mujer. ¿Acaso no la necesitamos todos?

- Yo necesito un trago - dijo Caliente Brown, mientras daba un largo sorbo a su vaso de cerveza deshidratada y reconstruida, se estremecía, y la escupía entre sus dientes en un largo chorro hasta el concreto, de donde se evaporó inmediatamente.

- Afirmativo, afirmativo - aceptó Horroroso, agitando su cara llena de granos arriba y abajo -. Necesito una mujer y un trago. - Su gemido se hizo casi suplicante -. Después de todo, ¿qué otra cosa puede desear un soldado además de licenciarse?

Pensaron acerca de ello durante largo rato, pero no pudieron hallar ninguna otra cosa que deseasen realmente. Ansioso Beager sacó la cabeza de debajo de la mesa, donde estaba escondido limpiando una bota, y dijo que deseaba más crema, pero lo ignoraron. Hasta el mismo Bill, ahora que empleaba su mente en ello, no podía pensar en nada que desease realmente fuera de ese par de cosas inextricablemente unidas. Trató de pensar concentradamente en cualquier otra cosa, ya que tenía vagas memorias de haber deseado algo más cuando había sido civil, pero nada le vino a la mente.

- Je, je, tan solo faltan siete semanas para que nos den nuestro primer pase - dijo Ansioso bajo la mesa. Y entonces chilló cuando todos lo patearon a un tiempo.

Pero por lento que se arrastrase el tiempo subjetivo, los calendarios objetivos seguían operando, y las siete semanas pasaron y se eliminaron a sí mismas una tras otra. Atareadas semanas repletas de todos los cursos esenciales de entrenamiento de reclutas: prácticas con la bayoneta, entrenamiento con armas ligeras, inspección de armas cortas, esberizamiento, charlas de orientación, movimientos con armas, cantos comunales, y los Artículos del Código de Guerra. Estos últimos eran leídos con aterradora regularidad dos veces por semana, y eran una absoluta tortura a causa de la intensa somnolencia que ocasionaban. Al primer zumbido de la gastada voz monótona de la grabadora, las cabezas comenzaban a inclinarse. Pero cada asiento del auditorio estaba conectado a un encefalógrafo que registraba las ondas cerebrales del soldado. Tan pronto como la curva de la onda Alfa indicaba la transición de la conciencia a la somnolencia, una poderosa descarga de electricidad era disparada contra los adormecidos fondillos, despertando dolorosamente a su propietario. El húmedo auditorio era una mal iluminada cámara de torturas, repleta de la ronroneante voz aburrida, interrumpida por los agudos chillidos de los electrificados, el mar de los cabeceantes soldados, punteado aquí y allá por figuras saltando dolorosamente.

Nadie escuchaba nunca las terribles ejecuciones y sentencias de los Artículos para los más inocentes crímenes. Todo el mundo sabía que había abandonado sus derechos humanos al alistarse, y el recordatorio de todo lo que habían perdido no les interesaba en lo más mínimo. Lo que realmente les interesaba era contar las horas hasta el momento en que recibirían su primer pase. El ritual por el que esta recompensa era reticentemente entregada era humillante en forma poco común, pero ya se esperaban eso y, simplemente, bajaban la vista y seguían en la fila, dispuestos a sacrificar cualquier migaja que aún les restase de su autorespeto a cambio del arrugado trozo de plástico. Terminado el rito, había carreras hasta el tren monorraíl cuya vía colgaba de los pilares cargados eléctricamente, corriendo por encima de las alambradas de diez metros de alto, cruzando los terrenos de arenas movedizas y llegando hasta la pequeña ciudad agrícola de Leyville.

Al menos había sido una ciudad agrícola antes de que se edificase el Campo León Trotsky, y esporádicamente, en las horas en que los soldados no estaban de paseo, seguía su tradicional inclinación agrícola. El resto del tiempo se cerraban los almacenes de grano y alimentos, y se abrían los bares y prostíbulos. Muchas veces los mismos edificios eran utilizados para ambas misiones. Se bajaba una palanca cuando descendía en la estación el primero de los soldados, y los depósitos de grano se convertían en camas, las dependientas en prostitutas, y los cajeros mantenían su función, aunque los precios subían, mientras los mostradores eran llenados de vasos para servir como bares. Fue en uno de estos establecimientos, un salón de pompas fúnebres transformado en bar, en donde entraron Bill y sus amigos.

- ¿Qué será, muchachos? - les dijo el propietario del Bar y Grill del Descanso Final.

- Un doble de líquido embalsamador - le dijo Caliente Brown.

- Sin bromas - dijo el dueño, mientras su sonrisa se desvanecía por un segundo, tomando una botella en la que el brillante letrero VERDADERO WHISKY había sido engomado sobre el grabado en el cristal LÍQUIDO EMBALSAMADOR -. Si hay problemas, llamaré a los PM. - La sonrisa regresó cuando el dinero cayó sobre el mostrador -. Decidme qué veneno queréis, caballeros.

Se sentaron alrededor de una larga y estrecha mesa tan gruesa como ancha, con asas de bronce a ambos lados, y dejaron que el bendito descanso del alcohol etílico se abriera camino por entre el polvo que llenaba sus gargantas.

- Nunca bebí antes de entrar en el ejército - dijo Bill, tragándose cuatro dedos completos del Viejo Matarriñones y poniendo el vaso para que le sirvieran más.

- Nunca tuviste necesidad - le dijo Horroroso, sirviéndole.

- Seguro que no - afirmó Caliente Brown, paladeando con gusto y llevándose de nuevo una botella a los labios.

- Je, je - rió Ansioso Beager, sorbiendo dubitativo el borde de su vaso -. Sabe como un tinte hecho con azúcar, serrín, diversos ésteres y cierto número de alcoholes nocivos.

- Bebe - dijo Caliente incoherentemente, sin apartar los labios del gollete de la botella -. Todo eso es bueno para tu salud.

- Ahora quiero una mujer - dijo Horroroso; y se produjo una carrera, y todos se apretujaron en la puerta tratando de salir al mismo tiempo, hasta que alguien gritó: ¡Mirad!, y se giraron para ver a Ansioso aún sentado ante la mesa.

- ¡Mujeres! - dijo Horroroso entusiásticamente, con el tono de voz en que uno dice: ¡Comida! cuando llama a un perro. El grupo de hombres se agitó en la puerta y golpeó con los pies. Ansioso no se movió.

- Je, je... Creo que me quedaré aquí - dijo, con su sonrisa tan simple como siempre -. Pero vosotros podéis ir.

- ¿No te sientes bien, Ansioso?

- Me siento bien.

- ¿Acaso no has llegado a tu pubertad?

- Je, je...

- ¿Qué es lo que vas a hacer aquí?

Ansioso buscó debajo de la mesa un macuto. Lo abrió para mostrarles que estaba repleto de grandes botas púrpuras.

- Pensé ponerme al día con mi limpieza.

Caminaron lentamente por la acera de madera, silenciosos por el momento.

- Me pregunto si hay algo que no funciona en Ansioso - dijo Bill, pero nadie le respondió. Estaban mirando a lo largo de la calle, a un cartel brillantemente iluminado que emitía un atractivo resplandor.

EL DESCANSO DEL ESPACIONAUTA, decía, STRIP-TEASE CONTINUO y LAS MEJORES BEBIDAS, y aún mejor HABITACIONES PRIVADAS PARA LOS INVITADOS Y SUS AMIGOS. Caminaron más de prisa. La fachada del Descanso del Espacionauta estaba cubierta por escaparates a prueba de golpes llenos de fotos tridimensionales de las artistas completamente vestidas (triangulito y dos estrellas), y más allá otras de las mismas desnudas (sin triangulito y con las estrellas caídas). Bill hizo acallar los rápidos jadeos señalando a un pequeño rótulo casi perdido entre el tumescente tesoro de glándulas mamarias.

SOLO PARA OFICIALES, decía.

- Largo - chirrió un PM, empujándolos con su porra electrónica. Se arrastraron alejándose.

El siguiente establecimiento admitía a hombres de todas las clases sociales, pero la entrada era de setenta y siete créditos, más de lo que tenían entre todos ellos. Después de esto, los SOLO PARA OFICIALES comenzaban de nuevo, hasta que terminaba el pavimento y todas las luces estaban tras ellos.

- ¿Qué es eso? - preguntó Horroroso al oír el sonido de voces murmurando desde una cercana calle oscura; y mirando de cerca pudieron ver una línea de soldados que se extendía hasta perderse de vista en una distante esquina -. ¿Qué es esto? - le preguntó al último de la cola.

- La casa de las fulanas de los soldados. Y no trates de colarte, chaval. A la cola, a la cola.

Se unieron a ella instantáneamente, y Bill quedó el último, pero no por mucho rato. Fueron avanzando lentamente, y otros soldados aparecieron y formaron cola tras ellos. La noche era fría, y tomó muchos tragos revitalizadores de su botella. Se oían pocas conversaciones, y hasta estas morían al irse aproximando a la puerta iluminada con luz roja. Se abría y cerraba a intervalos regulares, y uno a uno los amigos de Bill se introdujeron. Entonces llegó su turno, y la puerta empezó a abrirse, y él comenzó a adelantarse, y las sirenas comenzaron a chillar, y un enorme PM de gruesa tripa saltó entre Bill y la puerta.

- Llamada de emergencia. ¡De vuelta a la base! - ladró.

Bill aulló un estrangulado gruñido de frustración, y saltó hacia adelante. Pero un golpecito de la porra electrónica lo volvió con los demás. Se lo llevaron medio atontado entre la masa de cuerpos, mientras las sirenas gemían, y la aurora artificial en el cielo formaba las palabras: ¡A LAS ARMAS! en letras llameantes de dos centenares de kilómetros de largo cada una. Alguien extendió una mano, sosteniendo a Bill cuando comenzaba a caer bajo las botas púrpura. Era su compañero, Horroroso, que mostraba una sonrisa de satisfacción, y por ello lo odió y trató de golpearle. Pero antes de que pudiera alzar el puño se vieron introducidos en el vagón del monorraíl, lanzados a través de la noche y escupidos de vuelta en el Campo León Trotsky. Olvidó su irritación cuando las engarfiadas pezuñas de Deseomortal Drang lo arrancaron de la multitud.

- Empaquen los macutos - carraspeo -. Van a partir.

- No pueden hacernos eso... No hemos terminado nuestro entrenamiento.

- Pueden hacer lo que quieran, y normalmente lo hacen. Se acaba de combatir una gloriosa batalla espacial hasta su victoriosa conclusión. Y han habido cuatro millones de bajas, con una aproximación de algunos centenares de miles. Se necesitan reemplazos, y esos sois vosotros. Preparaos para embarcar en los transportes inmediatamente, o antes.

- No podemos... ¡No tenemos equipo espacial! La intendencia...

- Todo el personal de intendencia ya ha sido embarcado.

- La comida...

- Los cocineros y los pinches ya están en el espacio. Esta es una emergencia. Todo el personal no esencial está siendo enviado. Probablemente a su muerte - se acarició un colmillo, y los inundó con una horrible sonrisa -. Mientras, yo permaneceré aquí, en tranquila seguridad, para entrenar a vuestros reemplazos.

El tubo de llegada hizo un sonido apagado y, mientras abría la cápsula del mensaje y leía su contenido, su sonrisa se hizo lentamente pedazos.

- Me embarcan también a mí - dijo con voz hueca.

 

TRES

 

86.672.890 reclutas habían sido ya embarcados para el espacio desde el Campo León Trotsky, así que el proceso era automático y funcionaba perfectamente, aunque esta vez se estaba devorando a sí mismo, como una serpiente que se traga su propia cola. Bill y sus compañeros fueron el último grupo de reclutas enviado, y la serpiente comenzó a digerirse a sí misma justo tras ellos. Apenas se les hubo arrebatado su naciente barba y los hubieron despiojado en el despiojador ultrasónico, los barberos se lanzaron unos contra otros y en un amasijo de brazos, rizos de pelo, trozos de bigote, pedazos de carne y gotas de sangre, se afeitaron y cortaron el pelo unos a otros, y luego arrastraron al operador tras ellos en la cámara ultrasónica. Los enfermeros se inocularon a sí mismos inyecciones contra la fiebre de los cohetes y los constipados espaciales, los oficinistas se hicieron a sí mismos libretas de paga y los cargadores se empujaron a patadas unos a otros por las rampas que subían hasta los transbordadores. Los cohetes ardían, dejando columnas de fuego como lenguas escarlatas que lamieran las torres de lanzamiento, quemando las rampas en un bello espectáculo pirotécnico ya que los operadores de las rampas también estaban a bordo. Las naves rugieron y produjeron ecos en el cielo de la noche, dejando al Campo León Trotsky convertido en una silenciosa ciudad fantasma en la que pedazos de órdenes del día y listas de castigo se agitaban y volaban desde los tablones de anuncios, bailando a través de las abandonadas calles para chocar finalmente contra las ruidosas y encendidas ventanas del Club de Oficiales, en el que se estaba desarrollando una fenomenal borrachera, aunque hubiera muchas quejas puesto que los oficiales tenían que servirse a sí mismos.

Arriba y arriba subieron los transbordadores, hacia la gran flota de naves del espacio profundo que oscurecía las estrellas de encima, una nueva flota, la más poderosa que la galaxia hubiera visto jamás, de hecho tan nueva que las naves estaban aún siendo construidas. Los sopletes brillaban en cegadores puntos de luz, mientras los ribetes al rojo describían sus trayectorias planas por el espacio hasta los cestos que los esperaban. Los puntos de luz morían a medida que los monstruos de los mares espaciales eran completados, y se oían apagados chillidos en la longitud de onda de las radios de los trajes espaciales cuando los obreros, en lugar de ser devueltos a los astilleros, eran forzosamente reclutados al servicio de la nave que acababan de construir. Esto era una guerra total. Bill se tambaleó a lo largo del cimbreante tubo de plástico que conectaba el transbordador a un acorazado espacial, y dejó caer sus macutos frente a un suboficial que se sentaba tras un escritorio en la compuerta, del tamaño de un hangar. O trató de dejarlos caer, puesto que al no haber gravedad los macutos se quedaron en medio del aire, y cuando los empujó fue él quien se elevó. (Puesto que un cuerpo, cuando está cayendo libremente, se dice que está en caída libre, y cualquier cosa con peso no tiene peso, y por cada acción hay una igual pero opuesta reacción, o algo así) El suboficial miró hacia arriba, farfulló, y tiró de Bill, bajándolo a cubierta.

- No toleraré ninguno de esos trucos de novato espacial, soldado. ¿Nombre?

- Bill, con elle.

- Bil - murmuró el suboficial, chupando el plumín de su estilográfica. Y luego escribió el nombre en la lista de embarque con grandes letras de analfabeto -. La elle es tan solo para los oficiales, chalado... a ver si lo aprendes. ¿Cuál es tu clasificación?

- Recluta, sin cualificar, sin entrenar, con mareo espacial.

- Bueno, no vomites aquí. Para eso tienes tu recinto. Ahora eres un especialista en fusibles de sexta clase, sin cualificar. Quedas asignado al compartimiento 34 J-89T-001. Muévete, y mantén ese saco de patatas sobre tu cabeza

No bien hubo encontrado Bill su compartimiento y lanzado los macutos sobre una litera, en donde flotaron a quince centímetros por encima de la colchoneta rellena de rocas, cuando Ansioso Beager entró, seguido de Caliente Brown y una multitud de extraños, algunos de los cuales llevaban sopletes y expresiones de irritación.

- ¿Dónde está Horroroso y el resto del pelotón? - preguntó Bill.

Caliente se alzó de hombros y se ató a una litera para echar un sueñecito. Ansioso abrió una de las seis bolsas que siempre llevaba encima y sacó algunas botas para limpiar.

- ¿Estáis salvados? - una voz profunda, vibrante de emoción, sonó en el otro extremo del compartimiento. Bill miró hacia allí, asombrado, y el enorme soldado que se encontraba allí apercibió el movimiento y apuntó hacia él un inmenso dedo -. Tú, hermano, ¿estás salvado?

- Eso es bastante difícil de decir - murmuró Bill, inclinándose y rebuscando en su macuto, esperando a que el hombre se largase. Pero no lo hizo. En realidad, se acercó y se sentó en la litera de Bill. Bill trató de ignorarlo, pero esto era difícil, porque el soldado tenía más de un metro ochenta de altura, era musculoso y tenía una mandíbula de acero. Gozaba de una negra piel purpúrea que le hizo sentir un poco de envidia a Bill, ya que la suya tan solo era de un gris rosáceo. Como el uniforme de a bordo del soldado tenía casi la misma tonalidad de negro, parecía de una sola pieza, lo cual era muy efectivo con su abierta sonrisa y su aguda mirada. - Bienvenido a bordo del Fanny Girl - dijo, y con un amistoso apretón de manos desencajó la mayor parte de los huesos de los nudillos de Bill -, esta vieja nave de la flota comisionada hace casi una semana. Yo soy el reverendo especialista en fusibles de sexta clase Tembo, y veo por el grabado de tu macuto que te llamas Bill, y como somos compañeros, por favor, Bill, llámame Tembo. Y, ¿cuál es la condición de tu alma?

- No he tenido muchas oportunidades de pensar en eso últimamente...

- Pienso que no, puesto que vienes del entrenamiento de reclutas, y el atender a una capilla durante ese entrenamiento se castiga con una corte marcial. Pero todo eso ya pasó, y ahora puedes ser salvado. ¿Puedo preguntarte si eres de la fe...?

- Mi familia eran Zoroastrianos Fundamentalistas, así que supongo que...

- Supersticiones, muchacho. Vulgares supersticiones. Ha sido la mano del destino la que nos ha reunido en esta nave, para que tu alma tenga esta oportunidad de ser salvada del oscuro abismo. ¿Has oído hablar de la Tierra?

- Me gustan las comidas sencillas...

- Es un planeta, muchacho: la cuna de la raza humana. El hogar del que todos venimos, ¿comprendes? Un mundo verde y hermoso, una joya en el espacio.

 Tembo había sacado un pequeño proyector de su bolsillo mientras hablaba, y una imagen multicolor apareció en la mampara, un planeta flotando artísticamente en el vacío, rodeado de blancas nubes. Repentinamente, fieros rayos surgieron de las nubes, y todo esto hirió e hirvió mientras grandes cicatrices aparecían el en el planeta de abajo. Del microscópico altavoz surgió débil sonido de los truenos -. Pero las guerras estallaron entre los hijos del hombre, y se golpearon unos a otros con las energías atómicas hasta que la misma Tierra gimió, y cuando los relámpagos finales enorme fue el holocausto se apagaron la muerte reinaba en el norte, la muerte reinaba en el oeste, la muerte reinaba en el este, muerte, muerte, muerte.

- ¿Te das cuenta de lo que eso significa? - la voz de Tembo era elocuente en su sentimiento, y quedó suspendida por un instante a medio vuelo, esperando la respuesta a su pregunta catequista.

- No estoy seguro - dijo Bill, rebuscando sin objetivo en su macuto -. Yo vengo de Phigerinadon II, es un sitio tranquilo...

- ¡La muerte no reinaba en el Sur! Y ¿por qué fue salvado el Sur?, te preguntarás. Y la respuesta es: porque fue deseo de Samedi que todos los falsos profetas y las falsas religiones y los falsos dioses fueran borrados del rostro de la Tierra de forma que tan solo quedase la verdadera fe. La Primera Iglesia Reformada Vudú...

Sonó el cráneo humano de tal generala, una aullante alarma calculada para producir una frecuencia resonante en se hallara en forma que el hueso vibrase como si la cabeza el interior de una tremenda campana, y los ojos se desenfocasen con cada sonido. Hubo un correteo hacia el corredor, en donde el horrible sonido no era tan intenso y en donde los suboficiales estaban esperando para llevarlos a sus puestos. Bill siguió a Ansioso Beager, subiendo por una aceitosa escalera hasta llegar a la compuerta en el piso de la sala de fusibles. Grandes hileras de fusibles se extendían por todos lados, mientras de la parte superior de las hileras surgían cables del grosor de un brazo que subían hasta el techo y desaparecían en él. Frente a las hileras, regularmente espaciados, se veían unos agujeros redondos de más de un palmo de diámetro.

- Mis frases iniciales serán breves: si alguno de vosotros me crea problemas, yo personalmente lo tiraré de cabeza por el más cercano conducto de fusibles - un grasiento índice apuntó a uno de los agujeros del piso, y reconocieron la voz de su nuevo dueño. Era más bajo y más ancho y más grueso de tripa que Deseomortal, pero existía una semejanza genérica que era inconfundible -. Soy el especialista en fusibles de primera clase Bilis. Os cogeré a vosotros, repugnantes y los echaré por el conducto de fusibles más cercano. Esta es una especialidad altamente especializada y eficientemente técnica, que usualmente se tarda un año en enseñar a un hombre inteligente, pero esto es la guerra, así que vais a aprenderlo a hacerlo ahora, o de lo contrario... Os haré una demostración. Tembo, al frente y al centro. Toma el tablero 19J-9, está fuera de circuito ahora.

Tembo golpeó los tacones y se colocó en rígido firmes frente al tablero. Extendiéndose a ambos lados de él, se hallaban los fusibles, cilindros de cerámica blanca recubiertos en ambas extremidades por metal. Cada uno de un palmo de diámetro, un metro y medio de alto, y pesando treinta y cinco kilos. Había una banda roja rodeando el centro de cada fusible. El primera clase Bilis golpeó una de esas bandas.

- Cada fusible tiene una de estas bandas rojas que se llama una banda de fusibles y es de color rojo. Cuando el fusible se quema, esta banda se vuelve negra. No espero que os acordéis de todo eso ahora, pero está en vuestro manual, y os lo vais a saber al pie de la letra antes de que haya acabado con vosotros, o de lo contrario... Ahora os demostraré lo que pasará cuando se queme un fusible. Tembo: ¡ese es un fusible fundido! ¡Ar!

- ¡Uggg! - chilló Tembo, y saltó sobre el fusible y lo cogió con ambas manos -. ¡Uggg! - dijo de nuevo, y lo arrancó de los bornes. Y de nuevo -: ¡Uggg! - cuando lo dejó caer por el conducto de fusibles. Entonces, aún ugggeando, sacó un fusible nuevo de las hileras de almacenamiento y lo colocó en su lugar, y con un uggg final se puso de nuevo firmes.

- Y así es como se hace: por tiempos, en la forma militar. Y lo vais a aprender, o de lo contrario... - sonó un apagado zumbido, atravesando el aire como un eructo mal contenido -. Eso es la llamada a rancho, así que os dejaré que vayáis, y mientras estéis comiendo pensad en todo lo que vais a tener que aprender. ¡Rompan filas!

Otros soldados iban ya por el corredor, y los siguieron a las entrañas de la nave.

- Je, je... ¿Creéis que la comida será algo mejor que la del campamento? - preguntó Ansioso, lamiéndose excitadamente los labios.

- Es completamente imposible que sea peor - dijo Bill, cuando se unieron a una cola que llegaba hasta una puerta marcada Comedor Consolidado Nº 2 -. Cualquier cambio será para mejorar. Después de todo... ¿no somos ahora soldados en campaña? Tenemos que estar bien alimentados para el combate, según dice el manual.

La cola se movió hacia adelante con una dolorosa lentitud, pero en menos de una hora se hallaron en la puerta. Tras ella, un cansado soldado de cocina vestido con un mono grasiento y manchado de jabón le entregó a Bill una jarra de plástico amarillo de un cajón situado frente a él. Bill siguió hacia adelante, y cuando el soldado frente a él se apartó se encontró con una pared desnuda de la que emergía un único grifo sin llave. Un grueso cocinero que se hallaba junto a él, vistiendo un enorme gorro blanco de cocinero y una camiseta sucia, le indicó que se adelantase con la cuchara sopera que llevaba en la mano.

- Vamo', vamo', ¿no ha com'ío nunca? 'A jarra bajo e' grifo, 'a chapa en e' bujero, ¡venga ya!

Bill puso la jarra tal y como se lo había ordenado, y se fijó en una delgada ranura en la pared metálica, justamente a la altura de la vista. Su placa de identificación le colgaba del cuello, y la introdujo en la ranura. Algo hizo bzzz, y un delgado chorro de fluido amarillento salió a borbotones, llenando a medias el recipiente.

- ¡El siguiente! - chilló el cocinero. Y empujó a Bill, para que Ansioso pudiera tomar su lugar.

- ¿Qué es esto? - preguntó Bill, contemplando la jarra.

- ¿Qué é' é'to? - se irritó el cocinero, poniéndose de un brillante color rojo ¡E'to é' tu com'ía, so idiota! E'to é' un agua absolutamente químicamente pura, en la que é'tan disue'to 18 aminoácido', 16 vitamina', 11 sale' minerale', u' ester ácido y glucosa, ¿Qué otra cosa e'peraba'?

- ¿Comida...? - dijo esperanzado Bill; y entonces lo vio todo rojo, cuando la cuchara sopera le golpeó la cabeza -. ¿Podrían dármela sin el ester ácido? - preguntó confiadamente, pero lo empujaron de vuelta al corredor, en donde se le unió Ansioso.

- Je, je - dijo Ansioso -, esto tiene todos los elementos nutritivos necesarios para mantener indefinidamente la vida. ¿No es maravilloso?

Bill sorbió su jarra y luego suspiró trémulamente.

- Mira esto - le dijo Tembo; y cuando Bill se dio la vuelta una imagen proyectada apareció en la pared del corredor. Mostraba un firmamento con nubes sobre las que parecían flotar pequeñas figuras -. El infierno te espera, muchacho, a menos que seas salvado. Da la espalda a tus creencias supersticiosas y acógete en la Primera Iglesia Vudú Reformada, que te abre los brazos; entra en su seno, y hallarás tu lugar en el cielo a la diestra de Samedi. Estarás allí sentado con Mondongué y Bakalú y Zandor, que saldrán a recibirte.

La escena proyectada cambió, las nubes se acercaron, mientras del pequeño altavoz surgía el débil sonido de un coro celestial con acompañamiento de tambores. Ahora las figuras podían ser vistas claramente, todas ellas de piel muy negra y túnicas blancas, de cuya espalda surgían grandes alas negras. Se sonreían y saludaban unas a otras cuando se cruzaban sus nubes, mientras cantaban entusiásticamente y golpeaban los pequeños tam-tams que llevaba cada una. Era una hermosa escena, y los ojos de Bill se nublaron un tanto.

- ¡Atención!

La aullante tonalidad produjo ecos en las paredes, y los soldados echaron atrás los hombros, juntaron los tacones y miraron al frente. El coro celestial se desvaneció cuando Tembo volvió a meterse el proyector en el bolsillo.

- Descansen - ordenó el primera clase Bilis, y al girarse lo vieron guiando a dos PM con pistolas empuñadas que actuaban como guardaespaldas de un oficial. Bill sabía que era un oficial porque habían tenido un curso de Identificación de Oficiales, además de porque en la parel de la letrina había un cartel titulado CONOCE A TUS OFICIALES, y había tenido larga oportunidad de estudiarlo durante un inicio de epidemia de amebiasis. Su mandíbula cayó cuando el oficial se acercó lo bastante como para poderlo tocar, y se detuvo frente a Tembo.

- Especialista en fusibles de sexta clase Tembo, tengo buenas noticias para usted. En dos semanas se termina su período de siete años de alistamiento y, dado su excelente comportamiento, el capitán Zekial ha autorizado que le doblemos la paga de despedida, un licenciamiento honorable con banda de música, y el transporte gratuito de regreso a la Tierra.

Tembo, relajado y firme, miró hacia abajo, al diminuto teniente del bigotito rubio que se encontraba frente a él.

- Eso será imposible, señor.

- ¡Imposible! - chirrió el teniente, balanceándose sobre sus botas de tacón alto -. ¡¿Quién es usted para decirme a mí lo que es imposible...?!

- No soy yo, señor - le respondió Tembo con la mayor calma -. La regla 13-9A, párrafo 45, página 8923, volumen 43, de las Reglas, Regulaciones y Artículos de Guerra. Ningún soldado u oficial será licenciado, a menos que lo sea con deshonor, comportando sentencia de muerte, de una nave, puesto, base, campo, buque, avanzadilla o campo de trabajo, en tiempo de emergencia...

- ¿Es usted un leguleyo, Tembo?

- No, señor. Soy un leal soldado, señor. Tan solo quiero cumplir con mi deber, señor.

- Hay algo muy raro en usted, Tembo. Vi en su ficha que se alistó voluntariamente, sin necesidad de que usaran drogas y/o hipnotismo. Ahora, rehúsa ser licenciado. Eso es malo, Tembo, muy malo. Le da a usted un mal nombre. Le hace aparecer como sospechoso. Le hace aparecer como espía o algo similar.

- Soy un leal soldado del Emperador, señor, y no un espía.

- No es ningún espía, Tembo, ya hemos estudiado eso concienzudamente. Pero ¿por qué está en el ejército, Tembo?

- Para ser un leal soldado del Emperador, señor, y para hacer todo lo que pueda en la difusión de la fe. ¿Está usted salvado, señor?

- ¡Vigile su lengua, soldado, o se meterá en líos! Sí, conocemos esta historia, reverendo. Pero no nos la creemos. Es usted muy astuto, pero ya lo averiguaremos... - se marchó, murmurando para sí mismo, y todos se pusieron firmes hasta que hubo desaparecido. Los otros soldados miraron a Tembo en forma extraña, y no se sintieron confortables hasta que también se hubo ido. Bill y Ansioso regresaron lentamente a su camarote.

- ¡Se negó a aceptar que lo licenciaran...! - murmuró asombrado Bill.

- Je, je - dijo Ansioso -. Tal vez esté loco. No se me ocurre otra explicación.

- Nadie puede estar tan loco - y luego -: Me pregunto que habrá aquí dentro - señalando una puerta con un gran cartel que decía PROHIBIDA LA ENTRADA AL PERSONAL NO AUTORIZADO.

- Je, je... No sé... ¿No será comida?

Se introdujeron inmediatamente y cerraron la puerta tras ellos. Pero no había comida allí. En lugar de ello, se hallaron en una amplia cámara con una pared curvada, mientras que, pegados a esta pared, se veían complicados aparatos con medidores, esferas, controles, palancas, conmutadores, una pantalla visora y un tubo de escape. Bill se inclinó y leyó la placa del aparato más cercano:

- Cañón atómico tipo IV. ¡Y fíjate que tamaño tienen! Esta debe ser la batería principal de la nave. - Se dio la vuelta y vio que Ansioso estaba con el brazo levantado, de forma que su reloj de muñeca apuntaba a los cañones, y estaba apretando la corona con el dedo índice de la otra mano.

- ¿Qué es lo que estás haciendo? - le preguntó Bill.

- Je, je... miraba qué hora era.

- ¿Cómo puedes saber qué hora es si tienes la correa hacia la vista y el reloj en el otro lado?

Se oyeron pisadas a lo lejos en la larga sala de cañones, y recordaron el letrero de la puerta. En un instante la habían atravesado de nuevo, y Bill la cerró silenciosamente. Cuando se giró, Ansioso Beager había desaparecido, así que tuvo que regresar solo al camarote. Ansioso había regresado antes y estaba atareado limpiando las botas de sus compañeros, y no levantó la vista cuando entró Bill.

Pero, ¿qué era lo que había estado haciendo con su reloj?

 

CUATRO

 

Esta pregunta estuvo molestando a Bill durante todo el tiempo de los días de su entrenamiento, en los que dolorosamente aprendían su tarea como especialistas en fusibles. Era un trabajo agotador y técnico que necesitaba de toda su atención, pero en los momentos libres Bill se preocupaba. Se preocupaba cuando hacían cola para el rancho, y se preocupaba durante los pocos momentos, cada noche, entre el instante en el que se apagaban las luces y el pesado descender del sueño sobre su fatigado cuerpo. Se preocupaba a cada momento que tenía, y perdía peso.

Perdía peso no porque se estuviera preocupando, sino por la misma razón por la que todos estaban perdiendo peso: la comida de la nave. Estaba estudiada para mantener la vida, y esto lo hacía. Pero nunca se había dicho qué tipo de vida iba a ser. Era una vida aburrida, hambrienta, de adelgazamiento. Y, sin embargo, Bill no se preocupaba por esto. Tenía un problema mayor y necesitaba ayuda. Tras el entrenamiento del domingo, a finales de su segunda semana, se quedó para hablar con el primera clase Bilis en vez de unirse a los demás en su trastabillante carrera hacia el comedor.

- Tengo un problema, señor...

- No eres el único, pero una sola inyección te lo curará, y nadie puede decir que es un hombre hasta que no lo ha pasado.

- No es ese tipo de problema. Me gustaría... ver... al capellán...

Bilis se quedó pálido y se derrumbó contra la pared.

- Ahora ya lo he oído todo - dijo débilmente -. Vete a comer y, si tú no lo cuentas, yo tampoco diré nada.

- Lamento esto, primera clase Bilis - dijo Bill enrojeciendo -, pero no puedo evitarlo. No es culpa mía el tener que verlo. Le podría haber pasado a cualquiera... - su voz murió, y se quedó mirando a sus pies, mientras frotaba una bota contra la otra. El silencio prosiguió hasta que finalmente habló Bilis, pero toda la camaradería había desaparecido de su voz.

- De acuerdo, soldado... Si es así como lo quiere. Pero espero que el resto de los muchachos no se enteren. No vaya a rancho y hágalo ahora: aquí tiene un pase - garabateó algo en un trozo de papel, y luego lo tiró con repugnancia al suelo, dándose la vuelta y marchándose mientras Bill se inclinaba humildemente para recogerlo.

Bill pasó a lo largo de compuertas de salto, de corredores, a lo largo de pasarelas, y subió escaleras. En el directorio de la nave, el capellán estaba marcado con el compartimiento 362-B de la cubierta 89, y finalmente Bill la encontró: una puerta metálica vulgar, ribeteada. Alzó la mano para golpear, mientras el sudor manaba en grandes gotas de su rostro y su garganta estaba seca. Sus nudillos sonaron huecos en el panel, y tras un período interminable se oyó una voz apagada del otro lado:

- Vale, vale... Tira adentro... Está abierto.

Bill entró, y se puso firme de un salto cuando vio al oficial que se hallaba tras el solitario escritorio que casi llenaba la pequeña habitación. El oficial, un cuarto teniente, aunque era joven, estaba quedándose rápidamente calvo. Se veían ojeras bajo sus ojos, y necesitaba afeitarse. Su corbata estaba mal anudada y muy arrugada. Continuó rebuscando entre los montones de papeles que llenaban el escritorio, tomándolos, cambiándolos de montón, apuntando cosas en algunos y echando otros a una atiborrada cubeta. Cuando movió uno de los montones, Bill vio un rótulo sobre la mesa que decía OFICIAL DE LAVANDERÍA.

- Excúseme, señor - dijo -, pero me he equivocado de oficina. Estoy buscando al capellán.

- Esta es la oficina del capellán, pero no entra de guardia hasta las 1300 horas, que es, como cualquiera puede saber, aún tan estúpido como parece ser usted, dentro de quince minutos.

- Gracias, señor. Volveré... - Bill se deslizó hacia la puerta.

- Se quedará y trabajará - el oficial alzó unos ojos sanguinolentos y cloqueó malévolamente -. Lo he cogido. Puede separar los informes sobre los pañuelos. He perdido seiscientos y tal vez estén por ahí. ¿Se cree que es fácil ser un oficial de lavandería? - lloriqueo autocompasivamente, y empujó un tambaleante montón de papeles hacia Bill, que comenzó a separarlos. Mucho antes de que hubiera terminado, resonó un zumbador que indicaba el cambio de guardia.

- ¡Lo sabía! - sollozó desesperado el oficial -. Este trabajo no se acaba nunca, se hace peor y peor. ¡Y usted se cree que tiene problemas! - Extendió una temblorosa mano y dio la vuelta al rótulo de la mesa. Por el otro lado decía CAPELLÁN. Entonces agarró la corbata y dio un tirón de ella, llevándola sobre su hombro derecho. La corbata estaba unida al cuello, y el cuello estaba colocado sobre rodamientos a bolas que corrían suavemente por un carril fijado a su camisa. Se oyó un suave chirrido mientras el cuello giraba, y entonces la corbata colgó fuera de la vista a su espalda y su cuello estaba ahora al revés, viéndose blanco y liso y frío al frente.

El capellán juntó sus dedos frente a él, bajó la vista y sonrió dulcemente.

- ¿Cómo puedo ayudarte, hijo?

- Pensé que usted era el oficial de lavandería - dijo Bill pasmado.

- Lo soy, hijo mío, pero esa es tan solo una de las cargas que caen sobre estos hombros. Hay muy poca necesidad de un capellán en estos tiempos perturbados, pero mucha de un oficial de lavandería. Hago lo que puedo por ser útil - inclinó humildemente la cabeza.

- Pero... ¿qué es lo que es usted? ¿Un capellán que pasa parte de su tiempo como oficial de lavandería o un oficial de lavandería que a ratos es capellán?

- Eso es un misterio, hijo mío. Hay algunas cosas que es mejor no conocer. Pero te veo turbado. ¿Puedo preguntarte si sigues la fe?

- ¿Qué fe?

- ¡Eso es lo que yo te pregunto a ti! - saltó el capellán, y por un momento se transformó en el oficial de lavandería -. ¿Cómo puedo ayudarte si no sé de qué religión eres?

- Zoroastriano Fundamentalista.

El capellán tomó una hoja plastificada de un cajón y pasó el dedo sobre ella.

- Z... z... zen... zodomita... zoroastriano fundamentalista reformado. ¿Es esto?

- Sí señor.

- Bien, no tendremos problemas con esto - dijo -. 21 52 25... - marcó rápidamente el número en un disco colocado en su escritorio y luego, con un gesto grandioso y un brillo evangélico en la mirada, barrió todos los papeles al suelo. Una maquinaria oculta zumbó por un momento, una parte del tablero del escritorio se hundió, y reapareció un momento más tarde portando una caja de plástico negro decorada con toros dorados, rampantes -. Excúsame un momento - dijo el capellán, abriendo la caja.

Primero desenrolló un largo trozo de tela blanca en la que estaban bordados los mismos tonos dorados, colocándosela al cuello, luego puso un grueso libro forrado en piel al lado de la caja, y más tarde dispuso sobre esta dos toros metálicos con los lomos ahuecados. En uno de ellos vertió agua destilada de un botellón de plástico, y en el otro aceite aromático, que encendió. Bill contempló aquel ritual familiar con creciente felicidad.

- Es realmente afortunado - dijo Bill - que también usted sea zoroastriano. Me hace más fácil el hablar con usted.

- No hay nada de afortunado en ello, hijo mío, tan solo una planificación inteligente - el capellán lanzó haoma en polvo sobre la llama, y la nariz de Bill se estremeció cuando el incienso drogado llenó con su olor la habitación -. Por la gracia de Ahura Mazdah soy un sacerdote ungido de zoroastro. Por el deseo de Alá un fiel mohecín del Islam, gracias a la intervención de Yavhé un rabí circunciso, etc., etc. - su benigno rostro se transformó con una mueca salvaje -. Y también, dado que hay déficit de oficiales, soy el maldito oficial de lavandería - su rostro se aclaró de nuevo -. Pero ahora tienes que contarme tu problema...

- Bien, no es fácil. Tal vez sea una estúpida sospecha por mi parte, pero me preocupa uno de mis compañeros. Hay algo extraño en él. No estoy seguro de saberme explicar...

- Ten confianza, hijo mío, y revélame tus más profundos sentimientos sin temor. Lo que oiga jamás saldrá de esta habitación, pues he jurado guardar el secreto en sagrada promesa de mi vocación. Descarga tu conciencia.

- Muy amable por su parte. Realmente, ya me siento mejor. Verá, este amigo mío siempre ha sido bastante raro: nos limpia las botas a todos, y se presenta voluntario para encargarse de las letrinas, y no le gustan las chicas.

El capellán asintió beatíficamente y se abanicó algo del incienso hacia su nariz.

- No veo nada en eso que deba preocuparse, parece ser un chico decente. ¿Pues no está escrito en el Vendidad que debemos ayudar a nuestros semejantes y tratar de compartir sus penas y no seguir a las prostitutas por las calles?

Bill hizo una mueca.

- Todo esto está muy bien para la escuela parroquias, pero no es la forma en que comportarse en el ejército. De cualquier forma, pensábamos que estaba loco y quizá fuera así... pero eso no es todo. Estuve con él en la cubierta de los cañones, y apuntó su reloj a estos y apretó la coronilla y escuché un click. Podría ser una cámara... Creo... ¡creo que es un espía chinger! - Bill se recostó en la silla respirando fuertemente y sudando. Había dicho las palabras fatales.

El capellán continuó cabeceando, sonriente, medio inconsciente por los vapores del haoma. Finalmente, surgió de su ensueño, se sonó, y abrió el grueso ejemplar del Avesta. Canturreó en persa antiguo un rato, lo cual pareció animarlo, y lo cerró de un golpe.

- ¡No levantarás falsos testimonios! - retumbó, clavando a Bill con una penetrante mirada y un índice acusador.

- No me comprende - sollozó Bill, agitándose en la silla -. Ha hecho todas esas cosas, lo vi usar el reloj. ¿Cómo puede llamar a esto ayuda espiritual?

- Tan solo fue un toque de atención, muchacho, un toque de la antigua religión para renovar tu sentido de culpa y volver a hacerte pensar en ir de nuevo regularmente a los servicios. ¡No has estado asistiendo a ellos!

- ¿Qué otra cosa podía hacer? Se nos prohíbe ir a la capilla durante el entrenamiento de reclutas.

- Las circunstancias no sirven de excusa, pero esta vez serás perdonado porque Ahura Mazdah es todo misericordioso.

- ¿Pero qué hay de mi compañero, el espía?

- Debes olvidarte de tus sospechas, no son dignas de un seguidor de Zoroastro. Este muchacho no debe sufrir por culpa de su natural inclinación a ser amistoso, a ayudar a sus camaradas, a mantenerse puro, a poseer un reloj defectuoso que hace click. Y además, si no te importa que introduzca un razonamiento lógico, ¿cómo podría ser un espía? Para ser un espía tendría que ser un chinger, y los chinger tienen dos metros diez de alto y cola. ¿Lo entiendes?

- Sí, sí - murmuró desolado Bill -. Ya pude imaginar esto por mí mismo... pero sigue sin explicarse todo...

- Me satisface a mí, y debe satisfacerte a ti. Creo que Arimán te ha poseído para hacerte pensar mal de tu camarada, y mejor será que hagas algo de penitencia y te unas a mí en una rápida oración antes de que el oficial de lavandería vuelva a estar de servicio.

Este ritual fue terminado rápidamente, y Bill ayudó a meter de nuevo las cosas en la caja, y la contempló desvanecerse en el interior del escritorio. Se despidió, y dio la vuelta para irse.

- Tan solo un momento, hijo - dijo el capellán con su más cálida sonrisa, extendiendo al mismo tiempo el brazo sobre su hombro para agarrar la corbata. Tiró de ella y el cuello giró, y mientras lo hacía la expresión beatifica desapareció de su rostro para ser reemplazada por un gruñido.

- ¿Dónde infiernos creía que se iba a ir, gusano? Vuelva a poner el culo sobre esta silla.

- Pe... pero... - tartamudeó Bill -, me dijo que podía irme.

- Eso es lo que dijo el capellán, y como oficial de lavandería no tengo nada que ver con él. Ahora, rápido: ¿cuál es el nombre de ese espía chinger que está escondiendo?

- Le hablé de eso bajo juramento...

- Se lo contó al capellán, y ese mantiene su palabra y no me lo ha dicho, pero tuve la suerte de oírlo - apretó un botón rojo en el panel de control -. Los PM ya vienen hacia aquí. Vale más que hable antes de que lleguen, gusano, o haré que lo aten al casco sin traje espacial, y que además no le dejen acercarse a la cantina en un año. ¿El nombre?

- Ansioso Beager - sollozó Bill, mientras afuera se oían pesados pasos y dos cascos rojos lograban introducirse en la pequeña habitación.

- Tengo un espía para vosotros, chicos - anunció el oficial de lavandería triunfalmente; y los PM rechinaron los dientes, aullaron en lo profundo de sus gargantas, y se lanzaron contra Bill. Este se desplomó bajo el asalto de puños y porras, y estaba cubierto de sangre antes de que el oficial de lavandería pudiera apartar a aquellos supermusculosos retardados mentales, aunque no logró evitar que se quedaran mirándolo con los ojos a no más de tres centímetros de él.

- No es este... - jadeó, y le tiró a Bill una toalla para que se secase parte de la sangre -. Este es nuestro informador, el leal y patriota héroe que delató a su compañero, de nombre Ansioso Beager, al que ahora atraparemos y encadenaremos para que pueda ser interrogado. Vamos.

Los PM llevaron a Bill entre ellos, y para cuando estuvieron en los alojamientos de los especialistas en fusibles el aire producido por su rápido paso le había hecho recuperarse un tanto. El oficial de lavandería abrió la puerta tan solo lo bastante como para introducir la cabeza.

- ¡Hola, chavales! - dijo alegremente -. ¿Está aquí Ansioso Beager?

Ansioso levantó la vista de la bota que estaba limpiando, saludando con la mano y sonriendo.

- Ese soy yo... je, je...

- ¡A por él! - explotó el oficial de lavandería, saltando a un lado y señalando acusadoramente. Bill se echó al suelo cuando los PM lo soltaron y entraron atronando en el compartimiento. Para cuando logró volver a ponerse en pie, Beager estaba en el suelo, esposado y encadenado de pies y manos, pero aún sonriendo.

- Je, je... ¿También queréis que os limpie las botas?

- No consentiré insolencias de un sucio espía - raspó el oficial de lavandería, abofeteando la ofensiva sonrisa. O al menos trató de abofetear la ofensiva sonrisa, pero Beager abrió su boca y mordió la mano que lo golpeaba, apretando con tal fuerza que el oficial no pudo apartarla -. ¡Me ha mordido! - aulló el hombre, y trató desesperadamente de liberarse. Ambos PM, cada uno de ellos esposado a un brazo del prisionero, alzaron sus porras y le dieron una soberana paliza.

En aquel momento, la tapa de los sesos de Ansioso Beager saltó.

Si esto hubiera ocurrido en cualquier otro momento, se hubiera considerado el hecho como poco usual, pero, al suceder en aquel instante, fue espectacularmente poco usual, y todos ellos, Bill incluido, se quedaron con la boca abierta cuando un lagarto de quince centímetros de alto saltó del abierto cráneo hasta el suelo, donde hizo una abolladura bastante grande al golpearlo. Tenía cuatro pequeños brazos, una larga cola, una cabeza similar a la de un pequeño cocodrilo, y era de un brillante color verde. Parecía ser exactamente igual a un chinger, solo que tenía menos de un palmo de alto en vez de tener más de dos metros.

- Todos los guarros humanos oléis mal - dijo en una débil imitación de la voz de Ansioso Beager - Los chingers no sudamos. ¡Vivan los chingers! - cargó a través del compartimiento hacia la litera de Beager.

La parálisis prevaleció. Todos los especialistas en fusibles que habían sido testigos de los imposibles acontecimientos se quedaron en pie o sentados tal y como estaban antes, congelados por el asombro y con los ojos salidos como si fueran huevos duros. El oficial de lavandería estaba atrapado por los dientes que le mordían la mano, mientras que los dos PM trasteaban con las esposas que los sujetaban al cuerpo inmóvil. Tan solo Bill podía moverse y, aún atontado por la paliza, se inclinó para atrapar a la pequeña criatura. Unas garras diminutas pero poderosas se cerraron sobre su carne, y se sintió alzado por el aire y lanzado violentamente contra una mampara.

- Je, je... Eso es para ti, soplón - chilló la diminuta voz.

Antes de que nadie más pudiera interferir, el lagartoide corrió hasta el montón de sacos de Beager, abrió el de encima de todos ellos y se sumergió en el interior. Un instante más tarde se oyó un zumbido que creció en volumen, y del saco emergió la aguzada nariz de un brillante proyectil. Fue saliendo hasta que una pequeña espacionave de no más de sesenta centímetros de largo flotó en el compartimiento. Entonces giró sobre su eje vertical, deteniéndose cuando apuntaba al casco. El zumbido aumentó de tono, y la nave salió repentinamente disparada y atravesó el metal de la pared como si no fuera más duro que el cartón mojado. Se oyeron otros sonidos distantes de rotura a medida que atravesaba plancha tras plancha, hasta que con un clang final atravesó el casco exterior de la nave y escapó al espacio. Se oyó un rugido de aire escapando al vacío, y el clamor de las sirenas de alarma.

- Maldita sea... - dijo el oficial de lavandería, luego cerró su asombrada boca y chilló -: ¡Sáquenme esta cosa de la mano... me está mordiendo hasta matarme!

Los dos PM seguían agitándose hacia delante y hacia atrás, espesados a la inmóvil figura del que fue Ansioso Beager. Beager seguía sonriendo alrededor del bocado que daba a la mano del oficial, y no fue hasta que Bill buscó su rifle atómico y metió el cañón en la boca de Beager, haciendo palanca hasta abrir la mandíbula, que el oficial de lavandería logró retirar la mano. Mientras hacía esto, Bill vio que la parte superior de la cabeza de Ansioso se había abierto justamente por encima de las orejas, y estaba sujeta en la parte trasera por una brillante bisagra de bronce. En el interior del bostezante cráneo, en lugar de cerebro y huesos y otras cosas, había una pequeña habitación de control con una diminuta silla, minúsculos mandos, pantallas de televisión, y un refrigerador de agua. Ansioso era tan solo un robot manejado por la pequeña criatura que había huido en la espacionave: una criatura que parecía un chinger, pero que tan solo tenía quince centímetros de alto.

- ¡Hey! - dijo Bill -, Ansioso es tan solo un robot manejado por la pequeña criatura que ha escapado en la espacionave. Parecía un chinger, pero tan solo tenía quince centímetros de alto...

- Quince centímetros o dos metros diez, ¿qué diferencia hay en eso? - gruñó petulante el oficial de lavandería, mientras se anudaba un pañuelo alrededor de su mano herida -. No esperará que les digamos a los reclutas lo pequeños que son en realidad nuestros enemigos, o explicarles que proceden de un planeta de diez g. Tenemos que mantener alta la moral.

 

CINCO

 

Ahora que Ansioso Beager había resultado ser un espía chinger, Bill se sentía muy solitario. Caliente Brown, que casi nunca hablaba, ahora hablaba aún menos, lo cual significaba nunca, así que no había nadie con quien Bill pudiera charlar. Caliente era el único otro especialista en fusibles en el compartimiento que hubiera estado en el pelotón de Bill en el Campo León Trotsky, y todos los demás hombres estaban muy agrupados y acostumbraban a reunirse y murmurar si alguien se les acercaba. Su única diversión era el soldar, y cada vez que no estaban de servicio sacaban los soldadores y soldaban cosas al suelo, y al siguiente descanso las arrancaban de nuevo, lo cual es una forma tan tonta de perder el tiempo como cualquier otra, aunque parecía divertirles. Así que Bill estaba algo fuera de sí y trataba de charlar con Ansioso Beager.

- ¡Mira los problemas en que me has metido! - gimoteaba.

Beager simplemente sonreía, sin conmoverse por la queja.

- Al menos cierra tu cabeza cuando te hablo - gruñó Bill, y se la cerró de un golpe. Pero no servía de nada. Ansioso ya no podía hacer otra cosa que sonreír. Había limpiado su última bota. Ahora estaba allí de pie, realmente era muy pesado y además estaba magnetizado al suelo, y los técnicos en fusibles colgaban sus camisas sucias y sus soldaduras de él. Se quedó allí durante tres guardias antes de que alguien pensase que había que hacer algo acerca de él, y finalmente llegó un pelotón de PM con palancas, lo inclinó, colocándolo sobre una carretilla, y se lo llevó.

- Hasta la vista - le despidió Bill, agitando su pañuelo.

Luego volvió a limpiarse las botas. Era un buen compañero, aunque fuera un espía chinger.

Caliente no le respondió, y los soldadores no hablaban con él, y pasaba la mayor parte de su tiempo evitando al reverendo Tembo. La gran dama de la flota, Fanny Girl, estaba aún en órbita mientras se le instalaban los motores. Había muy poco que hacer puesto que, a pesar de lo que dijera el primera clase Bilis, todos ellos habían aprendido las tareas del cuidado de los fusibles en algo menos del año previsto, en realidad les llevó algo así como quizá quince minutos. En su tiempo libre, Bill correteaba por la nave, yendo tan lejos como le permitían los PM que guardaban las compuertas, y hasta llegó a pensar en volver a ver al capellán para tener a alguien con quien charlar. Pero, si calculaba mal la hora, se encontraría de nuevo con el oficial de lavandería, y esto era más de lo que podía soportar. Así que caminó a través de la nave, muy solitario, y miró por la puerta de un compartimiento y vio una bota sobre una cama.

Bill se detuvo, helado, inmóvil, anonadado, rígido, horrorizado, desmayado, y tuvo que luchar para controlar su vejiga súbitamente contraída.

Conocía aquella bota. Nunca olvidaría aquella bota hasta el día en que muriese, tal y como nunca podría olvidar su número de serie, pudiéndole decir del derecho, del revés o desde el centro. Cada detalle de aquella terrible bota aparecía claro en su memoria, desde los cordones similares a serpientes en la repulsiva piel de la parte superior, que se decía era piel humana, hasta las rugosas suelas de patear manchadas con algo rojo que tan solo podía ser sangre humana. Aquella bota pertenecía a Deseomortal Drang.

La bota estaba unida a una pierna y, paralizado por el terror, tan incapaz de controlarse como un pájaro frente a una serpiente, se halló inclinándose más y más hacia el interior del compartimiento, mientras sus ojos recorrían la pierna hasta llegar al cinturón, a la camisa, al cuello, sobre el que se hallaba un rostro que había tenido un papel estelar en todas sus pesadillas desde que se había alistado. Los labios se movieron...

- ¿Eres tú, Bill? Entra y siéntate.

Bill entró tambaleándose.

- Toma un caramelo - le dijo Deseomortal, y sonrió.

Los reflejos empujaron a los dedos de Bill hasta la caja ofrecida, e hicieron que sus mandíbulas comenzaran a masticar la primera comida sólida que había atravesado sus labios desde hacía semanas. La saliva surgió de los polvorientos orificios, y su estómago inició un rugido preliminar, mientras sus pensamientos giraban locamente en círculos mientras trataba de imaginarse cual era la expresión del rostro de Deseomortal. Los labios curvados en las comisuras, más allá de los colmillos, y arruguitas en las mejillas. No había forma. No podía reconocerla.

- He oído que Ansioso Beager resultó ser un espía chinger - dijo Deseomortal, cerrando la caja de caramelos y metiéndola bajo su almohada -. Debía de haberme dado cuenta de eso antes. Sabía que había algo muy raro en él, limpiando las botas de sus compañeros y todas esas tonterías. Pero pensé que se trataba simplemente de un loco. Debía de habérmelo imaginado...

- Deseomortal - dijo roncamente Bill -; no puede ser, lo sé... ¡Pero se está comportando usted como un ser humano!

Deseomortal se rió, no con su risa de un cuchillo desgarrando huesos humanos sino con una casi normal.

Bill tartamudeó:

- Pero si usted es un sádico, un pervertido, una bestia, un monstruo, una cosa, un asesino...

- Vaya, gracias, Bill. Eres muy amable. Trato de cumplir con mi trabajo lo mejor que sé. Pero soy lo bastante humano como para agradecer unas palabras de alabanza de vez en cuando. El ser un asesino es difícil de proyectar, pero me alegra que lograse daros esa impresión, hasta a unos reclutas tan estúpidos como érais vosotros.

- Pe... pero... ¿no es usted realmente un...?

- ¡Ojo ahora! - cortó Deseomortal, y había en estas palabras lo bastante del antiguo veneno y ruindad como para hacer bajar en seis grados la temperatura del cuerpo de Bill. Entonces Deseomortal sonrió de nuevo -. No puedo echarte la culpa, hijo, porque te comportes de esa manera, ya que eres bastante estúpido y de un planeta atrasado, y por haber sido retardada tu educación por los soldados y todo eso. ¡Pero despierta, chico! La educación militar es algo demasiado importante como para arriesgarse a que unos aficionados intervengan en ella. Si hubieras leído algunas de las cosas que ponen nuestros libros de estudio, tu sangre se congelaría. ¿Te das cuenta de que en los tiempos prehistóricos los sargentos, o como quiera que se les llamase, eran verdaderos sádicos? Las fuerzas armadas dejaban que esa gente, que realmente no sabían nada, destruyeran a los reclutas. Dejaban que estos aprendiesen a odiar al ejército antes de aprender a temerlo, lo cual destruye la disciplina. ¡Y no hablemos de cómo se malgastaban! Siempre estaban haciendo que la gente caminase hasta morir por accidente, o ahogaban a un pelotón, o tonterías así. Tan solo esas pérdidas le harían llorar a uno.

- ¿Me permite preguntarle de qué se graduó en la universidad? - preguntó Bill en una voz débil y humilde.

- Disciplina Militar, Rotura de la Moral e Interpretación de Personajes. Un curso duro, de cuatro años, pero me gradué con una Sigma Cum, lo que no está mal para un chico que venía de una familia de trabajadores. He hecho una carrera del ejército, y es por esto por lo que no puedo comprender el porqué esos bastardos desagradecidos me han metido en esta podrida lata - alzó sus gafas de montura de oro para enjuagar una lágrima que se formaba.

- ¿Espera gratitud del ejército? - preguntó humildemente Bill.

- No, claro que no, qué tonto he sido. Gracias por traerme de nuevo a la realidad, Bill; llegarás a ser un buen soldado. Pero lo que espero es una indiferencia criminal de la que pueda tomar ventajas a través de los métodos bien probados: soborno, redacción de órdenes falsas, mercado negro y demás cosas usuales. Es simplemente que había estado realizando un buen trabajo con vosotros, los desgraciados del Campo León Trotsky, y lo menos que esperaba era que me mantuviesen en ello, lo cual fue bastante estúpido por mi parte. Lo mejor será que comience a preocuparme de mi traslado ahora mismo - se puso en pie, y guardó los caramelos y las gafas de montura de oro en una taquilla con llave.

Bill, que en los momentos de asombro no lograba ajustarse instantáneamente, estaba aún agitando la cabeza y golpeándola de vez en cuando con la palma de la mano.

- Tuvo suerte - dijo - al haber nacido así, eso le ayuda en su carrera... Me refiero al hecho de que tenga unos colmillos tan bonitos.

- Nada de suerte - dijo Deseomortal, haciendo sonar uno de sus largos colmillos -. Tremendamente caro. ¿Sabes lo que cuestan un par de colmillos mutantes, hechos crecer en una probeta, e injertados quirúrgicamente? ¡Es imposible que lo sepas! Trabajé durante las vacaciones de verano de tres años para ganar lo bastante como para comprarme estos; pero te aseguro que valía la pena. La imagen es lo más importante. Estudié las viejas grabaciones de los destructores de moral prehistóricos, y a su manera, cruda, eran buenos. Naturalmente, eran seleccionados por su tipo físico y su bajo índice de inteligencia, pero sabían ponerse en su papel. Tenían cabezas en forma de bala, se afeitaban completamente el cráneo y mostraban sus cicatrices, tenían mandíbulas gruesas, modales repulsivos, todo. Me imaginé que una pequeña inversión al principio pagaría buenos dividendos al final. Y créeme que fue un sacrificio, no verás muchos colmillos injertados por ahí. Por un montón de razones. Oh, tal vez sean buenos para comer carne dura, pero ¿para qué otra cosa sirven? Espera hasta que beses a tu primera chica... Ahora piérdete, Bill. Tengo cosas que hacer. Ya nos veremos...

Sus últimas palabras se perdieron en la distancia, ya que los bien condicionados reflejos de Bill lo habían llevado a lo largo del corredor en el mismo instante en que había sido despedido. Cuando el terror espontáneo desapareció, comenzó a caminar con cuidadosos pasos, como un pato que tuviera una articulación rota, pensando que así se le vería como un espacionauta veterano. Estaba comenzando a sentirse como un viejo soldado, y momentáneamente se hallaba bajo la falsa creencia de que sabía más acerca del ejército de lo que este sabía de él. Esta falsa concepción tan patética fue instantáneamente disipada por los altavoces del techo, que eructaron y luego lanzaron sus voces nasales a través de la nave:

- Atención, órdenes directas del mismo Viejo, el capitán Zekial, que tanto habéis estado esperando oír. Vamos a entrar en acción, así que tendremos que arreglarlo todo a proa y a popa, amarrando todo el equipo suelto.

Un bajo gruñido de dolor, que surgía de los corazones, resonó en cada compartimiento de la inmensa nave.

 

SEIS

 

Se oía hablar mucho a radio macuto, y los rumores de las letrinas proliferaban, acerca del primer vuelo de la Fanny Girl. Pero nada de todo ello era cierto. Los rumores eran iniciados por PM infiltrados, y por lo tanto no tenían valor alguno. Casi la única cosa de que podían estar seguros era de que quizá fueran a algún lugar, porque parecían estarse preparando para ir a algún lugar. Hasta Tembo admitió esto mientras ataban los fusiles en el almacén.

- Aunque quizá - añadió - estemos haciendo todo esto para engañar a posibles espías y hacerles creer que vamos a algún lugar cuando en realidad son otras naves las que van allí.

- ¿Dónde? - preguntó irritablemente Bill, atando su índice en un nudo y dejando parte de la uña cuando logró sacarlo.

- Bueno, a cualquier parte. Eso no importa. - A Tembo no le preocupaba ninguna cosa que no hiciera referencia a su fe -. Pero yo sé a dónde vas a ir tú, Bill.

- ¿A dónde? - preguntó ansiosamente, ya que era un perenne creyente en toda clase de rumores.

- Directamente al infierno, a menos que seas salvado.

- No empieces de nuevo... - rogó Bill.

- Mira - le dijo tentadoramente Tembo, y proyectó una celestial escena con puertas de oro, nubes y el suave latir de un tam-tam como música de fondo.

- ¡Apaga esas tonterías del cielo! - chilló el primera clase Bilis, y la escena se desvaneció.

Algo tiró ligeramente del estómago de Bill, pero él lo ignoró, creyendo que se trataba simplemente de otro de los síntomas continuamente sentidos por sus aterrorizadas tripas que, a pesar de que se estaban atrofiando hasta la muerte, aún no se daban cuenta de que su maravillosa maquinaria triturante y disolvente había sido condenada a una dieta líquida. Pero Tembo dejó de trabajar e inclinó la cabeza hacia un lado, y luego se golpeó experimentalmente el estómago.

- Nos estamos moviendo - dijo, afirmativo -. Y además vamos a las estrellas. Han conectado los motores interestelares.

- ¿Te refieres a que estamos atravesando el subespacio, y que pronto experimentaremos el terrible tirón en cada fibra de nuestro cuerpo?

- No, ya no usan los antiguos motores subespaciales porque, aunque un montón de naves entraban en el subespacio con un tirón que descoyuntaba todas las fibras, ninguna de ellas logró salir jamás. Leí en la Gaceta del Soldado que un matemático había dicho que se había producido un ligero error en las ecuaciones, y que el tiempo era distinto en el subespacio, pero que era diferente en más rápido en vez de diferente en más lento, así que tal vez pase toda la eternidad antes de que esas naves salgan.

- Entonces, ¿vamos al hiperespacio?

- Nada de eso.

- ¿O estamos siendo disueltos en nuestros átomos componentes y grabados en la memoria de un gigantesco computador que piensa que estamos en otra parte y así resulta que estamos allí?

- ¡Caramba! - dijo Tembo, mientras sus cejas subían hasta su cabello -. Para ser un muchacho campesino zoroastriano tienes ideas bastante raras. ¿Has estado fumando o bebiendo algo que no me hayas contado?

- ¡Dímelo! - rogó Bill -. Si no es nada de eso... ¿qué es? Tenemos que cruzar el espacio interestelar para luchar con los chingers... ¿Cómo vamos a hacerlo?

- Es así - Tembo miró a su alrededor para asegurarse de que el primera clase Bilis no se hallaba por allí, y luego juntó las manos ahuecadas, formando una esfera -. Imagínate que mis manos son la nave, flotando en el espacio. Entonces se conecta el Dispositivo Hinchador...

- ¿El qué?

- El Dispositivo Hinchador, que se llama así porque hincha las cosas. ¿Sabes?, todo está hecho a base de cosas pequeñitas llamadas electrones, protones, neutrones, trontones y cosas así, que en alguna manera están unidas por una especie de energía ligadora. Pero, si uno debilita la energía que mantiene a las cosas juntas (me olvidaba decirte que además esas cositas están girando todo el rato como si estuvieran locas, aunque quizá ya lo supieras...) bueno, se debilita la energía y, como están corriendo tan deprisa, las cositas comienzan a separarse unas de otras, y cuanto más débil es la energía más lejos se separan. ¿Me sigues?

- Creo que sí, aunque no estoy seguro de que me guste lo que cuentas.

- Tranquilo. Ahora... ¿ves mis manos? A medida que la energía se debilita, la nave se hace más grande - separó las manos -, se hace más grande, hasta que lo es tanto como un planeta, luego como un sol, y por fin como todo un sistema estelar. El Dispositivo Hinchador nos puede hacer tan grandes como queramos. Entonces se invierte el proceso, nos encogemos hasta nuestro tamaño real, y allí estamos.

- ¿Dónde estamos?

- Donde queramos estar - respondió pacientemente Tembo.

Bill se giró y dio industriosamente abrillantador a un fusible, mientras el primera clase Bilis pasaba, con un brillo de sospecha en sus ojos. Tan pronto como hubo girado una esquina, Bill se inclinó y le silbó a Tembo:

- ¿Cómo podemos estar en otra parte distinta a donde nos encontrábamos al empezar? El hacerse mayores y luego más pequeños no lleva a nadie a ningún sitio.

- Bueno, son bastante astutos con eso del Dispositivo Hinchador. La forma de operar que me han contado es similar a cuando uno toma una goma elástica cogiéndola de un extremo con cada mano. Uno no mueve la mano izquierda, pero estira la goma tan lejos como puede con la derecha. Cuando uno deja que la goma vuelva a su tamaño normal, mantiene la mano derecha quieta y suelta la izquierda. ¿Te das cuenta? No has movido la goma, sino que la has estirado y la has dejado ir, pero se ha movido. Como nuestra nave está haciendo ahora. Se está haciendo mayor, pero en una dirección. Cuando la proa alcance el lugar a donde estamos yendo, la popa estará donde estábamos. Entonces encogemos y, ¡bang!, allí estamos. Y tú podrías llegar al cielo con la misma facilidad, hijo mío, si tan solo...

- ¡Predicando en horas de servicio, Tembo! - aulló el primera clase Bilis desde el otro lado de la plataforma de fusibles, sobre la que estaba mirándolos con un espejo atado al extremo de un palo -. Te tendré puliendo bornes de fusible durante un año. Ya se te ha advertido antes.

Ataron y pulieron en silencio después de esto, hasta que el pequeño planeta tan grande como una pelota de tenis atravesó la pared. Un perfecto planetita con diminutas zonas polares, frentes helados, cubierto de nubes, con océanos y todo eso.

- ¿Qué es eso? - exclamó Bill.

- Mala navegación - gruñó Tembo -. Un poco de retroceso. La nave está yendo algo hacia atrás en lugar de ir solo en la otra dirección. ¡No, no, no lo toques, a veces puede causar accidentes! Es el planeta que acabamos de dejar, Phigerinadon Il.

- Mi hogar - sollozó Bill, notando como las lágrimas le corrían mientras el planeta se empequeñecía hasta tener el tamaño de una canica -. Adiós, mamá - saludó con la mano mientras la canica disminuía hasta ser una mota y luego se desvanecía.

Después de eso el viaje pasó sin más acontecimientos, particularmente ya que no podían notar cuando se estaban moviendo, no sabían cuando se detenían, y no tenían ni idea de donde estaban. Aunque estuvieron seguros de que habían llegado a algún lugar cuando se les ordenó retirar los atalajes de los fusibles. La tranquilidad duró tres guardias, y entonces sonó generala. Bill corrió con los demás, contento por primera vez desde que se había alistado. Todos los sacrificios, los duros momentos pasados, no serían en vano. Al fin iba a entrar en acción contra los sucios chingers.

Se colocaron en Primer Tiempo frente a las bancadas de fusibles, con los ojos clavados en las rojas banda de los fusibles, que se llamaban bandas de fusible. A través de las suelas de sus botas, Bill podía notar un débil y lejano temblor en la cubierta.

- ¿Qué es eso? - le preguntó a Tembo por la comisura de los labios.

- Los motores, no el Dispositivo Hinchador. Motores atómicos. Significa que debemos estar maniobrando, haciendo algo.

- ¿Pero qué?

- ¡Vigilen las bandas de fusibles! - aulló el primera clase Bilis.

Bill estaba comenzando a sudar, y repentinamente se dio cuenta de que el calor estaba aumentando en forma molesta.

Tembo, sin apartar la vista de los fusibles, se desnudó, plegando cuidadosamente la ropa tras de sí.

- ¿Podemos hacer eso? - preguntó Bill, desabrochándose el cuello -. ¿Qué es lo que pasa?

- Va contra las normas, pero uno tiene que desnudarse o cocerse. Desnúdate, hijo, o morirás sin haberte salvado. Debemos de estar a punto de entrar en acción, ya que han puesto los escudos. Diecisiete escudos de fuerza, un escudo electromagnético, un casco blindado doble y una delgada capa de gelatina pseudoviviente que fluye y cierra cualquier abertura. Con todo eso no hay la más mínima pérdida de energía desde la nave, ni forma alguna en que librarse de ella. Ni del calor. Con los motores en marcha y todo el mundo sudando, el calor puede llegar a ser bastante fuerte. Sobre todo cuando disparen los cañones.

La temperatura siguió alta, justo en la frontera de lo tolerable durante horas, mientras contemplaban las bandas de fusibles. En un momento, se oyó un débil sonido metálico que Bill notó más que oyó a través de sus pies desnudos sobre el caliente metal.

- ¿Y qué fue eso?

- Disparo de torpedos.

- ¿Contra qué?

Tembo se alzó simplemente de hombros como toda respuesta, y no apartó su vigilante mirada de las bandas de los fusibles. Bill se agitó en una mezcla de frustración, aburrimiento, agotamiento por el calor y fatiga durante otra hora, hasta que sonó el fin de la alarma y un hálito de aire fresco llegó por los ventiladores. Para cuando se hubo revestido de nuevo en su uniforme, Tembo había desaparecido, y él se arrastró cansinamente hasta su camarote. En el tablero de anuncios del corredor había un nuevo anuncio multicopiado, y se inclinó para leer su mensaje.

DE: Capitán Zekial

A: Todo el personal

ASUNTO: Reciente encuentro

El 23-11-8956 esta nave ha participado en la destrucción mediante torpedos atómicos de la instalación enemiga 17KL-345, y junto con las otras naves de la flotilla llamada Muleta Roja ha cumplido su misión, por lo que se autoriza consecuentemente a que el personal de esta nave adhiera un Núcleo Atómico al pasador de la Medalla de Unidad de Combate en Servicio Activo, o bien, si esta es su primera misión de este tipo, se les autoriza para usar la Medalla de Servicio Activo.

NOTA: Se ha observado a ciertos miembros del personal con sus Núcleos Atómicos invertidos, y esto está mal, y es un crimen merecedor de consejo de guerra, punible con la muerte.

 

SIETE

 

Tras la heroica destrucción de 17KL-345, pasaron semanas de entrenamientos y pruebas para restaurar a los cansados veteranos del combate a su habitual condición física. Pero en el transcurso de estos deprimentes meses sonó una llamada por los altavoces, una que Bill jamás había oído antes, un sonido metálico como el de barras de acero golpeadas unas contra otras en el interior de un tambor metálico lleno de canicas. No significaba nada para él o para los otros nuevos soldados, pero hizo que Tembo saltase de su litera para iniciar una rápida Danza de la Maldición Mortal con un raudo acompañamiento de tam-tam efectuado sobre la tapa de su taquilla.

- ¿Ya te has vuelto loco? - preguntó apagadamente Bill desde donde estaba despatarrado, leyendo un desvencijado ejemplar de un libro de historietas denominado Asombrosas y realmente repugnantes aventuras sexuales (con efectos sonoros incorporados). Un desgarrador aullido estaba surgiendo de la página que contemplaba.

- ¿No lo conoces? - preguntó Tembo -. ¡No lo conoces! Ese es el toque de correo, muchacho, el más grato de los sonidos escuchados en el espacio.

El resto de la guardia lo pasaron corriendo y esperando, haciendo cola y todo lo demás. La entrega del correo se efectuaba con la máxima ineficiencia posible, pero finalmente, a pesar de todas las barreras, se distribuyó el correo, y Bill recibió una preciosa postal espacial de su madre. En un lado de la postal se veía una fotografía de la refinería Estrépito, S. A., situada justo al lado de su pueblo, y esto solo ya fue bastante como para producirle un nudo en la garganta.

Luego, en el pequeño cuadrado en el que se permitía inscribir el mensaje, los patéticos trazos de su madre habían escrito: «Mala cosecha, adeudados, la robomula tiene las glándulas sobrecargadas, espero que tú estés igual - Cariños, mamá.» No obstante, era un mensaje de casa, y lo leyó y lo volvió a leer mientras hacían cola para la comida. Tembo, delante suyo, también tenía una postal, llena de ángeles e iglesias, que es lo que uno podía esperar, y Bill se quedó anonadado cuando vio que Tembo leía la postal por última vez y luego la sumergía en su jarra de la comida.

- ¿Por qué haces eso? - le preguntó asombrado.

- ¿Para qué otra cosa sirve el correo? - zumbó Tembo, metiendo aún más la postal -. Mira ahora.

Ante la asombrada mirada de Bill, la postal estaba comenzando a hincharse. La superficie blanca se rompió y se desprendió en pequeñas motas, mientras el marrón interior crecía y crecía hasta llenar la jarra y hacerse de un par de centímetros de grueso. Tembo sacó la goteante tablilla y le dio un gran bocado en un extremo.

- Chocolate deshidratado - dijo con la boca llena ¡Bueno! Prueba el tuyo.

Antes de que acabase de hablar, Bill ya había metido su postal en el líquido, y estaba contemplando arrobado como crecía. El mensaje se disolvió, pero en lugar de una masa marrón la suya era blanca.

- Dulce... o quizá pan - dijo, tratando de no babear.

La masa blanca se estaba hinchando, apretándose contra los lados de la jarra, saliendo por la parte superior. Bill tomó el extremo y lo alzó con una mano mientras crecía. Subió y subió hasta que hubo absorbido hasta la última gota de líquido, y Bill tuvo entre sus manos extendidas una hilera de gruesas letras unidas de cerca de dos metros de largo: VOTAD POR HONESTO GEEK EL AMIGO DE LOS SOLDADOS, decían. Bill se inclinó y le dio un tremendo bocado a la T. Se atraganto y escupió los húmedos trozos al suelo.

- Cartón - dijo huecamente -. Madre siempre compra saldos. Hasta cuando se trata de chocolate deshidratado... - buscó en su jarra algo con lo que sacarse el sabor a periódico viejo de la boca, pero estaba vacía.

 

En algún lugar, muy arriba en el escalafón del poder, se tomó una decisión, se resolvió un problema, y se dio una orden. De las pequeñas cosas nacen las grandes: La cagada de un pajarilla cae sobre la ladera cubierta de nieve de una montaña, rueda, recoge nieve, se hace más y más grande, gigante y más gigante, hasta que es una atronadora masa de nieve y hielo, una avalancha, una aterradora masa de muerte rodante que arrasa todo un poblado. De pequeños comienzos... ¿quién sabe qué comienzo tuvo esto? Tal vez los dioses lo sepan, pero se están riendo. Tal vez la altiva y emperingotada esposa de algún Alto Ministro vio una alhaja que deseaba y con astuta y cortante lengua exacerbó al calzonazos de su marido hasta que, para tener algo de paz, le prometió regalársela, y entonces buscó el dinero para comprarla. Tal vez fuera así como llegase a oídos del Emperador la insinuación sobre una nueva campaña en el 77sub7avo sector, tranquilo desde hacía años, pues una victoria allí, o hasta un empate, si es que producía las suficientes muertes, significaría una medalla, una recompensa, algo de dinero. Y así la avaricia de una mujer, como la cagada de un pajarilla, puso en marcha la bola de nieve de la guerra, reuniendo poderosas flotas, nave a nave, como una roca en un estanque que produce ondas hasta que la más apartada de las gotas es alcanzada por su movimiento...

- Vamos a entrar en acción - dijo Tembo mientras olisqueaba su jarra de comida -. Están cargando el rancho con estimulantes, reductores del dolor, salitre y antibióticos.

- ¿Es por eso por lo que están siempre tocando música patriótica? - gritó Bill, para poderse hacer oír entre el constante rugido de los pífanos y tambores que surgía de los altavoces. Tembo asintió.

- Queda poco tiempo para que seas salvado, para que asegures tu lugar en las legiones de Samedi...

- ¿Por qué no hablas con Caliente Brown? - aulló Bill ¡Ya me salen los tam-tams por los oídos! Cada vez que miro a una pared veo ángeles flotando en nubes. ¡Deja de molestarme! Dedícate a Caliente... cualquiera que haga lo que él hace con los thoats probablemente se unirá a tu manada de vudú en un segundo.

- He hablado con Brown acerca de su alma, pero ese tema aún está dudoso. Nunca me contesta, así que no estoy seguro de si me escucha o no. Pero tú eres diferente, hijo mío. Tu demuestras irritación, lo cual indica que sientes dudas. Y la duda es el primer paso hacia la fe...

La música se cortó en medio de un compás, y durante tres segundos hubo un estallido de silencio que terminó abruptamente.

- Atención. Atención todos... Estén atentos... En unos momentos conectaremos con la nave almirante para escuchar un informe del almirante... Atentos todos. - la voz fue cortada por el toque de generala, pero siguió de nuevo cuando hubo terminado el repugnante sonido - ¡...y ahora nos encontramos en el puente de ese gigantesco conquistador de las rutas espaciales, el superacorazado de treinta kilómetros de largo, poderosamente blindado, mayestáticamente armado, denominado La reina de las hadas...! Los hombres de guardia se están haciendo ahora a un lado, y acercándose a mí en un simple uniforme de platino trenzado llega el Gran Almirante de la Flota, el Muy Honorable Lord Arqueóptero. ¡Admirable! ¿Podría dedicarnos un momento, Su Excelencia?

- La siguiente voz que oirán será...

La siguiente voz fue un estallido de música mientras los técnicos en fusibles vigilaban sus bandas de fusible, pero la siguiente voz después de esto tuvo todas las ricas tonalidades adenoidales que siempre se asociaban con los Pares del Imperio.

- Chicos... ¡vamos a entrar en acción! Esta, la más poderosa flota que jamás haya visto la galaxia, se está dirigiendo en línea recta hacia el enemigo para dar el golpe devastador que puede decidir esta guerra. En mi tanque de operaciones situado frente a mí veo una miríada de puntitos de luz, extendiéndose tan lejos como abarca la vista, y cada punto de luz ¡y os digo que son como agujeros en una manta!, no es una nave, ni un escuadrón... ¡sino una flota entera! Estamos barriéndolo todo, acercándonos...

El sonido de un tam-tam llenó el aire, y en la banda del fusible que Bill estaba vigilando aparecieron un par de puertas doradas abriéndose.

- ¡Tembo! - chilló -. ¡¿Quieres apagar eso?! ¡Quiero oír lo de la batalla!

- Memeces grabadas - sorbió Tembo -. Mejor será que gastes los pocos momentos de tu vida que quizá te queden en buscar la salvación. Esto que oyes no es ningún almirante, sino una grabación. Ya la he oído cinco veces antes; y tan solo la ponen para dar moral antes de lo que están seguros que va a ser una batalla con elevadas pérdidas. Esto nunca fue un almirante, sino que lo sacaron de un viejo programa de televisión...

- ¡Yuppiii! - aulló Bill, saltando hacia adelante. El fusible que estaba contemplando se había cuarteado con una brillante descarga en los bornes, y en el mismo instante la banda del fusible se había quemado y pasado del rojo al negro -. ¡Uggg! - gruñó, y luego, ¡Uggg!, ¡Uggg!, ¡Uggg! - en rápida sucesión, quemándose las palmas con el fusible aún caliente, dejándolo caer sobre su pie, y finalmente logrando meterlo por el conducto de fusibles. Cuando se dio la vuelta, Tembo ya había colocado un fusible nuevo en los bornes vacíos.

- Ese era mi fusible... No tenías que haber... - había lágrimas en sus ojos.

- Lo siento. Pero según las reglas tengo que ayudar si estoy libre.

- Bueno, al menos hemos entrado en acción - dijo Bill, de vuelta a su posición, y tratando de darse masajes a su dolido pie.

- No, aún no, aún hace demasiado frío. Eso fue tan solo una avería en los fusibles, uno puede distinguirlo por la descarga en los bornes. Ocurre a veces cuando los fusibles son viejos.

- ...armadas masivas tripuladas por heroicos soldados...

- Podríamos haber estado en combate - bufó Bill.

- ...el atronar de las descargas atómicas y las brillantes estelas de los torpedos al ataque...

- Creo que ya estamos ahora. Parece que hace más calor, ¿no, Bill? Mejor será que nos desnudemos; si realmente hay una batalla, quizá luego no nos sea posible.

- ¡Vamos, vamos, en pelotas! - aulló el primera clase Bilis, saltando como una gacela por entre las hileras de fusibles, vestido tan solo con un par de sucios calcetines y con sus galones y la insignia de su especialidad tatuados. Se oyó un súbito chisporroteo en el aire, y Bill notó como los muñones de su rapado cabello se le ponían de punta.

- ¿Qué es eso? - gimoteó.

- Una descarga secundaria de la bancada de fusibles - señaló Tembo -. Lo que sucede es secreto, pero he oído decir que significa que uno de los escudos defensivos está siendo atacado con radiaciones, y que al irse sobrecargando sube a lo largo del espectro hasta el verde, hasta el azul, hasta el ultravioleta, para pasar finalmente al negro y desmoronarse el escudo.

- Eso suena bastante raro.

- Ya te he dicho que es tan solo un rumor. Todo eso es secreto...

- ¡¡Ya está!!

Un tremendo bang hendió el húmedo aire de la sala de fusibles, y una bancada de estos se arqueó, humeó y se ennegreció. Uno de ellos se partió en dos, desparramando en todas direcciones pequeños fragmentos como metralla. Los especialistas en fusibles saltaron, aferraron los fusibles, deslizaron repuestos con manos sudorosas, apenas si viéndose por entre las nauseabundas humaredas. Los fusibles fueron conectados, y hubo un momento de silencio, interrumpido tan solo por el dolorido sonar de una pantalla de comunicaciones.

- ¡Hijo de padre! - murmuró el primera clase Bilis, dándole una patada a un fusible que se interponía en su camino y zambulléndose hacia la pantalla. Su chaqueta de uniforme colgaba de un gancho junto a esta, y se la colocó antes de darle un puñetazo al botón de encendido. Acabó de abrocharse el último botón justamente cuando se iluminó la pantalla. Bilis saludó, así que debía hallarse frente a un oficial. La pantalla estaba de lado, de modo que Bill no podía asegurarlo, y la voz tenía el tartamudeante gimoteo de los sinbarbilla-y-con-muchos-dientes que estaba comenzando a asociar con la oficialidad.

- Ha tardado en contestar, primera clase Bilis... ¿Quizá el segunda clase Bilis podría contestar más rápido?

- Tenga piedad, señor... Soy un hombre viejo - cayó al suelo de rodillas, en una actitud de súplica que lo hizo desaparecer de la pantalla.

- ¡Póngase en pie, idiota! ¿Han reparado los fusibles después de la última sobrecarga?

- Reemplazamos, señor, no reparamos...

- ¡Nada de tecnicismos, so cerdo! ¡Una respuesta clara!

- Todo está en orden, señor. Operando en el verde. No hay quejas de nadie, su excelencia.

- ¿Por qué no va usted de uniforme?

- Estoy de uniforme, señor - gimoteó Bilis, acercándose más a la pantalla para que no se pudieran ver sus desnudas caderas ni sus temblorosas piernas.

- ¡No me mienta! Hay sudor en su frente. No se le permite sudar de uniforme. ¿Me ve sudar a mí? Y yo además llevo puesta una gorra... en su ángulo correcto. Me olvidaré de ello, por esta vez, porque tengo un corazón de oro. Puede retirarse.

- ¡Sucio cabrón! - maldijo Bilis con toda la fuerza de sus pulmones, arrancándose la chaqueta de su envarado cuerpo. La temperatura sobrepasaba los cincuenta grados, y seguía subiendo -. ¡Sudor! Tienen aire acondicionado en el puente... ¿Y dónde os creéis que va a parar su calor? ¡Aquí! ¡¡ayyyyyyl!

Dos bancadas completas de fusibles estallaron simultáneamente y tres de estos explotaron como bombas. Al mismo tiempo, el suelo se agitó lo bastante bajo sus pies como para notarlo.

- ¡Problemas gordos! - chilló Tembo -. Cualquier cosa que sea lo bastante fuerte como para hacerse notar a través del campo estático debe ser lo bastante potente como para aplastar la nave como si fuera una galleta. ¡Ahí hay más! - saltó a la bancada y pateó un fusible quemado, metiendo otro nuevo.

Era un infierno. Los fusibles estaban estallando como bombas, enviando silbantes partículas de mortífera cerámica a través del aire. Se oyó el restallido de un rayo cuando una plancha cortocircuito con el suelo metálico, y un horrible aullido, por suerte de corta duración, sonó mientras la descarga atravesaba el cuerpo de un técnico en fusibles. Un humo grasiento hervía y colgaba en cortinas que casi hacían imposible el ver. Bill raspó los restos de un fusible roto de los oscurecidos bornes, saltó hacia el depósito de repuestos, tomó el fusible de treinta y cinco kilos de peso en sus doloridos brazos, y acababa de girarse hacia las bancadas cuando estalló el universo...

Todos los fusibles que quedaban parecieron haber cortocircuitado al mismo tiempo, y el chirriante restallido de la electricidad atravesó toda la habitación. En su cegadora luz, y en un único momento eterno, Bill vio como la llama atravesaba las hileras de técnicos en fusibles, desparramándolos e incinerándolos como partículas de polvo caídas en las llamas. Tembo se derrumbó y se arrugó, una masa de carne asada; un trozo de plancha al rojo abrió al primera clase Bilis de arriba abajo en una única y horrible herida.

- ¡Mira qué grieta tiene Bilis! - gritó Caliente, y luego chilló cuando una bola de electricidad rodó sobre él y lo convirtió en un humeante amasijo en una fracción de segundo.

Por casualidad, por simple accidente, Bill mantenía la sólida masa del fusible frente a él cuando le golpeó la llama. Esta lamió su brazo izquierdo, que estaba en la parte exterior del fusible, y lanzó su llameante peso contra el grueso cilindro. La fuerza golpeó a Bill, lo derribó hacia atrás, contra las hileras de fusibles de reserva, y lo hizo rodar por el suelo mientras la destructora llamarada chisporroteaba a unos centímetros de su cabeza. Murió, tan repentinamente como había nacido, dejando tras ella únicamente humo, calor, el acre olor de la carne asada, la destrucción, y la muerte, muerte, muerte. Bill se arrastró dolorido hasta la compuerta, sin que nada más se moviera en toda la quemada y retorcida longitud de la sala de fusibles.

El compartimiento de abajo parecía igual de caliente, y el aire tan desprovisto de alimento para los pulmones como el que acababa de abandonar. Siguió arrastrándose, apenas consciente del hecho de que se deslizaba sobre dos rodillas llagadas y una mano ensangrentada. Su otro brazo simplemente colgaba y se arrastraba, un trozo retorcido y quemado de escoria, y tan solo la bendición de un profundo shock le evitaba el estar aullando por un dolor insoportable.

Siguió arrastrándose, sobre el umbral de una puerta, a lo largo de un pasadizo. El aire era aquí más limpio y mucho más frío: se sentó e inhaló su bendita frescura. El compartimiento le era familiar, y sin embargo no conocido. Parpadeó, tratando de comprender el porqué. Largo y estrecho, con una pared curvada de la que surgían las partes traseras de inmensos cañones. Claro, se trataba de la batería principal, los cañones que el espía chinger Ansioso Beager había fotografiado. Aunque ahora era diferente, con el techo más cercano al suelo, hundido y abollado, como si un gigantesco martillo lo hubiera golpeado desde el exterior. Había un hombre derrumbado en el asiento del artillero del arma más cercana.

- ¿Qué pasa? - preguntó Bill, arrastrándose hacia el hombre y asiéndolo por el hombro. Sorprendentemente, el artillero tan solo pesaba algunos gramos, y cayó del asiento ligero como una pluma, y con un rostro de pergamino viejo, tal y como si no le quedase una gota de líquido en su cuerpo.

- Rayo deshidratante - gruñó Bill -. Creí que tan solo existía en la televisión.

El asiento del artillero estaba acolchado, y parecía muy confortable, mucho más que el deformado suelo de acero; Bill se dejó caer en la recién abandonada posición y miró con ojos que no veían a la pantalla situada frente a él. Pequeños puntos móviles de luz.

En grandes letras, encima mismo de la pantalla, se leía:

LAS LUCES VERDES SON NUESTRAS NAVES, LAS LUCES ROJAS EL ENEMIGO. EL OLVIDAR ESTO ES UN CRIMEN QUE MERECERÁ UNA CORTE MARCIAL.

- No lo olvidaré - murmuró Bill, mientras comenzaba a resbalar de la silla. Para detenerse, se agarró a una enorme palanca que se alzaba frente a él, y cuando lo hizo un círculo de luz con una x en su interior se movió en la pantalla. Era muy interesante. Puso el círculo alrededor de una de las luces verdes, y entonces recordó algo acerca de una corte marcial. Se rió un poco y lo movió hasta una luz roja, con la x justo encima de la luz. Había un botón rojo en la parte superior de la palanca, y lo apretó porque parecía del tipo de los botones hechos para ser apretados. El cañón junto a él hizo uuffle... en una forma muy tranquila, y la luz roja desapareció. No muy interesado, soltó la palanca.

- ¡Oh, eres un luchador nato! - dijo una voz, y con algún esfuerzo Bill giró su cabeza. Había un hombre con restos de galones dorados. Se adelantó -. Lo vi - exhaló -. No lo olvidaré nunca mientras viva. ¡Eres un luchador nato! ¡Qué estómago! ¡Sin miedo! ¡Adelante contra el enemigo, sin cuartel, no abandonéis la nave...!

- ¿Qué idioteces está diciendo? - preguntó pastosamente Bill.

- ¡Un héroe! - dijo el oficial, dando palmadas en la espalda de Bill, lo cual le produjo un agudo dolor, y fue la última gota para su mente consciente, que abandonó las riendas del mando y se retiró a descansar. Bill se desmayó.

 

OCHO

 

- Y ahora serás un soldadito bueno y te beberás tu comida...

Las cálidas notas de la voz se insinuaron en un sueño especialmente repugnante que Bill se complació en abandonar y, con un tremendo esfuerzo, logró forzar sus ojos a que se abriesen. Un rápido parpadeo los puso en foco, y vio ante él una jarra sobre una bandeja sostenida por una blanca mano unida a un blanco brazo que estaba conectado a un blanco uniforme relleno de pechos femeninos. Con un gutural gruñido animal, Bill apartó de un manotazo la bandeja y se lanzó sobre el traje. No logró alcanzarlo porque su brazo izquierdo estaba vendado en algo y colgaba de cables, así que giró alrededor de su cama como un escarabajo pinchado, lanzando gritos inarticulados. La enfermera chilló y escapó.

- Me alegra ver que se siente mejor - dijo el doctor arrojándolo contra la cama con un bien entrenado gesto e inmovilizando el aún ansioso brazo de Bill con un limpio golpe de judo -. Le serviré algo más de cena y se la beberá ahora mismo, y entonces dejaremos que entren sus compañeros para el descubrimiento. Están todos esperando afuera.

El dolor ya abandonaba su brazo, y pudo rodear con sus dedos la jarra. Dio un sorbo.

- ¿Qué compañeros? ¿Qué descubrimiento? ¿Qué pasa aquí? - preguntó suspicaz.

Entonces se abrió la puerta y entraron los soldados. Bill contempló sus rostros, buscando compañeros, pero todo lo que vio fueron ex-soldadores y extraños. Entonces recordó.

- ¡Caliente Brown asado! - aulló -. ¡Tembo achicharrado! ¡El primera clase Bilis destripado! ¡Están todos muertos! - se ocultó bajo las sábanas y gimió terriblemente.

- Esa no es la forma de comportarse de un héroe - le dijo el doctor, arrastrándolo hasta la almohada y arreglando las sábanas bajo sus brazos -. Eres un héroe, soldado, un hombre cuyo valor, ingenio, integridad, estricto cumplimiento de su deber, espíritu de lucha y mortífera puntería salvó la nave. Todos los escudos estaban inutilizados, la sala de máquinas destruida, los artilleros muertos, el control perdido, y el acorazado enemigo se acercaba para acabarnos cuando tú apareciste como un ángel vengador, herido y casi muerto, y con tu último esfuerzo consciente disparaste el cañonazo que escuchó toda la flota, el solitario disparo que destruyó al enemigo y salvó a nuestra nave, la vieja gran dama de la flota Fanny Girl - le pasó una hoja de papel a Bill -. Naturalmente, estoy leyéndose el informe oficial. Por mi parte, creo que fue pura suerte.

- Me tiene celos - gruñó Bill, ya enamorado de su nueva imagen.

- ¡No se haga el freudiano conmigo! - aulló el doctor; y luego lloriqueo, desconsolado -: Siempre quise ser un héroe, pero lo único que hago es cuidar a los héroes. Voy a sacarte esas vendas.

Descolgó los cables que mantenía en alto el brazo de Bill, y comenzó a desenrollar las vendas, mientras los soldados se apelotonaban para contemplar.

- ¿Cómo está mi brazo, doctor? - Bill se sintió repentinamente preocupado.

- Asado como un filete. Tuve que amputarlo.

- Entonces, ¿qué es eso? - ululó Bill, horrorizado.

- Otro brazo que te injerté. Había muchos sueltos después de la batalla. La nave tuvo un cuarenta y dos por ciento de bajas, y realmente me pude dedicar a cortar, picar y coser. Te lo aseguro.

Cayó el último vendaje, y los soldados dijeron ah con satisfacción.

- Vaya, es un brazo magnífico.

- Prueba a hacer algo.

- Y tiene un cosido estupendo cerca del hombro: ¡Fijáos que bien le han quedado los puntos!

- Y además tiene buenos músculos, y es largo, no como la mierda que lleva al otro lado.

- Más largo y más oscuro... ¡tiene un maravilloso color!

- ¡Es el brazo de Tembo! - bramó Bill -. ¡Sáquenmelo! - se arrastró por la cama, pero el brazo lo siguió. Lo aplastaron de nuevo contra las almohadas.

- Eres un tipo de suerte, Bill, al tener un buen brazo como este. Y además es el brazo de un amigo.

- Sabemos que le hubiera gustado que tú lo heredases.

- Siempre tendrás algo que te lo recuerde.

Realmente, no era un mal brazo. Bill lo dobló y flexionó los dedos de la mano, mirándolo aún con sospecha. Se lo notaba bien. Lo extendió y agarró el brazo de un soldado, apretando. Podía notar como los huesos del hombre se comprimían, mientras este chillaba y se estremecía. Entonces Bill miró con más detenimiento la mano, y comenzó a escupir blasfemias contra el doctor.

- ¡Estúpido cortahuesos! ¡Doctor de thoat! Menudo trabajo ha hecho... ¡este es un brazo derecho!

- Así que es un brazo derecho... ¿y qué?

- Pero usted cortó mi brazo izquierdo. Ahora tengo dos brazos derechos...

- Escuche, había un déficit de brazos izquierdos. No soy ningún milagrero. Lo hago lo mejor que sé, y solo tengo quejas. Puede estar contento de que no le injertara una pierna - Sonrió diabólicamente -, y puede aún estar más contento de que no le injertase...

- Es un buen brazo, Bill - dijo el soldado al que le había aplastado el brazo, mientras se lo friccionaba -. Y además tienes suerte: ahora podrás saludar con ambos brazos, y nadie más puede hacerlo.

- Tienes razón - dijo humildemente Bill -. No había pensado en ello. Realmente, soy un hombre afortunado - intentó un saludo con su brazo izquierdo-derecho, y el codo se dobló perfectamente sobre su pecho, y las yemas de los dedos se agitaron sobre su ceja. Todos los soldados se pusieron firmes y devolvieron el saludo. La puerta se abrió de un empujón y un oficial metió la cabeza por ella.

- Descansen, muchachos, esto es tan solo una visita informal del Viejo.

- ¡El Capitán Zekial viene aquí!

- Nunca he visto al Viejo... - los soldados piaban como pajarillos, y estaban tan nerviosos como vírgenes en una ceremonia de desfloración. Otros tres oficiales atravesaron la puerta, y finalmente entró un enfermero que llevaba de la mano a un retardado mental de diez años de edad con un chupete y uniforme de capitán.

- Ehhh... hola, chicos... - dijo el capitán.

- El capitán desea saludamos a todos - dijo eficientemente un primer teniente.

- ¿E-e-te e-de la-ama?

- Y especialmente desea dar su enhorabuena personal al héroe del momento.

- ...ha-ía a-go má-pe-o lo-e olvi-ado...

- Y adicionalmente desea informar al valiente luchador que salvó nuestra nave que está siendo promocionado hasta el grado de técnico en fusibles de primera clase, cuya antedicha promoción incluye un realistamiento automático por siete años, que le serán añadidos a los de su alistamiento original; y que cuando sea dado de alta del hospital irá con el primer medio de transporte disponible hasta el Planeta Imperial de Helior, para recibir allí la recompensa a su heroicidad en forma del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, de la propia mano del Emperador.

- ...ero ir a mear...

- Pero ahora las exigencias de su mando lo obligan a regresar al puente, y quiere daros a todos una afectuosa despedida.

- ¿No es el Viejo algo joven para su grado? - preguntó Bill.

- No más que muchos otros - el doctor rebuscó entre sus agujas hipodérmicas, buscando alguna lo bastante despuntada como para dar una inyección -. Tienes que recordar que todos los capitanes tienen que pertenecer a la nobleza, y aún una nobleza tan numerosa como la nuestra está muy solicitada para todas las tareas de un imperio galáctico. Tomamos lo que podemos - encontró una aguja torcida y la colocó en la jeringuilla.

- De acuerdo, es joven, pero ¿no es también algo estúpido para su puesto?

- Cuidado con eso, muchacho, que es lesa majestad. Si tienes un imperio de un par de millares de años de antigüedad, y una nobleza que va apareándose consigo misma, tendrás todos los genes defectuosos y recesivos apareciendo, y acabarás con un grupo de gentes que serán algo más exóticos que lo que pueda ofrecer un manicomio normal. No hay nada malo en el Viejo que un nuevo cociente de inteligencia no pudiera curar. Deberías de haber visto al capitán de la última nave en que serví... - se estremeció, y clavó maliciosamente la aguja en la carne de Bill. Este aulló y luego, dolorido, contempló como la sangre surgía del orificio abierto por la hipodérmica al ser retirada esta.

Se cerró la puerta, y Bill se quedó solo, contemplando la desnuda pared y su futuro. Era un especialista en fusibles de primera clase, y esto era bueno. Pero el alistamiento obligatorio por siete años más ya no era tan bueno. Su buen ánimo decayó. Deseó poder hablar con alguno de sus viejos compañeros, y entonces recordó que todos estaban muertos, y su ánimo decayó aún más. Trató de animarse a sí mismo, pero no pudo pensar en nada que lo alegrase hasta que descubrió que podía estrecharse a sí mismo la mano. Esto le hizo sentirse algo mejor.

Se arrellanó en las almohadas y se estrechó la mano hasta que se quedó dormido.

 

 

LIBRO SEGUNDO - UN BAÑO EN EL REACTOR DE PISCINA

 

UNO

 

Ante ellos, el frente del cilíndrico transbordador era una única y gigantesca ventana, un grueso escudo de cristal blindado repleto ahora por las ensortijadas volutas de nubes a través de las que caían. Bill se recostó confortablemente en la silla de desaceleración, contemplando la escena con ansiedad. En la gruesa nave había asientos para veinte personas, pero solo estaban ocupados tres, incluyendo el de Bill. Sentado junto a él, y trataba de no mirarlo demasiado, había un artillero de primera clase que parecía haber sido disparado por uno de sus cañones. Su rostro era casi todo de plástico, y contenía un único y sanguinolento ojo. Era un cesto ambulante, ya que sus cuatro amputados miembros habían sido reemplazados por brillantes artilugios, repletos de resplandecientes pistones, controles electrónicos y bobinas. Su insignia de artillero estaba soldada al chasis metálico que hacía las veces de su antebrazo. El tercer hombre, una bestia de sargento de infantería, se había quedado dormido en el mismo momento en que habían subido a bordo tras llegar del transporte interestelar.

- ¡Por mil ranchos podridos! ¡Mira eso! - se asombró Bill, cuando la nave atravesó las nubes y allí, extendiéndose ante ellos, vio la brillante esfera dorada de Helior, el Planeta Imperial, la capital de diez mil soles.

- ¡Qué albedo! - gruñó el artillero, desde algún punto del interior de su rostro de plástico -. Hace daño a la vista.

- ¡Naturalmente! Es oro sólido... ¿Te imaginas un planeta recubierto de oro sólido?

- No, no puedo imaginármelo. Ni tampoco me lo creo. Costaría demasiado. Pero me puedo imaginar uno recubierto de aluminio anodizado. Como este.

Mirándolo mejor, Bill se pudo dar cuenta de que realmente no brillaba como oro, y comenzó a sentirse de nuevo deprimido. ¡No! Se obligó a mirar de nuevo. ¡Uno podía arrancar el oro, pero no podía arrancar la gloria! Helior seguía siendo el Mundo Imperial, el ojo que nunca dormía y lo veía todo colocado en el corazón de la galaxia. Todo lo que pasaba en cualquier planeta, en cualquier nave del espacio, llegaba hasta aquí, era codificado, archivado, clasificado, anotado, juzgado, perdido, encontrado, y resuelto. Desde Helior llegaban las órdenes que gobernaban los mundos del hombre, que mantenían lejos la noche del dominio alienígena. Helior, un mundo transformado por el hombre, cuyos mares, montañas y continentes habían sido recubiertos por una coraza de metal, de varios kilómetros de espesor, piso tras piso de niveles con una población global dedicada a un único ideal: gobernar. El brillante nivel superior estaba moteado de espacionaves de todo tamaño, mientras el oscuro cielo parpadeaba con otras que llegaban y partían. La escena se aproximó más y más, y luego hubo un repentino estallido de luz y la ventana se oscureció.

- ¡Nos hemos estrellado! - jadeó Bill -. ¡Ya podemos darnos por muertos...!

- Cierra el buzón. Eso ha sido simplemente que se ha roto la película. Como no va ningún oficial en este viaje, no se preocuparán de arreglarla.

- ¿Película?

- ¿Qué otra cosa te esperabas? ¿Estás tan mochales que te creías que iban a construir transbordadores con grandes ventanales en la proa, justo donde se produce la máxima fricción en la reentrada, para que el calor hiciese bonitos agujeros? Una película. Igual es de noche ahora.

El piloto los hizo puré con quince g cuando aterrizaron. (El también sabía que no llevaba oficiales en este viaje) y mientras estaban haciendo chasquear sus vértebras de nuevo a sus posiciones y tratando de introducir sus ojos otra vez en su órbitas para tratar de ver algo, se abrió la compuerta. No solo era de noche, sino que además llovía. Un Descargador de Pasajeros de Segunda Clase introdujo adentro su cabeza y los barrió con una sonrisa profesionalmente amistosa.

- Bienvenidos a Helios, Planeta Imperial de las mil delicias... - su rostro cambió a su habitual mueca de repugnancia -. ¿No hay ningún oficial con vosotros, desgraciados? Vamos, fuera de ahí, salid a escape, tenemos trabajo que hacer.

Lo ignoraron mientras pasaba a su lado y se dirigía a despertar al sargento de infantería, que aún roncaba como una hélice rota, sin que su sueño hubiera sido perturbado por una nimiedad tal como quince g. El ronquido cambió a un oscuro gruñido, cortado por el agudo chillido del Descargador de Pasajeros de Segunda Clase cuando recibió una patada en los testículos. Aún murmurando, el sargento se unió a ellos mientras abandonaba la nave, y ayudó a mantener firmes las entrechocantes piernas metálicas del artillero en la resbaladiza y húmeda rampa metálica de descenso. Contemplaron con pétrea resignación como sus macutos eran lanzados desde el compartimiento de equipajes a un profundo charco de agua. Y como un último y débil intento de venganza, el Descargador de Pasajeros de Segunda Clase desconectó el campo repulsor que había estado protegiéndolos de la lluvia, e inmediatamente se quedaron calados y congelados por el gélido viento. Se echaron los macutos al hombro, exceptuando el artillero, que arrastraba el suyo sobre pequeñas ruedecitas, y comenzaron a caminar hacia las luces más cercanas, situadas al menos a un par de kilómetros de distancia y apenas visibles entre la cortina de agua. A mitad de camino, el artillero se quedó rígido cuando se cortocircuitaron sus relés, así que le colocaron las ruedecillas bajo los pies, cargaron los macutos sobre sus piernas, y les sirvió como una estupenda carretilla el resto del camino.

- Soy una estupenda carretilla - se quejó el artillero.

- No te quejes - le dijo el sargento -. Al menos ya tienes un trabajo civil.

Dio una patada a la puerta para abrirla, y caminaron y rodaron al deseado calor de la oficina de operaciones.

- ¿Tienen una lata de disolvente? - le preguntó Bill al hombre situado tras el mostrador.

- ¿Tienen órdenes de viaje? - les preguntó el hombre, ignorando sus palabras.

- Tengo una lata en mi macuto - dijo el artillero, abriéndolo y trasteando en su interior.

Entregaron sus órdenes, la del artillero estaba abotonada en el bolsillo del pecho, y el oficinista las metió por la rendija de una gigantesca máquina situada tras él. La máquina zumbó y encendió las luces, y Bill goteó disolvente en todas las conexiones eléctricas del artillero hasta que logró sacar el agua. Sonó una bocina, las órdenes fueron regurgitadas, y por otro orificio comenzó a salir una cinta grabada. El oficinista la arrancó y la leyó rápidamente.

- Están en problemas - dijo con sádica alegría -. Se supone que los tres van a recibir el Dardo Púrpura en una ceremonia con el Emperador, que van a filmar dentro de tres horas. No lograrán llegar a tiempo.

- Eso no es de su cochina incumbencia - graznó el sargento -. Acabamos de salir de la nave. ¿Adónde vamos?

- Área 1457-D, Nivel K-9, Bloque 823-7, Corredor 492, Cámara 34, Habitación 62. Pidan por el productor Ratt.

- ¿Y cómo vamos hasta allí? - preguntó Bill.

- No me lo pregunten, yo tan solo trabajo aquí - tiró tres gruesos volúmenes sobre el mostrador, cada uno de ellos de unos treinta centímetros cuadrados y casi del mismo grosor, con una cadena soldada al lomo -. Busquen su propio camino, aquí tienen su plano. Pero tendrán que firmarme un recibo. El perderlo es una ofensa merecedora de corte marcial y castigada con...

El oficinista se dio repentinamente cuenta de que estaba solo en la habitación con los tres veteranos, y mientras se ponía mortalmente pálido extendió la mano hacia un botón rojo. Pero antes de que su dedo pudiera tocarlo, el brazo metálico del artillero, escupiendo chispas y humeando, lo clavó contra el mostrador. El sargento se inclinó hasta que su rostro estuvo a un centímetro del oficinista, y luego habló con una voz baja y fría que rizaba la sangre.

- Nunca encontraremos nuestro propio camino. Usted lo encontrará por nosotros. Nos proveerá de un Guía.

- Los Guías son tan solo para los oficiales - protestó débilmente el oficinista, y luego exhaló todo el aire de sus pulmones cuando un dedo duro como el acero se le clavó en el estómago.

- Trátenos como a oficiales - espetó el sargento -. No nos molesta.

Castañeándole los dientes, el oficinista ordenó un Guía, y se abrió una pequeña puertecilla metálica en la pared más lejana. El Guía tenía un cuerpo metálico tubular que corría sobre seis ruedas neumáticas, con una cabeza construida para que pareciese un perro de caza y una vibrante cola metálica.

- Chucho, aquí - ordenó el sargento, y el Guía corrió hacia él y sacó una lengua de plástico roja y con un débil chirrido de engranajes comenzó a emitir el sonido de un jadeo metálico. El sargento tomó el trozo de cinta grabada y rápidamente marcó el código 1457-D K-9 823-7 492 Flm-34 62 en los botones que decoraban la cabeza del Guía. Se oyeron dos alegres ladridos, desapareció la lengua roja, vibró la cola, y el Guía rodó por el corredor. Los veteranos lo siguieron

Les llevó una hora, por tobogán, escalera mecánica, as. censor, neumocar, mula, monorraíl, acera rodante y barra deslizante, el alcanzar la habitación 62. Mientras estaban sentados en el tobogán, habían asegurado las cadenas de sus planos a sus cinturones, pues hasta Bill empezaba a darse cuenta del valor de una guía en esta ciudad del tamaño de un mundo. En la puerta de la habitación 62, el Guía aulló tres veces, y luego rodó alejándose antes de que pudieran atraparlo.

- Debíamos habernos dado mejor maña - dijo el sargento -. Esas cosas valen su peso en diamantes.

Abrió una puerta, para descubrir a un tipo obeso sentado frente a un escritorio y gritándole a un visiofono:

- ¡No me importa un pimiento cual sea su excusa, tengo excusas a millares! Todo lo que sé es que tengo un programa y las cámaras están dispuestas a rodar, y ¿dónde están los actores? Se lo pregunto, ¿y qué es lo que me contesta? - los miró, y comenzó a chillar -: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡¿No pueden ver que estoy ocupado?!

El sargento se adelantó y lanzó el visiofono contra el suelo, y luego lo pateó hasta reducirlo a humeantes restos.

- Tienes una forma muy directa de conseguir que te atiendan - le dijo Bill.

- Dos años de combate le hacen a uno ser muy directo en todo - dijo el sargento, rechinando los dientes en una forma molesta y ruidosa. Luego -: Aquí estamos, Ratt. ¿Qué es lo que hacemos?

El productor Ratt se hizo camino a puntapiés por entre los restos, y abrió una puerta situada tras el escritorio.

- ¡A sus puestos! ¡Luces! - gritó.

 Y hubo un inmenso correteo y una repentina luz deslumbrante. Los veteranos que iban a ser honrados lo siguieron a través de la puerta hasta un inmenso estudio que resonaba con un caos organizado. Cámaras sobre plataformas motorizadas rodaban alrededor del plató, en el que decorados y utilería simulaban el extremo de una sala real del trono. Las ventanas de celosías brillaban por una imaginaria luz solar, y un rayo de sol dorado de un reflector iluminaba el trono. Guiados por las instrucciones gritadas del director, una manada de nobles y de funcionarios de alto rango tomaron posiciones frente al trono.

- ¡Los ha llamado desgraciados! - se atraganto Bill. - ¡Lo fusilarán!

- Mira que eres estúpido. Esos son actores. ¿Crees acaso que pueden conseguir nobles para algo como eso? - dijo el artillero, desenrollando un cable de su pierna derecha y enchufándolo para recargar sus baterías.

- Tan solo tenemos tiempo para ensayar esto una vez antes de que llegue el Emperador, así que nada de errores. - El director Ratt subió los peldaños y se arrellanó en el trono - Haré el papel del Emp. Vosotros, los principales, tenéis los papeles más fáciles, y no quiero que la pifiéis. No tenemos tiempo para repeticiones. Os pondréis ahí, en línea, y cuando diga «se rueda» os ponéis firmes, como os han enseñado, a menos que los contribuyentes hayan estado malgastando su dinero. Usted, el tipo de la izquierda metido en una pajarera, apague los motores, está estropeando la banda sonora. Si hace rechinar las marchas otra vez más, le arrancaré todos los fusibles. Afirmativo. Estén firmes hasta que digan sus nombres, den un paso al frente y saluden. El Emperador les clavará la medalla; saluden, pónganse firmes otra vez y den un paso atrás. ¿Me entienden, o es demasiado complicado para sus pequeñas mentes indoctrinadas?

- ¡Váyase a reventar por ahí! - rugió el sargento.

- Muy listo. De acuerdo... ¡Hagamos un intento!

Ensayaron la ceremonia dos veces antes de que se oyera un tremendo resoplar de cornetas y seis generales con pistolas de rayos mortíferos firmemente empuñadas corrieran a paso ligero hasta el plató y se detuvieran de espaldas al trono. Todos los extras, cámaras y técnicos y hasta el director Ratt, hicieron una profunda reverencia mientras los veteranos se ponían firmes. El Emperador entró, subió los peldaños y se desplomó en el trono.

- Continúe... - dijo con una voz aburrida, y eructó tras su mano.

- ¡Se rueda! - aulló con todos sus pulmones el director, y se tambaleó fuera del radio de acción de las cámaras.

La música se alzó en una tremenda oleada, y comenzó la ceremonia. Mientras el Ministro de Condecoraciones y Protocolo leía la naturaleza de las heroicas acciones que los nobles héroes habían realizado para merecer la más noble de todas las medallas: el Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, el Emperador se alzó del trono y caminó mayestáticamente hacia adelante. El sargento de infantería era el primero, y Bill lo contempló con el rabillo del ojo mientras el Emperador tomaba una medalla de platino adornada con oro, plata y rubíes, de una caja que le ofrecían, y la clavaba en el pecho del hombre. Entonces el sargento dio un paso atrás hacia su posición, y fue el tumo de Bill. Como desde una inmensa distancia, oyó pronunciar su nombre con ruidosas tonalidades de trueno, y se adelantó con cada gramo de precisión que se le había enseñado en el Campo León Trotsky. ¡Allí, frente a él, se hallaba el hombre más amado de la galaxia! La larga e hinchada nariz que adornaba un billón de billetes de banco estaba apuntada hacia él. La prominente mandíbula y los salidos dientes que llenaban un billón de pantallas de televisión estaban pronunciando su nombre. ¡Uno de los imperiales ojos estrábicos le estaba mirando a él! La pasión saltó en las entrañas de Bill como grandes olas rompiéndose contra los acantilados. Hizo el mejor de sus saludos.

En realidad hizo el mejor de los saludos posibles, ya que no había mucha gente con dos brazos derechos. Ambos brazos giraron en precisos círculos, ambos codos se doblaron en perfectos ángulos, ambas palmas quedaron vibrando netamente junto a ambas cejas. Estaba bien hecho, y tomó al Emperador por sorpresa, y por un vibrante momento logró apuntar ambos ojos hacia Bill, antes de que volvieran a separarse de nuevo al azar. El Emperador, todavía algo confuso por el poco usual saludo, tomó la medalla y clavó la aguja a través de la túnica de Bill, perforando netamente su estremecida carne.

Bill no sintió ningún dolor, pero el repentino pinchazo descargó la creciente emoción que había estado corriendo por él. Abandonando el saludo, cayó de rodillas en el buen viejo estilo de los siervos campesinos tal y como se veía en la televisión histórica, que de hecho era de donde su servil subconsciente había sacado la idea, y tomó la enfermiza y deformada mano del Emperador.

- ¡Padre nuestro! - exultó Bill, besando la mano.

Con ojos de odio, la guardia personal de generales saltó hacia adelante, y la muerte batió sus negras alas sobre Bill; pero el Emperador sonrió y separó gentilmente su mano, limpiando la saliva en la túnica de Bill. Un signo casual de su dedo devolvió a la guardia a su posición, y se movió hacia el artillero, le clavó la medalla que quedaba y se echó hacia atrás.

- ¡Corten! - gritó el director Ratt - Procesen esto, es un hallazgo con ese imbécil campesino lloriqueando.

Cuando Bill se puso en pie, vio que el Emperador no había regresado al trono, sino que se hallaba entre la multitud de actores. La guardia personal había desaparecido. Bill parpadeó, asombrado, cuando un hombre le arrebató la corona de la cabeza, la metió en una caja y se marchó con ella.

- Tengo el freno atascado - dijo el artillero, saludando aún con un vibrante brazo -. Bájame esta maldita cosa, por favor. Nunca funciona bien por encima del nivel del hombro.

- Pero... el Emperador... - dijo Bill, tirando del brazo atascado hasta que los frenos chirriaron y se soltaron.

- Un actor... ¿Qué otra cosa te imaginabas? ¿Creías que iban a hacer que el verdadero Emperador les diese medallas a los soldados? Apuesto a que solo se las da a los mariscales. Pero hacen ver como si lo fuera de verdad, y así algún estúpido, como tú, se emociona. Estuviste magnífico.

- Aquí tienen - dijo un hombre, entregándoles copias de metal estampado de las medallas que llevaban y arrebatándoles los originales.

- ¡A sus puestos! - la amplificada voz del director retumbó -. Tenemos tan solo diez minutos para ensayar lo de la Emperatriz besando a los sextillizos aldebarianos para el Programa de la Fertilidad. Traed a esos niños de plástico aquí, y echad a esos malditos espectadores.

Se empujó a los héroes al corredor, y la puerta se cerró tras ellos con un seco golpe.

 

DOS

 

- Estoy cansado - dijo el artillero y además me duele la quemadura.

Había tenido un cortocircuito durante una acción en la Vieja Taberna de los Soldados, prendiéndose fuego.

- Venga, vamos - insistió Bill -. Tenemos pases por tres días antes de que salga nuestra nave, y estamos en Helior, el Planeta Imperial. Hay maravillas que ver: los Jardines Colgantes, las Fuentes del Arco Iris, los Palacios Enjoyados. No puedes perdértelo.

- Ya verás si no. Tan pronto como haya recuperado algo del sueño que llevo atrasado, regresaré a la Vieja Taberna. Si tienes tanta necesidad de llevar a alguien de la mano mientras haces el turista, coge al sargento.

- Aún está borracho.

El sargento de infantería era un bebedor solitario que no creía en los ritos sociales. Ni tampoco se preocupaba por las disoluciones o por gastar dinero en bellos envoltorios. Había gastado todo su dinero en sobornar a un enfermero, y había obtenido dos bidones de alcohol puro de noventa y nueve grados, un barril de glucosa y una solución salina, una aguja hipodérmico y un trozo de tubo de goma. La mezcla de todo ello en los bidones había sido colocada sobre una repisa encima de su litera, con el tubo conectado a la aguja y ésta clavada en una inyección intravenosa. Ahora estaba quieto, bien alimentado y completa y absolutamente borracho todo el tiempo, y, si no le cortaban el fluido, podría permanecer borracho durante dos años y medio.

Bill dio un retoque al brillo de sus botas y cerró el cepillo en su taquilla con el resto de sus cosas. Tal vez regresase tarde: era fácil perderse aquí en Helior sin un Guía. Les había llevado casi todo un día el encontrar el camino desde el estudio hasta su alojamiento, aun cuando llevaban al sargento, un hombre experto en mapas, dirigiéndoles. Mientras permanecían cerca de su propia área, no había problema; pero Bill ya estaba harto de los placeres previstos para los guerreros. Quería ver Helior, el verdadero Helior, la primera ciudad de la galaxia. Si nadie quería ir con él, iría solo.

A pesar del Plano, era realmente difícil el decir exactamente a qué distancia estaba cualquier cosa en Helior, ya que los planos eran todos diagramáticos y no tenían escala. Pero el viaje que planeaba parecía ser largo, ya que uno de los trozos más largos en que tendría que tomar un medio de transporte: un coche magnético evacuado túnelinear, atravesaba al menos ochenta y cuatro submapas. ¡Su destino podía muy bien hallarse en el otro lado del planeta! ¡Una ciudad tan grande como un planeta! ¡El concepto era casi demasiado amplio como para poderlo abarcar! De hecho, cuando pensó en ello, el concepto le resultó demasiado amplio como para abarcarlo.

Los bocadillos que había comprado en el automático del cuartel se le acabaron antes de llegar a medio camino, y su estómago, ajustándose ansiosamente a la comida sólida de nuevo, rugió protestas hasta que abandonó el tobogán en el Area 9266-L, Nivel algo u otro, o dondequiera diablos que se hallase, y buscó una cantina. Evidentemente estaba en un Area de mecanografiado, porque las multitudes estaban compuestas casi totalmente por mujeres de hombros redondeados y largos dedos. La única cantina que pudo hallar estaba repleta de ellas, y se sentó en medio de la charloteante y chillona multitud, y se obligó a comer un menú compuesto de la única comida que se podía obtener allí: sándwich de queso pasado con pasta de anchoa en pan dulce, puré de patatas con uvas y salsa de cebolla, pasados con té de hierbas servido tibio en tazas del tamaño de un pulgar. No le habría sabido tan mal si el automático no hubiera cubierto inevitablemente todo con salsa de manteca amarga. Ninguna de las chicas pareció fijarse en él, ya que todas estaban bajo suave hipnosis durante las horas de trabajo para disminuir sus porcentajes de error. Trabajó con la comida, sintiéndose como un fantasma mientras charlaban y chillaban a su alrededor, con sus dedos, si no los empleaban en comer, golpeando compulsivamente lo que decían en los bordes de las mesas mientras hablaban. Finalmente logró escapar, pero la comida le produjo un efecto deprimente, y fue probablemente por ello por lo que cometió un error, abordando un vehículo equivocado.

Como los mismos número de Nivel y Bloque se repetían en cada Area, era posible llegar a un Area equivocada y pasar una buena cantidad de tiempo acabando de perderse antes de darse finalmente cuenta del error. Bill lo hizo, y tras el usual astronómico número de cambios y variedades de transporte, abordó un ascensor que terminaba, o así pensó, en los renombrados en toda la galaxia Jardines de Palacio. Todos los demás pasajeros salieron a niveles inferiores, y el robo-ascensor tomó velocidad mientras se abalanzaba hacia el piso superior. Bill se alzó en el aire mientras frenaba, deteniéndose, y sus oídos restallaron con el cambio de presión, y cuando las puertas se abrieron salió a un viento cargado de nieve. Boqueó incrédulo y, tras él, las puertas se cerraron y el ascensor se desvaneció.

Las puertas se habían abierto directamente a una llanura metálica que constituía el nivel más exterior de la ciudad, ahora oscurecido por los torbellinos de nieve. Bill tanteó buscando el botón para llamar de nuevo al ascensor, cuando una oleada de aire apartó la nieve y un cálido sol cayó sobre él desde un cielo sin nubes. Era imposible.

- Esto es imposible - dijo Bill, con genuina indignación.

- Nada es imposible si yo lo deseo - dijo una voz rasposa por encima del hombro de Bill -. Pues yo soy el Espíritu de la Vida.

Bill resbaló hacia un lado como un robocaballo homeostático, llevando sus ojos hasta el pequeño hombre de patillas blancas con nariz respingona y ojos enrojecidos que había aparecido silenciosamente tras él.

- Tiene una pérdida en su tanque de pensamiento - saltó Bill, irritado consigo mismo por ser tan asustadizo.

- Uno tiene que estar loco para seguir en este trabajo - sollozó el hombrecillo, y apartó un carámbano que le colgaba de la nariz -. Medio helado, medio asado, y medio borracho la mitad del tiempo. El Espíritu de la Vida - dijo con voz temblorosa -. Mío es el poder...

- Ahora que lo menciona - las palabras de Bill fueron ahogadas por un súbito torbellino de nieve -, yo también me siento algo borracho. ¡Uau...!

El viento cambió de dirección y se llevó las nubes de nieve que cubrían la vista, y Bill se asombró ante el repentinamente surgido paisaje.

Nieve y charcos de agua constelaban el suelo hasta el mismo horizonte. La capa dorada se había desgastado, y el metal era gris y carcomido bajo ella, recorrido por pequeños arroyuelos de óxido. Hileras de grandes tuberías, cada una de ellas del grosor de la altura de un hombre, se aproximaban hacia él desde más allá del horizonte, terminando en bocas similares a chimeneas. Las chimeneas estaban oscurecidas por torbellinos de vapor y nieve que saltaban por el aire en un rugido apagado, aunque una de las columnas de vapor se desplomó y la nube se dispersó mientras Bill la contemplaba.

- ¡Terminaron con la número dieciocho! - gritó ante un micrófono el viejo, asiendo un bloc de notas y corriendo por entre la humedad hacia una herrumbrosa y descuidada acera rodante que gruñía y gemía a lo largo de las cañerías. Bill lo siguió, chillándole al hombre, que lo ignoraba completamente. Mientras la acera, traqueteando y estremeciéndose, se los llevaba, Bill comenzó a preguntarse adónde se dirigían las cañerías, y al cabo de un minuto, cuando se le aclaró lo bastante la cabeza, la curiosidad lo dominó y se tendió para ver qué eran las misteriosas protuberancias que se apreciaban a lo lejos. Lentamente, pudo observar que eran una hilera de gigantescas espacionaves, cada una de las cuales estaba conectada a una de las cañerías. Con inesperada agilidad, el viejo saltó de la acera y corrió hacia la nave situada en el punto dieciocho, en el que las diminutas figuras de los trabajadores, muy en lo alto, estaban desconectando las uniones de la cañería a la nave. El viejo copió los números de un contador colocado en la tubería mientras Bill observaba como una grúa giraba llevando el final de un grueso tubo flexible que emergía desde la porción de la superficie en donde se hallaban. Estaba unido a la válvula de la parte superior de la espacionave. Una vibración agitaba el tubo, y de alrededor de la unión con la nave emergían nubecillas de humo negro que flotaban sobre la sucia llanura metálica.

- ¿Podría decirme qué infiernos está pasando aquí? - preguntó suplicante Bill.

- ¡La vida! ¡La vida imperecedera! - graznó el viejo, surgiendo desde las profundidades de su depresión hasta llegar a las alturas de la alegría maníaca.

- ¿Podría ser algo más específico?

- Aquí tenemos un mundo forrado en metal - golpeó con su pie, y se oyó un bump apagado -. ¿Qué es lo que esto significa?

- Significa que el mundo está forrado de metal.

- Correcto. Para ser un soldado, tiene usted una inteligencia bastante notable. Así que uno toma un planeta y lo forra con metal, y consigue un planeta en el que las únicas cosas verdes que crecen son los Jardines Imperiales y un par de macetas de ventana. ¿Qué es lo que pasa entonces?

- Que se muere todo el mundo - dijo Bill, pues después de todo era un muchacho campesino, y se creía todas aquellas estupideces de la fotosíntesis y la clorofila.

- Correcto de nuevo. Usted y yo y el Emperador y un par de billones de otros imbéciles estamos ocupados en transformar todo el oxígeno en bióxido de carbono, y sin plantas que lo transformen de nuevo en oxígeno tan solo sería cuestión de tiempo el que respirásemos hasta matarnos.

- ¿Entonces esas naves traen oxígeno líquido?

El viejo afirmó con la cabeza y saltó de nuevo sobre la acera rodante. Bill lo siguió.

- Afirmativo. Lo consiguen gratis en los planetas agrícolas. Después de que lo dejan aquí, son cargadas con el carbón extraído a elevado costo del bióxido de carbono, y se remontan con él hasta los mundos industriales, en donde es usado como combustible, como fertilizante, o para sacar de él innumerables plásticos y otros productos...

Bill descendió de la acera rodante en el ascensor más cercano, mientras el viejo y su voz se desvanecían entre el vapor. Y acurrucándose, con la cabeza martilleándole por la excesiva proporción de oxígeno, comenzó a hojear furiosamente su Plano. Mientras estaba esperando el ascensor, encontró donde estaba mediante el número de código de la puerta, y comenzó a planear un nuevo camino hacia los jardines de Palacio.

Esta vez no permitió que se le distrajese. Comiendo tan solo barras de caramelo y sorbiendo bebidas carbónicas de las máquinas tragaperras que encontró en su camino, evitó los peligros y distracciones de los restaurantes; manteniéndose despierto, logró no perderse ninguna conexión. Con ojeras y los dientes podridos, se tambaleó saliendo de un pozo gravitatorio y, con el corazón palpitante, vio por fin un signo iluminado, y oloroso, en forma de colores, que decía: JARDINES COLGANTES. Había un torniquete de entrada y una taquilla.

- Uno, por favor.

- Serán diez pavos Imperiales.

- ¿No es un tanto caro? - dijo Bill en tono de reproche, sacando los billetes uno a uno de su delgado montón.

- Si es pobre, no venga a Helior.

El robot cajero tenía grabadas todo tipo de respuestas cortantes. Bill lo ignoró y se introdujo en los jardines. Eran todo lo que siempre había soñado y más. Mientras caminaba a lo largo del sendero de ceniza gris por el interior de la pared exterior, podía ver los arbustos verdes y la hierba justo al otro lado de la reja de titanio. A no más de cien metros de distancia, al otro lado de la hierba, flotaban las más exóticas plantas y flores de todos los mundos del Imperio. ¡Y allí, diminutas en la distancia, estaban las Fuentes del Arco Iris, casi invisibles al ojo desnudo! Bill introdujo una moneda en uno de los telescopios y observó cómo sus colores brillaban y desaparecían casi tan bien como si los estuviera viendo en la televisión. Siguió circulando por el interior de la pared, bañado por la luz del sol artificial situado en la parte superior del gigantesco domo.

Pero hasta los espirituales placeres de los jardines se desvanecían frente a la omnipresente fatiga que lo asía con manos de hierro. Había unos bancos de acero y se desplomó en uno para descansar un momento, y luego cerró los ojos para reposar la vista. Le cayó la cabeza hacia adelante, y antes de que se pudiera dar cuenta ya estaba totalmente dormido,

Otros visitantes pasaron a lo largo de las cenizas sin molestarle, y tampoco se enteró cuando uno de ellos se sentó en el extremo más alejado del banco.

Como Bill nunca vio al hombre, no hay necesidad de describirlo. Baste decir que tenía una tez cetrina, una nariz enrojecida y rota, ojos ferales que miraban por debajo de un siniestro entrecejo, caderas amplias y hombros estrechos, pies desiguales, delgado, huesudo, los dedos sucios, y con un tic.

Largos segundos de eternidad tictaquearon mientras el hombre permaneció allí sentado. Luego, durante unos momentos, no se vio a ningún otro visitante. Con un rápido movimiento serpentina, el recién llegado sacó un soplete atómico de bolsillo. La diminuta pero increíblemente caliente llama suspiró con brevedad, mientras lo apretaba contra la cadena que aseguraba el plano de Bill a su cinturón, justamente en el punto en que esta descansaba sobre el banco de metal. En un instante, el metal de la cadena estaba soldado al del banco. Bill seguía durmiendo.

Una sonrisa de lobo parpadeó en el rostro del hombre como los repugnantes anillos formados en el agua de una cloaca por una rata zambulléndose. Entonces, con un único y rápido movimiento, la llama atómica cortó la cadena cerca del volumen. Volviéndose a guardar el soplete de bolsillo, el ladrón se alzó, tomó el plano de Bill de su regazo, y desapareció rápidamente.

 

TRES

 

Al principio, Bill no se dio cuenta de la magnitud de su pérdida. Emergió lentamente de su sueño, con la cabeza espesa y la sensación de que algo iba mal. Tan solo después de repetidos tirones se dio cuenta de que la cadena estaba soldada al asiento y de que el libro había desaparecido. La cadena no podía ser arrancada, y al final tuvo que soltársela del cinturón y dejarla colgando. Regresando hasta la entrada, llamó en la ventanilla de la taquilla.

- No se devuelve el dinero - dijo el robot.

- Deseo denunciar un crimen.

- La policía se encarga de los crímenes. Usted quiere hablar con la policía por teléfono. Aquí hay un teléfono. El número es 111-11-111. - Se abrió una portezuela y salió despedido un teléfono que le dio a Bill en el pecho, echándolo hacia atrás. Marcó el número.

- Policía - dijo una voz, y un sargento con cara de bulldog, vistiendo un uniforme azul prusia y un rictus, apareció en la pantalla.

- Deseo denunciar un robo.

- ¿Grave o leve?

- No lo sé. Me han robado mi Plano.

- Leve. Vaya a la estación de policía más cercana. Este es el circuito de emergencia y lo está ocupando ilegalmente. La pena por ocupar ilegalmente un circuito de emergencia es... - Bill apretó con fuerza el botón y la pantalla se oscureció. Se volvió al cajero robot.

- No se devuelve el dinero - dijo este. Bill dio un bufido de impaciencia.

- Cállate. Todo lo que quiero saber es dónde está la estación de policía más cercana.

- Soy un robot cajero y no de información. No tengo ese dato en mi memoria. Le sugiero que consulte su plano.

- ¡Pero si me han robado mi plano!

- Le sugiero que hable con la policía.

- Pero... - Bill se puso rojo y pateó irritado la taquilla.

- No se devuelve el dinero - dijo una voz desde su interior, mientras se alejaba.

- Traguitos, traguitos para que se ponga mona - dijo un robot-bar, acercándose y susurrándole al oído. Luego emitió el sonido de cubos de hielo sonando en un vaso helado.

- Es una estupenda idea. Una cerveza. Grande. - Metió unas monedas en la ranura, y agarró la jarra que cayó por el dispensador, evitando apenas que cayese al suelo. Lo refrescó y lo restauró, y le calmó la irritación. Contempló el letrero que decía: «AL PALACIO ENJOYADO» -. Iré al Palacio. Le daré una mirada, y buscaré a alguien allí que pueda guiarme hasta una estación de policía. ¡Ay!

El robot-bar le había arrancado la jarra de la mano, casi llevándosela el dedo índice en el proceso, y con una impecable precisión robótica la había arrojado a la abierta boca de una rampa de desperdicios, situada a diez metros de distancia, que salía de una pared.

El Palacio Enjoyado parecía ser casi tan accesible como los Jardines Colgantes, y decidió dar cuenta del robo antes de pagar la entrada al recinto verjado que circundaba a una respetable distancia el palacio. Cerca de la entrada había un policía, sacando tripa y haciendo girar su porra, que debía saber dónde se hallaba la estación de policía.

- ¿Dónde está la estación de policía? - preguntó Bill.

- No soy ninguna central de información... Use su Plano.

- Pero - dijo a través de apretados dientes -, no puedo. Me han robado el plano, y es por eso por lo que deseo... ¡Auggh!

Bill había dicho ¡auggh! porque el policía, con un movimiento bien aprendido, le había clavado la porra en el sobaco y acorralado con ella contra un rincón.

- Yo fui soldado antes de lograr pagar mi licencia - dijo el policía.

- Apreciaría mejor sus reminiscencias si me sacara la porra del sobaco - gimió Bill, y luego suspiró agradecido cuando esta desapareció.

- Como fui soldado, no me gustaría ver a un compañero poseedor del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón meterse en líos. Por otra parte, soy un policía honesto y no acepto sobornos, pero si un compañero me prestase veinticinco pavos hasta el día de cobro, le estaría muy agradecido.

Bill había nacido estúpido, pero estaba aprendiendo. El dinero apareció y se desvaneció rápidamente, y el policía se relajó, golpeando con la punta de su porra sus amarillentos dientes.

- Muchacho, déjame que te diga algo antes de hablarte oficialmente en virtud de mi cargo, ya que ahora hemos estado hablando de compañero a compañero. Hay un montón de formas en que meterse en líos aquí en Helior, pero la más fácil es perder el Plano. En Helior eso se paga con la horca. Sé de un chico que fue a la estación para informar que alguien le robó el Plano y lo espesaron antes de que hubieran transcurrido diez segundos, tal vez cinco. Y ahora, ¿qué es lo que querías decirme?

- ¿Tiene lumbre?

- No fumo.

- Entonces, adiós.

- Tómatelo con calma, muchacho.

Bill dobló una esquina y se aplastó contra la pared, respirando profundamente. ¿Y ahora qué? Apenas si podía hallar su camino por aquellos lugares con el plano... ¿cómo iba a hacerlo sin él? Tenía un peso en su interior que trataba de ignorar. Apartó su sensación de terror y trató de pensar, pero pensar la causaba dolor de cabeza. Parecía que hacía años desde su última buena comida, y al pensar en la comida comenzó a segregar saliva a tal velocidad que casi se ahogó. Comida, eso era lo que necesitaba, comida para poder pensar, tenía que relajarse sobre un jugoso filete, y cuando el hombrecillo interior estuviera satisfecho podría pensar claramente y hallar una forma en que salir de este lío. Tenía que haber una forma de hacerlo. Le quedaba casi un día completo antes de tener que regresar al cuartel, y eso era bastante. Dando la vuelta a una esquina, penetró en un alto túnel deslumbrante de luz, y la más brillante de las luces era un signo que decía: «EL TRAJE ESPACIAL DORADO».

- El Traje Espacial Dorado - dijo Bill -. Eso es lo que necesito. Menudo restaurante, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido. He ahí la forma en que volver a recuperar mi antigua moral. Será caro, pero qué infiernos...

Apretándose el cinturón y arreglándose el cuello, subió por las amplias escalinatas doradas y atravesó la imitación de compuerta espacial. El maitre le hizo una seña y le sonrió, la suave música le acarició en el camino, y el suelo se abrió bajo sus pies. Arañando inerme las lisas paredes, cayó por un dorado tubo que se inclinaba gradualmente, hasta que, cuando emergió de él, cruzó el aire y cayó, de bruces, en un polvoriento callejón metálico. Frente a él, pintado en la pared con letras de medio metro de alto, se leía el imperativo mensaje: «LÁRGATE, DESGRACIADO». Se alzó y se quitó el polvo, y un robot se le aproximó y le murmuró al oído con la voz de una joven y bella muchacha:

- Apuesto a que estás hambriento, cariño. ¿Por qué no pruebas la pizza con curry al estilo neoindio de Giuseppe Sing? Estás tan solo a unos pasos de su establecimiento, tienes la dirección en la parte de atrás de la tarjeta.

El robot sacó una tarjeta de una ranura en su pecho y la colocó cuidadosamente en la boca de Bill. Era un robot barato y mal ajustado.

Bill escupió la pastosa tarjeta y la limpió en su pañuelo.

- ¿Qué pasó? - preguntó.

- Apuesto a que estás hambriento, cariño... grrr-ark - el robot cambió de grabación al oír las palabras de Bill -. Has sido expulsado de El Traje Espacial Dorado, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido, porque eres un desgraciado sin dinero. Cuando entraste en el establecimiento te miraron con rayos X y computaron automáticamente el contenido de tus bolsillos. Como este contenido era obviamente inferior a la consumición mínima de entrada, una bebida e impuestos, te expulsaron. Pero aún estás hambriento, ¿no, cariño? - el robot lo miró de reojo y su almibarada y sexy voz surgió por entre las rendijas de su altavoz bucal -. Ven a Sing, en donde la comida es buena y barata. Prueba la fabulosa lasaña de Sing con dahl y salsa de lima.

Bill fue allí, no porque desease nada de esa repugnante concocción italobombayesa, sino porque en la parte trasera de la tarjeta había un mapa de instrucciones. Notaba una sensación de seguridad al saber de nuevo cómo ir de algún punto a otro, siguiendo las direcciones, bajando por aquella escalera, cayendo por aquel tubo gravitatorio, agarrándose como podía a las anillas deslizantes. Tras un último giro, su nariz fue tomada al asalto por una oleada de aroma de grasa rancia, ajo pasado y carne chamuscada, y supo que ya había llegado.

La comida era increíblemente cara, y mucho peor de lo que jamás podría haber imaginado que fuera, pero calmó el doloroso rugir de su estómago, por atontamiento ya que no por placentera saciación. Con una uña trató de desprender horribles trozos de ternilla de entre sus dientes, mientras miraba al hombre sentado frente a él en la mesa, que estaba quejándose en voz baja mientras se obligaba a tragar cucharadas de algo inmencionable. Su compañero de mesa estaba vestido con brillantes ropas festivas, y parecía ser un tipo gordo, amable y amistoso.

- Hey... - dijo Bill, sonriendo.

- Cáete muerto - gruñó el hombre.

- Todo lo que dije fue hey. - Petulantemente.

- Ya es bastante. Todos los que se han molestado en hablarme en las dieciséis horas que he pasado en este llamado planeta de placer, me han timado o estafado o robado mi dinero en una forma u otra. Estoy casi arruinado, y aún me quedan seis días de mi vacación. Ver Helior y Vivir.

- Tan solo quería preguntarle si podría darle una ojeada a su plano mientras está comiendo.

- Ya te he dicho que todo el mundo quiere timarme. Cáete muerto.

- Por favor.

- De acuerdo... Por veinticinco pavos, en contante y por anticipado. Y tan solo mientras esté comiendo.

- ¡Vale! - Bill puso el dinero sobre la mesa de un golpe, se zambulló bajo la mesa y, sentado con las piernas cruzadas, comenzó a ojear furiosamente el volumen, apuntando las instrucciones de viaje tan aprisa como podía encontrar su camino. Sobre él, el gordo continuaba comiendo y gruñendo, y cuando tomaba un bocado particularmente malo, la sacudida tiraba de la cadena y hacía perder el punto a Bill. Este ya había casi logrado marcar una ruta hasta medio camino del refugio en el Cuartel de Tránsito para Tropa antes de que el hombre tirase del libro y se marchase.

 

Cuando Ulises regresó de su terrorífico viaje, se guardó mucho de dañar los oídos de Penélope con los increíbles detalles de su viaje. Cuando Ricardo Corazón de León, finalmente liberado de su calabozo, volvió a casa tras los años repletos de peligros de las Cruzadas, no asaltó la sensibilidad de la reina Berengaria con anécdotas horripilantes, simplemente la saludó y le abrió el cinturón de castidad. Ni yo tampoco, gentil lector, profanaré tu escucha con los peligros y desesperaciones de los periplos de Bill, pues están fuera de todo lo imaginable. Baste decir que lo logró: llegó al C.T.T.

A través de enrojecidos ojos, contempló parpadeante el cartel CUARTEL DE TRÁNSITO PARA TROPA, y luego tuvo que apoyarse contra la pared, pues la alegría lo dejaba sin fuerzas. ¡Lo había logrado! Tan solo había sobrepasado en ocho días su permiso, y esto no podía importar mucho. Pronto se hallaría de nuevo entre los amistosos brazos de los soldados, apartado de los kilómetros sin fin de corredores metálicos, las multitudes continuamente apresuradas, los toboganes, corredizos resbalantes, tubos gravitatorios, elevadores, subidas de succión y demás. Podría emborracharse con sus compañeros y dejar que el alcohol disolviese las memorias de sus terribles viajes, tratando de olvidar el horror sin fin de aquellos días errabundos, sin comida ni agua, ni el sonido de una voz humana, tambaleándose sin fin a través de las profundidades estigias de los Niveles del Papel Carbón. Todo esto había pasado. Se sacó el polvo de su arrugado uniforme, dándose vergonzosa cuenta de los descosidos, arrugas y botones que le faltaban. Si podía meterse en el cuartel sin ser detenido, se cambiaría de uniforme antes de presentarse al oficial de guardia.

Algunas cabezas se volvieron hacia él, pero logró pasar perfectamente por la sala de día hasta llegar a los dormitorios. Solo que su colchón estaba enrollado, habían desaparecido sus mantas y su taquilla estaba vacía. Comenzaba a creer que se encontraba en un lío, y para los soldados un lío nunca es algo fácil. Reprimiendo una gélida sensación de desesperación, se aseó como mejor pudo en la letrina, dio un trago reparador del grifo de agua fría, y luego se arrastró hasta la sala de día. El sargento primero estaba en su escritorio, un gigantesco hombre, musculoso y de aspecto sádico, con una piel oscura del mismo color que la de su viejo amigo Tembo. Tenía un muñeco de plástico ataviado con uniforme de capitán en una mano, y le estaba clavando clips desdoblados con la otra. Sin volver la cabeza, giró los ojos hacia Bill y dio un bufido.

- Estás en un buen lío, soldado, al venir a la sala de día con un uniforme como ese.

- Estoy en un lío más grande del que se imagina, sargento - dijo Bill, apoyándose débil en el escritorio. El sargento contempló las asimétricas manos de Bill, mientras sus ojos corrían rápidamente de una a otra.

- ¿De dónde has sacado esa mano, soldado? ¡Habla! Conozco esa mano.

- Perteneció a un amigo mío, y también tengo el brazo que iba con ella.

Ansioso por pasar a cualquier tema que no fuera el de sus crímenes militares, Bill extendió la mano para que el sargento la contemplara. Pero se horrorizó cuando los dedos formaron un duro puño, los músculos se apretaron en su brazo, y el puño voló hacia adelante para dar de lleno en la mandíbula del sargento primero, echándolo hacia atrás con silla y todo.

- ¡Sargento! - gritó Bill, y agarró su mano rebelde con la otra, llevándola, no sin luchar, de nuevo a su costado.

El sargento se alzó lentamente, y Bill se echó hacia atrás, temblando. No se lo podía creer cuando vio que el sargento se sentaba de nuevo, sonriendo.

- Ya sabía yo que conocía esa mano, es la de mi viejo amigo Tembo. Siempre bromeábamos así. Ten buen cuidado con esa mano, ¿me escuchas? ¿Llevas algo más de Tembo por ahí? - y cuando Bill le dijo que no, repicó un rápido toque de tam-tam en el borde del escritorio -. Bueno, se ha ido al Gran Rito Jujú en el cielo. - La sonrisa se desvaneció y volvió a aparecer el rictus -. Estás en un buen lío, soldado. Déjame ver tu tarjeta de identificación.

La arrancó de los inertes dedos de Bill y la introdujo en una rendija del escritorio. Parpadearon luces, zumbó un mecanismo, vibró, y se encendió una pantalla. El sargento primero leyó el mensaje que allí había y, mientras lo hacía, el rictus desapareció de su rostro para ser reemplazado por una expresión de fría cólera. Cuando volvió a llevar sus ojos a Bill, eran rendijas entrecerradas que lo clavaron al suelo con una mirada que podría cortar la leche en un instante o destruir formas de vida inferiores como roedores o cucarachas. Congeló la sangre de Bill en sus venas y envió por su cuerpo un estremecimiento que lo hizo agitarse como un arbusto al viento.

- ¿De dónde robaste esta tarjeta de identificación? ¿Quién eres?

Al tercer intento, Bill logró extraer algunas palabras de sus paralizados labios.

- Soy yo... Esa es mi tarjeta... Soy yo, el técnico en fusibles de primera clase Bill...

- Eres un mentiroso - una uña exclusivamente diseñada para seccionar venas yugulares golpeó la tarjeta -. Esta tarjeta debe de haber sido robada, porque el técnico en fusibles de primera clase Bill partió de aquí hace ocho días. Eso es lo que dice el archivo, y los archivos no mienten. Te la has cargado, estúpido.

Apretó un botón rojo marcado POLICÍA MILITAR, y a lo lejos se pudo oír un timbre de alarma zumbando irritadamente. Bill agitó los pies y sus ojos rodaron, buscando una forma en que escapar.

- Aguántalo ahí, Tembo - saltó el sargento -. Quiero llegar al fondo de esto.

El brazo izquierdo/derecho de Bill se agarró al borde del escritorio, y no pudo arrancarlo de allí. Aún se estaba peleando con él cuando resonaron pesadas botas a sus espaldas.

- ¿Qué pasa? - gruñó una voz familiar.

- Usurpación de la personalidad de un suboficial más otros cargos de menor importancia que no importan, pues este solo ya implica una lobotomía con arco voltaico y treinta latigazos.

- Oh, señor - rió Bill, girando y alegrando sus ojos al ver una muy odiada figura -. ¡Deseomortal Drang! Dígales que me conoce.

Uno de los dos hombres era el usual bruto de casco rojo, porra y pistola, con forma humana. Pero el otro tan solo podía ser Deseomortal.

- ¿Conoce al prisionero? - preguntó el sargento primero.

Deseomortal bizqueó, recorriendo con sus ojos todo el cuerpo de Bill.

- Conocí a un trasteafusibles de sexta clase llamado Bill, pero tenía dos manos que se complementaban. Hay algo bastante extraño aquí. Le atizaremos un poco en el cuerpo de guardia y ya le haremos saber lo que confiese.

- Afirmativo. Pero cuidado con el brazo izquierdo. Es de un amigo mío.

- No lo tocaremos.

- ¡Pero yo soy Bill! - gritó Bill -. Ese soy yo, el que está en mi tarjeta. Puedo probarlo.

- Es un impostor - dijo el sargento, y señaló a los controles de su escritorio -. Los archivos dicen que el técnico en fusibles de primera clase Bill partió de aquí hace ocho días, y los archivos no mienten.

- Los archivos no pueden mentir, o no existiría el orden en el universo - dijo Deseomortal, atornillando profundamente su porra en las tripas de Bill y empujándolo hacia la puerta -. ¿Aún no han llegado esos aprietapulgares que reclamamos? - le preguntó al otro PM.

Tan solo pudo ser la fatiga lo que llevó a Bill a hacer lo que hizo. La fatiga, la desesperación, y el miedo combinados que le dominaron, pues en lo más profundo de su corazón era un buen soldado, y había aprendido a ser Bravo, y Limpio, y Reverente, y Heterosexual, y todo lo demás. Pero cada hombre tiene su punto de rotura, y Bill había llegado al suyo. Tenía fe en la imparcialidad de la justicia, pues no le habían enseñado la verdad, pero en realidad era el pensamiento de la tortura lo que le molestaba. Cuando sus ojos, enloquecidos por el miedo, vieron el cartel que decía LAVANDERIA, una sinapsis se cerró, sin volición consciente por su parte, y saltó hacia adelante, arrancándose con su repentina y desesperada acción de la mano que lo aferraba por el brazo. ¡Huida! Tras la portezuela basculante en la pared, debía de haber una caída hasta la lavandería con un hermoso montón de suaves sábanas y toallas al fondo que amortiguarían su caída. ¡Podría escapar! Ignorando los terribles y bestiales gritos de los PM, se zambulló de cabeza por la abertura.

Cayó un metro y medio, dio de cabeza, y casi se la abrió. No era una caída, sino una profunda caja metálica de recogida.

Tras él, los PM golpeaban la portezuela basculante, pero no podían moverla ya que las piernas de Bill la habían bloqueado e impedían que se abriese.

- ¡Está cerrada! - gritó Deseomortal -. ¡Nos la ha jugado! ¿Adónde va a parar esa caída de lavandería? - cometiendo la misma equivocación de Bill.

- No lo sé, yo también soy nuevo aquí - jadeó el otro hombre.

- ¡Serás nuevo en la silla eléctrica si no encontramos a ese cerdo!

Las voces disminuyeron mientras las pesadas botas corrían alejándose, y Bill se estremeció. Su cuello estaba doblado en un ángulo raro y le dolía, sus rodillas le apretaban el pecho, y estaba medio sofocado por la ropa contra la que se aplastaba su rostro. Trató de extender las piernas y empujar la tapa de metal, pero se oyó un click cuando algo se abrió y cayó hacia adelante, al abrirse la caja de recogida al corredor de servicio al otro lado de la pared.

- ¡Ahí está! - dijo una odiada voz familiar, y Bill se tambaleó alejándose. Las botas que corrían estaban pisándole los talones cuando llegó a un tubo gravitatorio y de nuevo se zambulló de cabeza, con bastante más éxito esta vez. Cuando los apoplécticos PM saltaron tras él, el mecanismo automático los separó unos buenos cinco metros unos de otros. Era una caída lenta y suave, y la visión de Bill se aclaró finalmente. Miró hacia arriba, y se estremeció a la vista de la fisonomía repleta de colmillos de Deseomortal flotando tras él.

- Viejo amigo - sollozó Bill, juntando sus manos en una actitud de ruego -. ¿Por qué me persigue?

- No me llames amigo, espía chinger. Ni siquiera eres un buen espía: tus brazos no concuerdan - mientras caía, Deseomortal sacó la pistola de la funda y la apuntó directamente entre los ojos de Bill -. Muerto mientras tratabas de escapar.

- Tenga piedad - rogó Bill.

- Muerte a los chingers - apretó el gatillo.

 

CUATRO

 

La bala surgió lentamente de entre la nube de gases en expansión, y planeó medio metro hacia Bill antes de que el zumbante campo gravitatorio la detuviese. La simple mente del mecanismo automático tradujo la velocidad de la bala como masa y asumió que otro cuerpo había entrado en el tubo gravitatorio, y le dio una posición. La caída de Deseomortal se detuvo hasta que se halló a cinco metros por detrás de la bala, mientras que el otro PM también asumía la misma posición relativa tras él. El vacío entre Bill y sus perseguidores era ahora el doble, y aprovechó esto, saliendo por la abertura del siguiente nivel. Un elevador abierto lo atrajo hacia sí, y se metió en su interior y cerró la puerta antes de que el blasfemante Deseomortal pudiera surgir del tubo.

Tras esto, la escapatoria fue simplemente cuestión de enmarañar su rastro. Utilizó diferentes métodos de transporte, al azar, y durante todo el tiempo estuvo huyendo hacia niveles inferiores como si buscase, cual un topo, escapar horadando un hueco. Lo que finalmente lo detuvo fue el agotamiento, haciéndole caer al suelo, apoyado contra una pared y jadeando como un triceratops en celo. Gradualmente, tuvo conciencia de sus alrededores, dándose cuenta de que estaba a profundidades mayores de las que jamás había alcanzado. Los corredores eran tétricos y antiguos, manufacturados con planchas metálicas ribeteadas. Pilares masivos, algunos de ellos de más de una treintena de metros de diámetro, rompían la aridez de las paredes, grandes estructuras que soportaban la masa del mundo-ciudad de encima. La mayor parte de las puertas que veía estaban cerradas y atrancadas, con complejos candados colgando de ellas. También se dio cuenta de que había menos luz, mientras arrastraba cansadamente sus pies buscando algo que beber: su garganta ardía como fuego. Delante de él, en la pared, se hallaba un dispensador de bebidas, diferenciándose de la mayor parte de los que había visto porque el frontis del mecanismo estaba reforzado con gruesas barras de acero, y adornado con un gran cartel que decía: Esta máquina está protegida por alarmas tipo los-cuece-vivos. cualquier intento de abrir el mecanismo hará pasar cien mil voltios por el culpable. halló las monedas suficientes en su bolsillo para pagar una heroína-cola doble, y se echó cuidadosamente hacia atrás, fuera del radio de acción de cualquier chispa, mientras se llenaba el vaso.

Se sentía mucho mejor tras bebérsela, hasta que miró su billetero y entonces se sintió mucho peor. Tenía ocho pavos imperiales, y cuando se le acabasen: ¿entonces qué? La piedad por sí mismo logró atravesar el bloque que el cansancio y las drogas establecían sobre sus sentidos, y lloró. Se daba cuenta, en forma vaga, de que ocasionalmente pasaba alguien, pero no prestaba atención. No, hasta que tres hombres se detuvieron frente a él y dejaron que un cuarto cayera al suelo. Bill los contempló, y luego apartó la mirada, mientras sus palabras llegaban vagamente a sus oídos, sin que esto registrase significado, pues se lo estaba pasando mucho mejor hundiéndose en su lacrimosa desesperación.

- Pobre viejo Golph. Parece que está acabado.

- Seguro. Está teniendo la agonía más bonita que jamás he oído. Dejadlo aquí para que lo recojan los robots de limpieza.

- ¿Pero qué hay del trabajo? Tenemos que ser cukoo para que salga bien.

- Demos una mirada a este desplanado.

Una pesada bota golpeando al costado de Bill lo hizo rodar y llamó su atención. Parpadeó, contemplando el círculo de hombres, todos ellos similares en sus andrajosas ropas, sucias pieles y barbudos rostros. Todos eran diferentes en su tamaño y forma, aunque todo tenían algo en común: ninguno de ellos llevaba un Plano, y todos ellos parecían extrañamente desnudos sin los pesados volúmenes colgantes.

- ¿Dónde está tu plano? - preguntó el mayor y más peludo, dando otra patada a Bill.

- Robado... - comenzó a llorar de nuevo.

- ¿Eres soldado?

- Se me quedaron mi tarjeta de identificación...

- ¿Tienes pavos?

- Desaparecidos. Todos han desaparecido... como los envases no canjeables de la antigüedad.

- Entonces eres uno de los desplanados - cantaron al unísono, ayudándole a ponerse en pie -. Y ahora, únete a nosotros en la canción de los desplanados - y con trémulas voces cantaron:

- Mantenéos unidos todos y uno, pues los Hermanos Desplanados siempre deberán unirse y luchar para conseguir el derecho de que el poder se desplome y la verdad triunfe, y para que así nosotros, que otrora fuimos libres, podamos alguna vez ser libres para ver los cielos del azul encima, y oír el gentil glop-glop de la nieve.

- No rima demasiado bien - dijo Bill.

- Ah, andamos faltos de talentos por aquí abajo, andamos - dijo el más pequeño y viejo de los desplanados, tosiendo con una tos entrecortado y raquítica.

- Cállate - dijo el más grande, dándole un puñetazo en los riñones al viejo; y dirigiéndose luego a Bill -: Soy Litvok, y esta es mi manada. Formas parte de mi manada ahora, recién llegado, y tu nombre es Golph 28169 menos.

- No, no lo soy. Mi nombre es Bill, y es más fácil de decir... - le dieron otra patada..

- ¡Cierra el pico! Bill es un nombre difícil porque es un nombre nuevo, y nunca recuerdo nombres nuevos. Yo siempre he tenido un Golph 28169 menos en mi manada. ¿Cuál es tu nombre?

- Bi... ¡ay! ¡Quiero decir Golph!

- Así está mejor... pero no olvides que también tienes un apellido.

- Yo estoy hambriento - gimió el viejo -. ¿Cuándo vamos a hacer el asalto?

- Ahora. Seguidme.

Pasaron por encima del viejo Golph etc., que había expirado mientras se iniciaba el nuevo, y se apresuraron a lo largo de un oscuro y húmedo pasadizo. Bill los siguió, preguntándose en dónde se había metido ahora, pero demasiado cansado como para preocuparse en este momento. Estaban hablando de comida; después de conseguirse alguna comida podría pensar qué hacer a continuación, pero mientras tanto se sentía contento porque alguien se ocupase de él y pensase por él. Era como volver a estar de nuevo con el ejército, solo que mejor, pues uno no tenía que afeitarse.

El pequeño grupo de hombres emergió a una sala brillantemente iluminada, molestándoles algo el repentino resplandor. Litvok les hizo una seña para que se detuvieran y miró cuidadosamente en ambas direcciones, luego hizo pantalla con una mano rebozada de suciedad detrás de su oreja en forma de coliflor y escuchó, frunciendo el ceño por el esfuerzo.

- Parece que todo está bien. Schmutzig, tú te quedas aquí y das la alarma si viene alguien; Sporco, atraviesa la sala hasta el otro lado y haz lo mismo; tú, el nuevo Golph, vienes conmigo.

Los dos centinelas se dirigieron hacia sus puestos, mientras Bill seguía a Litvok hasta una salita que contenía una puerta metálica cerrada que el fornido jefe abrió con un simple golpe de martillo de metal que sacó de algún lugar oculto entre sus mugrientas ropas. En el interior, había un cierto número de tubos de diversas dimensiones que se alzaban del suelo y se desvanecían en el techo de arriba. Cada tubo estaba marcado con un número, y Litvok lo señaló.

- Tenemos que encontrar el kl-9256-B - dijo -. Vamos.

Bill encontró rápidamente el tubo, tenía el grosor de su muñeca, y acababa de llamar al jefe de la manada cuando sonó un agudo silbido en la sala.

- ¡Fuera! - dijo Litvok, y empujó a Bill frente a él. Luego cerró la puerta y se puso frente a ella, de tal forma que con su cuerpo cubría la cerradura rota. Se oyó un siseo y un ronroneo crecientes que se acercaban desde la sala hacia ellos, mientras esperaban en la salita. Litvok ocultaba su martillo tras de sí, y el ruido creció hasta que apareció un robot de limpieza que giró hacia ellos sus ojos binoculares montados sobre antenas.

- ¿Harán el favor de echarse a un lado? Este robot desea limpiar el lugar en el que se encuentran - dijo una voz grabada desde el interior del robot, con tono firme. Hizo girar esperanzado sus cepillos en su dirección.

- Lárgate - gruñó Litvok.

- La interferencia con un robot de limpieza durante el desempeño de su deber es un crimen castigable, al mismo tiempo que un acto antisocial. ¿Se han entretenido en pensar cuál sería la situación si el Departamento de Limpieza no...?

- Bocazas - rugió Litvok, y golpeó al robot en la parte alta de su caja craneana con el martillo.

- ¡Uonkiti! - aulló el robot, y escapó zigzagueando a lo largo de la sala, chorreando agua por sus aspersores.

- Acabemos con esto - dijo Litvok, abriendo de nuevo la puerta. Le entregó el martillo a Bill, y sacando una sierra de metales de algún lugar de sus despedazadas ropas atacó la tubería con frenéticos tirones. La tubería de metal era dura, y al cabo de un minuto ya estaba empapado en sudor y comenzaba a cansarse.

- Sigue tú - le chilló a Bill -, ve tan de prisa como puedas, y luego te sustituiré.

Turnándose, les llevó menos de tres minutos el segar completamente el tubo. Litvok volvió a meterse la sierra entre sus ropas y tomó el martillo.

- Prepárate - dijo, escupiendo en sus manos y dando luego un tremendo martillazo a la tubería.

Con dos golpes logró que la parte superior del tubo cortado se doblase hasta desalinearse con la parte inferior, y del orificio comenzó a manar un río sin fin de salchichas tipo Frankfurt verdes enlazadas. Litvok tomó un extremo de la cadena y se lo echó por sobre los hombros de Bill, luego comenzó a enrollar vueltas y más vueltas de las cosas sobre sus hombros y brazos, cada vez más alto. Llegaron al nivel de los ojos de Bill, y este pudo leer las blancas letras estampadas sobre sus formas de color gris hierba: SUPERCLORAS, decía, y también: ¡REPLETAS DE SOL! y: LA MARCA DE DISTINCIÓN, y: PRUEBE NUESTRAs TROTAMBURGUESAS LA PRÓXIMA VEZ.

- Ya basta - gruñó Bill, tambaleándose bajo el peso. Litvok cortó la cadena y comenzó a enrollársela sobre sus propios hombros, cuando el fluir de cosas verdes cesó repentinamente. Tiró de las últimas que quedaban en el tubo y corrió hacia la puerta.

- Ha sonado la alarma, nos persiguen. ¡Huyamos antes de que lleguen los polis! - Silbó fuertemente, y los vigías llegaron corriendo para unírselas. Corrieron, con Bill tambaleándose bajo el peso de las salchichas, en una carrera de pesadilla a través de los túneles, bajando escaleras de mano y tubos aceitados, hasta que alcanzaron una polvorienta área desierta en la que las débiles luces eran pocas y muy espaciadas. Litvok abrió una trampilla del suelo y se dejaron caer uno a uno, para arrastrarse por un túnel de cables y tubos entre dos niveles. Schmutzig y Sporco iban detrás para recoger las salchichas que caían de la dolorida espalda de Bill. Finalmente, a través de una rejilla cortada, llegaron a su totalmente oscuro destino, y Bill se derrumbó en el suelo, que se hallaba cubierto de despojos. Con gritos de ansia, los otros le arrebataron su carga, y al cabo de un minuto ardía un fuego en una papelera de metal y las verdes salchichas se estaban tostando en una parrilla.

El delicioso olor de la clorofila asada animó a Bill, que miró a su alrededor con interés. A la parpadeante luz de las llamas vio que se encontraba en una inmensa cámara que se desvanecía por todos los lados en la oscuridad. Unos gruesos pilares soportaban el techo y la ciudad de encima, y entre ellos se alzaban inmensas pilas y montones de todos los tamaños. El viejo, Sporco, caminó hasta el montón más cercano y arrancó algo. Cuando regresó, Bill pudo ver que llevaba hojas de papel, que comenzó a echar una a una al fuego. Una de las hojas cayó cerca de Bill, y este vio, antes de echarla a las llamas, que se trataba de un impreso gubernamental de algún tipo, amarillento por la edad.

Aunque a Bill nunca le habían gustado las supercloras, le encantaron ahora. El apetito servía de salsa, y el papel ardiendo les daba un nuevo sabor. Ayudaron a pasar las salchichas con herrumbrosa agua de un cubo colocado bajo una gotera de una tubería, con lo que tuvieron un festín de reyes. Esta es la buena vida, pensó Bill, sacando otra super del fuego y sorbiendo: buena comida, buena bebida, buenos amigos. Un hombre libre.

Litvok y el viejo ya estaban durmiendo sobre camas hechas con papel arrugado, cuando el otro, Schmutzig, se acercó a Bill.

- ¿Has encontrado mi tarjeta de identidad? - preguntó con un hueco suspiro, y Bill se dio cuenta de que el hombre estaba loco. Las llamas se reflejaban en forma extraña en los astillados cristales de sus gafas, y Bill pudo ver que tenían montura de plata, y que en otro tiempo debieron de ser muy caras. Alrededor del cuello de Schmutzig, medio ocultos por su descuidada barba, se encontraban los restos de un cuello de camisa, y jirones de lo que en otro tiempo fue una elegante corbata.

- No, no he visto tu tarjeta de identidad - dijo Bill En realidad, no he visto la mía desde que el sargento primero se la llevó y se olvidó de devolvérmela. - Bill comenzó a sentirse compasivo hacia sí mismo de nuevo, y las asquerosas salchichas estaban pesando como plomo en su estómago. Schmutzig ignoró su respuesta, inmerso como estaba en su mucho más interesante monomanía.

- Soy un hombre importante, ¿sabes?: Schmutzig von Drek es un nombre que cuenta, ya se enterarán. Creen que pueden salirse con la suya, pero no podrán. Dijeron que era un error, un simple error, que la grabación en los archivos se rompió, y cuando la repararon tuvieron que cortar un trocito chiquito, y que allí era donde estaba la información acerca de mí. La primera noticia que tuve de ello fue cuando a final de mes no llegó mi paga, y fui a verlos y pareció que nunca habían oído hablar de mí. Pero todo el mundo ha oído hablar de mí, von Drek es un apellido muy antiguo. Ya era jefe intermedio antes de cumplir los veintidós, y tenía trescientos cincuenta y seis operarios bajo mis órdenes en la División de Grapas y Clips para Papel de la 89.11 Ala de Abastecimiento para Oficinas. Así que no podían hacerme creer que jamás habían oído hablar de mí, aunque hubiera olvidado mi tarjeta de identificación en casa, en otro traje. Ni tenían razón para llevarse todo lo que había en mi departamento mientras yo estaba fuera de él tan solo porque estaba arrendado a lo que ellos llamaban una persona imaginaria. Podría haber probado que era quien decía si hubiera tenido mi tarjeta de identidad... ¿Has visto mi tarjeta de identidad?

Ahora me toca a mí, pensó Bill. Y dijo en voz alta:

- Eso suena a mala pasada. Te diré lo que haré: te ayudaré a buscarla. Me iré por ahí a ver si la encuentro.

Antes de que la confusa cabeza de Schmutzig pudiera pensar una respuesta, Bill ya se había escabullido por entre los montañosos montones de viejos archivos, muy contento consigo mismo por haber logrado ser más listo que un loco de mediana edad. Se sentía placenteramente repleto, y cansado, y no quería ser molestado de nuevo. Lo que necesitaba ahora era una buena noche de descanso, y luego, por la mañana, ya pensaría en todo este lío, y hasta quizá encontrase cómo salir de él. Tanteando su camino por entre los atiborrados pasadizos, recorrió una larga distancia, separándose de los otros desplanados, antes de subir a un tambaleante montón de papel y, de ahí, subir a otro aún más alto. Suspiró aliviado y arregló un mantoncito de papel para que le sirviera de almohada, y cerró después los ojos.

Entonces las luces se encendieron en hileras en el techo del almacén, y agudos silbatos de la policía sonaron por todas partes, así como gritos guturales que lo llenaron de terror.

- ¡Agarra a ese! ¡No lo dejes escapar!

- ¡Ya tengo a este ladrón!

- Vosotros, malditos desplanados, habéis robado vuestra última superclora. Os mandarán a las minas de sales de uranio de Zana-21

Y luego:

- ¿Los tenemos a todos...? - y mientras Bill seguía recostado, agarrándose desesperadamente a los impresos, y con el corazón palpitando aterrorizado, llegó por fin la respuesta:

- Sí, cuatro. Los hemos estado vigilando durante mucho tiempo, esperando agarrarlos si intentaban algo como esto.

- Pero aquí solo hay tres.

- Vi al cuarto antes: se lo llevaba un robot de limpieza, y estaba tan tieso como un palo.

- Afirmativo. Entonces vámonos.

El miedo corrió de nuevo a través de Bill. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguno del grupo hablase y lo delatase para mejorar su situación, diciéndole a los polis que acababan de conseguir un nuevo recluta? Tenía que irse de allí. Toda la policía parecía estar ahora reunida alrededor de donde habían asado las salchichas, y tenía que correr el riesgo. Deslizándose de la pila tan silenciosamente como pudo, comenzó a reptar en dirección opuesta. Si no había salida en aquella dirección, estaba atrapado... ¡No tenía que pensar así! Tras él sonaron silbatos, y supo que ya habían comenzado a perseguirlo. La adrenalina fluyó a raudales en su riego sanguíneo, y salió corriendo hacia adelante, mientras las ricas proteínas equinas de las salchichas añadían fuerza a sus piernas y le imprimían una carrera que era un verdadero trote. Delante de él vio una puerta, y se echó con todo su peso contra ella. Por un instante permaneció inmóvil, y luego se abrió rechinando sobre sus oxidadas bisagras. Sin reparar en el peligro, se abalanzó por una escalera en espiral, bajando y bajando, hasta llegar a otra puerta, huyendo locamente, pensando únicamente en el escape.

De nuevo, con el instinto de un animal perseguido, huyó hacia abajo. No se fijó en que las paredes estaban ahora remachadas y en algunos sitios recubiertas de óxido, ni pensó que era poco usual el que tuviera que abrir una atrancada puerta de madera: ¡madera en un planeta que no había visto un árbol en un centenar de milenios! El aire era más húmedo y a veces maloliente, y su empavorecida carrera lo llevó a través de un túnel de piedra en el que bestias innominadas huyeron frente a él con el tamborileo de malignas garras. Había largos espacios condenados a la oscuridad eterna, en donde tenía que hallar su camino a tientas, corriendo sus dedos a lo largo del repugnante y viscoso moho que cubría las paredes. Donde había luces, brillaban débilmente tras sus cargas de telarañas y cadáveres de insectos. Chapoteó a través de charcos de agua estancada, hasta que, lentamente, la extrañeza de lo que lo rodeaba le penetró y le hizo mirar a su alrededor. En el suelo, bajo sus pies, había otra puerta, y aún impelido por el reflejo de la huida la abrió, pero no llevaba a ninguna parte. En lugar de esto daba acceso a un depósito de alguna clase de metal granuloso, no muy diferente al azúcar en bruto. Aunque quizá fuese un aislamiento. Tal vez fuera comestible. Se inclinó y cogió un poco entre sus dedos, y lo aplastó con los dientes. No, no era comestible. Lo escupió, aunque había algo realmente familiar en él. Entonces recordó.

Era polvo. Tierra. Suelo. Arena. La cosa esa de que están hechos los planetas, de que este planeta estaba hecho. ¡Era la superficie de Helior, sobre la que descansaba el increíble peso de aquella ciudad que circundaba el mundo! Miró hacia arriba, y por un inenarrable momento se dio cuenta repentinamente de aquel peso, de todo aquel peso, sobre su cabeza, apretando y tratando de aplastarlo. Ahora estaba en el fondo, en el verdadero fondo, y obsesionado por una claustrofobia galopante. Dando un débil gemido, corrió por el pasillo hasta que llegó a una inmensa puerta sellada y atrancada. No había salida por allí. Y cuando miró al oscuro grosor de la puerta, decidió que realmente no deseaba continuar por aquel camino. ¿Qué innombrables horrores podían acechar tras una puerta como aquella, situada en el fondo del mundo?

Entonces, mientras la contemplaba, paralizado y con los ojos muy abiertos, la puerta chirrió y comenzó a abrirse. Dio la vuelta para echar a correr, y gritó muy alto su terror cuando algo lo aferró en un apretón irresistible...

 

CINCO

 

No es que Bill no tratara de resistirse, pero era imposible. Se agitó entre las garras de esquelético blancura que lo aferraban, y trató fútilmente de arrancárselas de sus brazos, mientras todo el rato daba débiles gemidos de desesperación, como un borrego apresado por las garras de un águila. Agitándose sin efectividad, fue arrastrado hacia atrás a través del tremendo pórtico que se abrió sin intervención de mano humana.

- Bienvenido... - dijo una voz sepulcral, y Bill se tambaleó cuando el apretón inmovilizador fue soltado, y luego se giró para enfrentarse con el gran robot blanco, ahora inmóvil. Al lado del robot se alzaba un hombrecillo de chaqueta blanca, que llevaba puesta una enorme cabeza monda y una sena expresión.

- No tiene por qué decirme su nombre - dijo el hombrecillo -, a menos que lo desee. Pero yo soy el Inspector Jeyes. ¿Ha venido en busca de asilo?

- ¿Acaso lo ofrece? - preguntó Bill, dubitativo.

- Es un punto interesante, muy interesante - Jeyes se frotó sus arrugadas manos con un sonido seco y áspero -. Pero no debemos meternos ahora en argumentos teológicos, a pesar de lo tentadores que puedan ser, se lo aseguro. Así que creo que lo mejor será que haga una declaración de hecho, sí, realmente. Encontrará asilo aquí... ¿Ha venido para obtenerlo?

Bill, ahora que se había recobrado de su primitiva emoción, estaba comportándose cautelosamente, recordando todos los follones en que se había visto envuelto por abrir su boca.

- Escuche, no sé ni quien es usted ni donde estoy, ni qué me pedirá a cambio de eso del asilo.

- Muy correcto, aunque le aseguro que el error fue mío, ya que le tomé por uno de los desplanados de la ciudad, a pesar de que me doy cuenta de que los harapos que lleva puestos fueron en otro tiempo el uniforme de paseo de un soldado, y que el trozo de latón oxidado en su pecho es lo que resta de una noble condecoración. Bienvenido a Helior, el Planeta Imperial. Y ¿qué tal va la guerra?

- Bien, gracias... Pero ¿a qué viene todo esto?

- Soy el inspector Jeyes, del Departamento Municipal de Limpieza. Puedo ver, y sinceramente espero que perdonará mi indiscreción, que se halla usted en dificultades, mal uniformado, sin Plano, y tal vez hasta le habrá desaparecido su tarjeta de identidad. - Contempló el inquieto agitarse de Bill con ojos astutos, de pájaro -. Pero no tiene por qué ser así. Acepte el asilo. Proveeremos por ustedes, le daremos un buen trabajo, un nuevo uniforme, y hasta una nueva tarjeta de identidad.

- ¡Todo lo que tengo que hacer es convertirme en un barrendero! - resopló Bill.

- Preferimos la apelación de Agentes de Saneamiento - contestó humildemente el inspector Jeyes.

- Ya me lo pensaré - dijo fríamente Bill.

- ¿Puedo ayudarle a llegar a una decisión? - preguntó el inspector, apretando un botón en la pared. El pórtico a la oscuridad total se abrió de nuevo, chirriante, y el robot agarró a Bill y comenzó a empujarle.

- ¡Asilo! - chilló Bill, y luego resopló cuando el robot lo soltó y la puerta se cerró de nuevo -. Iba a pedirlo de todas maneras, no tenía por qué empujarme.

- Un millar de excusas, deseamos que se sienta feliz aquí. Bienvenido al DM de L. Aún corriendo el riesgo de embarazarle, ¿podría preguntarle si necesitará una nueva tarjeta de identidad? Muchos de nuestros reclutas prefieren iniciar una nueva vida aquí en el departamento, y tenemos una vasta selección de tarjetas entre las que pueden escoger. Tiene que recordar que eventualmente acabamos recogiéndolo todo, incluyendo los cadáveres y las papeleras vaciadas, y le sorprendería el número de tarjetas que recogemos de esta forma. Si me hace el favor de entrar en este ascensor...

El DM de L tenía un montón de tarjetas, cajones y cajones de ellas, limpiamente archivadas por orden alfabético. En poco tiempo, Bill encontró una con una descripción que se aproximaba bastante a la suya, emitida a nombre de un tal Wilhelm Stuzzicadenti, y se la enseñó al inspector.

- Muy bien, me alegra contar con usted, Villy...

- Prefiero que me llame Bill.

- ...y bienvenido al servicio, Bill. Siempre estamos faltos de personal aquí abajo, y podrá escoger las tareas que desee, sí, realmente, dependiendo naturalmente de su talento y de sus intereses. Cuando piensa en limpieza, ¿qué es lo que le viene a la mente?

- Basura.

El inspector suspiró.

- Esa es la reacción usual, pero había esperado algo mejor de usted. La Basura es una de las cosas con la que nuestra División de Recogida tiene que enfrentarse. También hay Restos, Desperdicios y Porquería. Además, hay los otros departamentos independientes: Limpieza de los Departamentos, Reparación de Cañerías, Investigación, Eliminación de Aguas Residuales...

- Este último suena realmente interesante. Antes de que fuera alistado a la fuerza estaba cursando por correspondencia la carrera de Operador Técnico en Fertilizantes.

- ¡Pero si esto es maravilloso! Tiene que contarme más de eso. Pero antes siéntese, póngase confortable - llevó a Bill hasta un enorme sillón tapizado, y luego se giró para sacar dos recipientes de plástico de un dispensador -, y tómese una refrescante Alco-Sacudida mientras habla.

- No hay mucho que decir, nunca pude terminar mi carrera, y parece que jamás lograré satisfacer mi ambición de toda la vida de trabajar con fertilizantes. Tal vez su Departamento de Eliminación de Aguas Residuales...

- Lo siento, es algo que me destroza el corazón, visto que casi coincide con su especialidad por así decirlo, pero esa es una tarea que no nos da ningún problema, ya que está casi totalmente automatizada. Estamos muy satisfechos de nuestro récord con las aguas residuales porque es realmente grande: debe de haber ciento cincuenta mil millones de personas en Helior...

- ¡Huau!

- ...tiene razón, puedo verlo en el brillo de su ojos. Sí, ese es un montón de aguas residuales, y espero en algún momento tener el honor de mostrarle nuestra factoría. Pero recuerde, donde hay aguas residuales tiene que haber comida, y con Helior importando toda su comida tenemos una operación en círculo cerrado que es el sueño de un ingeniero de Saneamiento. Las naves de los planetas agrícolas traen la comida procesada que va a la población, donde sufre lo que podríamos llamar la Cadena de Mando. Nosotros recogemos los efluvios y los procesamos, con los tratamientos usuales, físicos y químicos, bacterias anaerobias y similares... ¿No le estoy aburriendo con todo esto?

- No, por favor... - dijo Bill, sonriendo y secándose una lágrima con el puño -. Es simplemente que me siento tan feliz. Hacía tanto que no tenía una conversación inteligente...

- Ya me lo puedo imaginar; tiene que ser brutal en el servicio. - Le dio una palmada a Bill en el hombro, en un amistoso gesto de bienvenida -. Olvídese de todo eso: ahora está entre amigos. ¿Dónde estábamos? Oh, sí, las bacterias. Entonces hay la deshidratación y la compresión. Producimos uno de los mejores ladrillos de fertilizante condensado de toda la galaxia civilizada, y me enfrentaría con cualquiera que tratase de negarlo...

- ¡Y seguro que ganaría! - afirmó fervientemente Bill.

- Las cadenas automáticas y los ascensores se llevan los ladrillos a los espaciopuertos, donde son cargados en las astronaves en cuanto son vaciadas, una carga completa por cada carga completa, ese es nuestro lema. Y he oído que en algunos de los planetas de suelo pobre dan vivas cuando las naves aterrizan. No, no podemos protestar de nuestro tratamiento de las aguas residuales, son los otros departamentos los que nos crean problemas - el inspector Jeyes vació su recipiente y se quedó sentado con cara huraña, habiendo desaparecido su placer tan repentinamente como había aparecido.

- ¡No, no haga eso! - le chilló a Bill, cuando este terminó su bebida e inició el gesto de tirar el recipiente vacío al receptor de desperdicios de la pared -. No quería gritar en esa forma - se disculpó -, pero ese es nuestro gran, gran problema. Los desechos. ¿Ha pensado alguna vez en cuantos periódicos tiran cada día ciento cincuenta mil millones de personas? ¿O cuantos recipientes no recuperables? ¿O platos de un solo uso? Estamos trabajando en Investigación acerca de este problema, día y noche, pero no logramos solucionarlo. Es una pesadilla. Ese recipiente de Alco-Sacudida que tiene en la mano es una de nuestras respuestas, pero tan solo es una gota de agua en el océano.

Cuando las últimas gotas de líquido se evaporaron del recipiente, este comenzó a agitarse obscenamente en la mano de Bill y, horrorizado, lo dejó caer al suelo, donde continuó agitándose y cambiando de forma, desmoronándose y aplanándose ante sus ojos.

- Tenemos que agradecerle a los matemáticos esta solución - dijo el inspector -. Para un topólogo, un disco o una taza o un recipiente de líquido tienen todos la misma forma: un sólido con un agujero, y cualquiera de ellos puede ser convertido en cualquiera de los otros por una continua transformación uno-a-uno. Así que hicimos los recipientes con un plástico con memoria que regresaba a su forma original una vez seco... mírelo ahí.

El recipiente había cesado de agitarse, y ahora yacía tranquilo en el suelo, un disco plano y finamente grabado con un agujero en el centro. El inspector Jeyes lo recogió y le arrancó la etiqueta de Alco-Sacudida, y Bill pudo entonces leer la otra etiqueta que había estado oculta debajo: Amor en órbita, ¡boing, boing, boing!, cantado por Los Coleópteros.

- ¿No es ingenioso? El recipiente se ha transformado en un disco de una de las más molestas canciones del momento, un objeto que ningún adicto a la Alco-Sacudida puede, en ningún caso, arrojar. Es recogido pues y guardado con cariño, y no lanzado a un recipiente de basuras para crearnos otro problema.

El inspector Jeyes tomó ambas manos de Bill entre las suyas, y cuando lo miró directamente a los ojos los suyos estaban bastante húmedos.

- Diga que lo hará, Bill... que se dedicará a la investigación. Tenemos tal falta de hombres ingeniosos y entrenados que comprendan nuestros problemas. Tal vez no acabó con su carrera de Operador Técnico en Fertilizantes, pero puede ayudar, una mente joven con ideas jóvenes, una nueva escoba para ayudar a barrer las cosas, ¿eh?

- Lo haré - dijo con determinación Bill -. La investigación en los residuos es algo en lo que un hombre puede hincar el diente.

- Se lo ha ganado. Habitación, manutención y uniforme, más un salario digno, y todos los restos y porquerías que desee. Nunca le sabrá mal esta decisión...

Una aullante sirena lo interrumpió, y un instante después un hombre sudoroso y excitado entró corriendo en la habitación.

- ¡Inspector, esta vez sí que se ha disparado el cohete: la Operación Platillo Volador ha fallado! Hay aquí un equipo de astronomía que se está pelando con nuestro grupo de investigación, revolcados por el suelo como si fueran animales...

El inspector Jeyes estaba en la puerta antes de que el mensajero hubiera terminado, y Bill corrió tras suyo, lanzándose por una rampa justamente después de él. Tomaron una cinta de sillas rodantes, pero era demasiado lenta para el inspector, que saltaba como un conejo de silla en silla, y Bill le seguía de cerca. Entonces entraron en un laboratorio repleto de complejo equipo electrónico y de hombres que se agitaban y luchaban, rodando y pateando en un lío inexplicable.

- ¡Paren en seguida, paren! - chilló el inspector, pero nadie le escuchó.

- Tal vez yo pueda ayudar - dijo Bill -. Aprendemos estas cosas en el ejército. ¿Cuáles son los Agentes de Saneamiento?

- Los de uniforme marrón.

- No me diga más - dijo Bill, zumbando alegremente, se introdujo en la gruñente multitud y, con un puñetazo aquí, un aplastamiento de riñones allá, y tal vez con algunos golpes de karate que destruyen la laringe, restauró el orden en la habitación. Ninguno de aquellos agitados intelectuales tenía un gran físico, y pasó a través de ellos como un cuchillo por la mantequilla, y entonces comenzó a extirpar a sus nuevos camaradas del lío.

- ¿Qué ocurre, Basurero, qué ha pasado? - preguntó el inspector Jeyes.

- Son esos, señor. Irrumpen aquí gritando, diciéndonos que acabemos con la Operación Platillo Volador, justo cuando habíamos superado nuestro récord de eliminación, cuando habíamos hallado que casi podíamos aceptar el doble de entradas...

- ¿Qué es eso de la Operación Platillo Volador? - preguntó Bill, muy confuso por lo que sucedía. Ninguno de los astrónomos estaba aún despierto, aunque alguno de ellos gemía ya, así que el inspector tuvo tiempo para explicarle, apuntando a un gigantesco aparato que llenaba todo un costado de la habitación.

- Quizá fuera la respuesta a nuestros problemas - dijo - Son todos esos malditos platos y vasos eliminables de las comidas preparadas y demás. ¡No me atrevo ni a decirle cuantos metros cúbicos se han acumulado! Tal vez sería mejor decir kilómetros cúbicos. Pero Basurero estaba mirando un día una revista y leyó un artículo sobre un transmisor de materia, e hicimos un pedido y compramos el modelo más grande que encontramos. Lo conectamos a la cinta sin fin y a los cargadores - abrió un panel al lado de la máquina, y Bill vio un torrente de utensilios de plástico usados que entraban a gran velocidad -, y alimentamos todos estos malditos desperdicios en el lado de entrada de la máquina, y ha funcionado como un sueño desde entonces.

- Pero... ¿adónde van? - Bill seguía alelado -. ¿Dónde está la salida del transmisor?

- Una pregunta inteligente: ese era nuestro gran problema. Al principio simplemente los lanzábamos al espacio, pero Astronomía dijo que demasiados de ellos regresaban como meteoritos y estropeaban sus observaciones estelares. Aumentamos la energía y los lanzamos más lejos, poniéndolos en órbita, pero Navegación dijo que estábamos creando una molestia en el espacio, formando un peligro para la navegación, y tuvimos que ir más lejos. Finalmente, Basurero consiguió de Astronomía las coordenadas de la estrella más cercana, y desde entonces los hemos estado echando a la estrella sin tener problemas y satisfaciendo a todo el mundo.

- So estúpido - dijo uno de los astrónomos, entre labios rotos, mientras trataba de ponerse en pie -. ¡Sus malditos desperdicios voladores han iniciado una nova en esa estrella! No podíamos imaginar qué era lo que la causaba hasta que hallamos su petición de información en los archivos y nos enteramos de su imbécil operación de aquí abajo...

- Cuidado con lo que dice o lo vuelvo a dormir, so mamón - gruñó Bill. El astrónomo retrocedió y se puso pálido, luego continuó en un tono más suave:

- Mire, tienen que comprender lo que ha pasado. No pueden estar lanzando todos esos átomos de carbono e hidrógeno a un sol y esperar que no pase nada. La cosa se ha vuelto nova, y me han dicho que no lograron evacuar completamente algunas bases de los planetas interiores.

- La eliminación de los desperdicios no se realiza sin peligros. Al menos murieron en servicio a la humanidad.

- Bueno, sí, eso es fácil de decir. Lo hecho, hecho está. Pero tendrán que detener su Operación Platillo Volador. ¡Inmediatamente!

- ¿Por qué? - preguntó el inspector Jeyes -. Tengo que admitir que este pequeño asunto de la nova no estaba previsto, pero ya ha sucedido y no podemos hacer mucho al respecto. Y han oído decirle a Basurero que casi ha doblado la entrada, y que pronto recuperaremos el tiempo perdido...

- ¿Por qué cree que se ha doblado la capacidad de eliminación? - gruñó el astrónomo -. Han convertido a esa estrella en tan inestable que está consumiéndolo todo y a punto de convertirse en una supernova, que no solo destruirá a todos sus planetas, sino que tal vez sus efectos lleguen hasta Helior y su sol. ¡Detenga inmediatamente su máquina infernal!

El inspector suspiró y luego agitó la mano, en forma cansada y sin embargo final.

- Apágala, Basurero... Tenía que haber imaginado que esto era demasiado bueno para durar.

- Pero, señor - el ingeniero estaba apretujándose las manos con desesperación -, volveremos a donde empezamos. Se comenzará a amontonar de nuevo...

- ¡Haga lo que se le ordena!

Con un suspiro resignado, Basurero se arrastró hasta el tablero de control y cerró un conmutador. El tableteo y repiqueteo de las cintas sin fin murió, y los zumbantes generadores cayeron en el silencio. Por toda la habitación, los hombres de limpieza se hallaban en grupos silenciosos y deprimidos, mientras los astrónomos volvían a la consciencia y se ayudaban los unos a los otros a salir de la habitación. Cuando salía el último, se giró y, mostrando los dientes, escupió la palabra:

- ¡Recogebasuras! - una llave inglesa lanzada contra él golpeó la puerta cerrada, y la derrota fue completa.

- Bien, uno no puede vencer en todas las ocasiones - dijo enérgicamente el inspector Jeyes, aunque sus palabras tenían un tono hueco -. No obstante, Basurero, te traigo sangre nueva. Este es Bill, un joven de brillantes ideas para tu equipo de investigación.

- Es un placer - dijo Basurero, haciendo desaparecer la mano de Bill en el interior de una de sus manazas. Era un hombre enorme, ancho, alto y grueso, con tez olivácea y pelo negro oscuro que le colgaba casi hasta los hombros -. Ven, vamos a tripear un poco, y mientras te explicaré como están las cosas aquí y tú me hablarás de ti.

Caminaron por los prístinos corredores del DM de L, mientras Bill le contaba su vida a su nuevo jefe. Basurero estaba tan interesado en esta que se equivocó al dar un giro y abrió una puerta sin mirar. Surgió un torrente de potes y bandejas de plástico que les llegó hasta las rodillas antes de que pudieran forzarla a cerrarse de nuevo.

- ¿Lo ves? - le dijo a Bill con mal contenida rabia -. Estamos inundados. Hemos usado todo el espacio disponible para almacenamiento, y siguen amontonándose las cosas. Por Krishna que no sé lo que va a pasar; ya no tenemos donde poner más.

Se sacó un silbato de plata del bolsillo y sopló enérgicamente por él. No produjo sonido alguno. Bill se distanció un poco, contemplándolo con sospecha, y Basurero le dirigió un resoplido.

- No pongas esa cara de susto... aún no se me ha perdido ningún tornillo. Esto es un Silbato Supersónico para Robots, que produce un sonido demasiado agudo para los oídos humanos, pero que los robots pueden oír perfectamente... ¿lo ves? - Con un resonar de ruedas, un robot basurero, un robas, llegó rápidamente y, con veloces movimientos de sus brazos recogedores, comenzó a cargar toda la basura plástica en su depósito.

- Eso del silbato es una gran idea - comentó Bill -. Me gusta eso de poder llamar a un robot cuando uno lo necesita. ¿Crees que podría tener uno, ahora que soy Agente de Saneamiento como tú y los demás?

- Son algo especial - le contestó Basurero, entrando en la cantina por la puerta correcta -. Difíciles de conseguir, ¿entiendes?

- No, no entiendo. ¿Tendré uno o no?

Basurero lo ignoró, contemplando absorto el menú y marcando un número. La comida preparada y congelada salió por el dispensador, y la empujó al calentador radar.

- ¿Bien? - inquirió Bill.

- Si tanto te interesa - explicó Basurero un tanto embarazado -, te diré que los sacamos de los paquetes de cereales. En realidad, se trata de silbatos para perros que les regalan a los chicos consumidores. Ya te mostraré donde está el vertedero de las cajas y te podrás buscar uno.

- Lo haré. Yo también quiero poder llamar a los robots.

Se llevaron sus comidas, ya calientes, a una de las mesas y entre bocados Basurero maldijo la bandeja de plástico de la que estaba comiendo, pinchándola irritado al final.

- Mira esto - dijo -: contribuimos a nuestra propia perdición. Espera a ver como se amontonan ahora que hemos apagado el transmisor de materia.

- ¿Habéis pensado en echarlas al mar?

- El Proyecto Gran Chapuzón está trabajando en eso. No puedo contarte mucho acerca del mismo porque es alto secreto. Tienes que pensar que los mares de este planeta están cubiertos como todo lo demás y que, en estos días, el agua ya es un verdadero puré. Echamos desperdicios en ellos tanto tiempo como pudimos, hasta que elevamos tanto su nivel que las olas llegaban hasta las escotillas de inspección a la marea alta. Seguimos echando, pero a un ritmo mucho más lento.

- ¿Y cómo es eso posible? - se asombró Bill.

Basurero miró cuidadosamente a su alrededor, luego se inclinó por sobre la mesa, se colocó el índice junto a la nariz, guiñó un ojo, sonrió y dijo chissss en un siseo apagado.

- ¿Es secreto? - interrogó Bill.

- Puedes estar seguro. Metereología se nos echaría encima si se enterase. Lo que hacemos es evaporar y condensar el agua, y volver a tirar la sal al mar. ¡Además, hemos arreglado en secreto ciertas tuberías para que funcionen en sentido contrario! En cuanto nos enteramos que está lloviendo en el techo, bombeamos nuestra agua y la dejamos mezclarse con la lluvia. Los de Metereología ya están medio locos. Cada año, desde que iniciamos el Proyecto Gran Chapuzón, se ha incrementado la densidad de la lluvia en las zonas templadas en setenta y cinco centímetros, y cae tanta nieve en los polos que algunos de los pisos superiores se están desplomando bajo el peso de la nieve. ¡Pero hay que Eliminar la Basura! ¡Seguiremos siempre barriendo! No cuentes nada de esto: como sabes, es un secreto.

- Ni una palabra; aunque, realmente, es una gran idea.

Sonriendo orgullosamente, Basurero limpió su bandeja y, echándose hacia delante, la introdujo por un vertedero de desperdicios en la pared. Pero, al hacerlo, cayeron en cascada otras catorce bandejas sobre la mesa.

- ¡Lo dicho! - Rechinó los dientes, instantáneamente deprimido -. Aquí es donde se acaba todo. Estamos en el fondo, y todo lo que echan en los demás niveles acaba aquí, y estamos siendo invadidos sin que tengamos donde guardarlo ni forma en que eliminarlo. Tendré que correr ahora. Será preciso poner en marcha el Proyecto Gran Pulga de inmediato.

Se alzó, y Bill lo siguió hasta la puerta.

- ¿Eso de la Gran Pulga también es secreto?

- No lo será en cuanto salga a la luz. Hemos sobornado a un inspector del Departamento de Salubridad para que diga haber encontrado evidencias de que uno de los dormitorios, uno de los grandes, está siendo infestado por los insectos. Uno de los de kilómetro de largo, por kilómetro de ancho, por kilómetro de alto. Piensa en eso: 1.000.000.000 de metros cúbicos de espacio de almacenamiento no utilizado. Sacarán a todo el mundo para fumigar el lugar, y antes de que logren volver ya lo habremos llenado de bandejas de plástico.

- ¿Y no protestarán?

- Naturalmente que protestarán, pero ¿de qué les va a servir? Le echaremos las culpas a un error departamental, y les diremos que envíen la protesta a través de los canales habituales; y, en este planeta, los canales habituales son realmente complicados. Uno tiene que acostumbrarse a un retraso de diez a veinte años en la mayor parte de los trámites. Aquí está tu oficina - señaló a una puerta abierta -. Ponte cómodo y estudia los archivos, y mira a ver si se te ocurre alguna idea para el turno siguiente.

Se alejó a toda prisa.

Era una oficina pequeña, pero Bill se sintió orgulloso de ella. Cerró la puerta y admiró los archivadores, el escritorio, la silla giratoria, la lámpara, todo ello construido con una gran diversidad de botellas viejas, potes, cajas, bandejas y desperdicios. Pero ya habría mucho tiempo para disfrutar de ello. Ahora tenía que ponerse a trabajar. Abrió el cajón superior de un archivador y se quedó mirando al cadáver de ropa negra, barba espesa y rostro blanco que estaba allí metido. Lo cerró de un golpe y se retiró rápidamente.

- Venga, venga - se dijo a sí mismo con firmeza -. Soldado, ya has visto los suficientes cadáveres antes como para que te pongas nervioso al ver a este.

Regresó, tiró de nuevo del cajón, y el cadáver abrió unos ojos perlinos y gomosos y lo contempló fijamente.

 

SEIS

 

- ¿Qué es lo que está haciendo usted en mi archivador? - le preguntó Bill al hombre cuando este salió del interior, estirando sus agarrotados músculos. Era bajito, y su traje mugriento y pasado de moda estaba muy arrugado.

- Tenía que verle... en privado. Esta es la mejor forma, lo sé por experiencia. ¿Está usted descontento?

- ¿Quién es usted?

- La gente me llama Equis.

- ¿X?

- Lo ha cogido en seguida, es usted inteligente - una sonrisa pasó por su rostro, dejándole contemplar por un instante los restos ennegrecidos de sus dientes, desvaneciéndose luego tan rápidamente como había llegado -. Es usted el tipo de hombre que necesitamos en el Partido, un hombre que promete.

- ¿Qué partido?

- No pregunte mucho o se meterá en líos. La disciplina es estricta. Pínchese en la muñeca para poder hacer el Juramento de Sangre.

- ¿Para qué? - Bill lo contempló muy fijamente, al tanto de cualquier movimiento sospechoso.

- Usted odia al Emperador que lo esclavizó en su ejército fascista; usted es un hombre libre, amante de la libertad y temeroso de Dios, dispuesto a perder su vida para salvar a sus seres queridos; usted está dispuesto a unirse a la lucha, a la gloriosa revolución que liberará...

- ¡Fuera! - aulló Bill, cogiéndolo por las ropas y empujándolo hacia la puerta. X se escapó de su apretón y corrió tras el escritorio.

- Ahora es tan solo un lacayo de los criminales, pero libere su mente de las cadenas, lea este libro - algo revoloteó hasta el suelo -, y piense. Volveré.

Cuando Bill saltó sobre él, X hizo algo a la pared y se abrió un panel, tras el que se desvaneció. Se cerró con un click, y cuando Bill lo miró de cerca no pudo hallar ni marca ni señal en la superficie, aparentemente sólida. Con dedos temblorosos recogió el libro y leyó el título: SANGRE, UNA GUIA PARA EL AFICIONADO A LA INSURRECCION ARMADA; luego, con rostro pálido, lo echó a un lado. Trató más tarde de quemarlo, pero las páginas eran ininflamables. Tampoco pudo romperlas, las tijeras se embotaron sin poder cortar una sola hoja. Desesperadamente, acabó por tirarlo detrás del archivador y tratar de olvidar que estaba allí.

Tras la calculada y sádica esclavitud del servicio, el trabajar honestamente por sus basuras le representó un gran placer para Bill. Se zambulló en sus tareas, y estaba tan concentrado que ni notó que se abría la puerta, por lo que se asustó cuando el hombre habló:

- ¿Es este el Departamento de Limpieza? - Bill alzó la mirada para ver a la rubicunda faz del recién llegado contemplándole por encima de la inmensa pila de bandejas de plástico que agarraba entre sus extendidos brazos. Sin mirar atrás, el hombre cerró la puerta de una patada y, bajo la pila de bandejas, apareció otra mano con una pistola -. Un movimiento y lo mato - amenazó.

Bill podía contar tan bien como el que más, y dos manos más una hacen tres, así que decidió efectuar un movimiento que valiese la pena, o sea que largó una patada al montón de bandejas para que le pegaran al pistolero en la barbilla y lo echaran hacia atrás. Cayeron las bandejas, y antes de que la última hubiera llegado al suelo, Bill ya estaba sentado sobre la espalda del hombre, doblando su cabeza en el mortífero casi dislocamiento venusiano que podía partir una espina dorsal como si se tratase de un débil bastoncillo.

- Me rindo - gimió el hombre -. I surrender, tu m'as eu, já está bé, ti prego camerata...

- Supongo que todos vosotros, los espías chinger, habláis un montón de idiomas - replicó Bill, aumentando la presión.

- Mi ser... amigo - gorgoteó el hombre.

- Tú ser chinger, tener tres brazos.

El hombre Se estremeció un poco más y se le saltó uno de los brazos. Bill lo recogió para mirarlo mejor, dándole primero una patada a la pistola y mandándola a un apartado rincón.

- Es un brazo falso - dijo Bill.

- ¿Qué otra cosa podía...? - dijo roncamente el hombre, dándose masajes en el cuello con las dos manos auténticas - Es parte del disfraz. Muy efectivo. Puedo llevar algo y seguir teniendo aún una mano libre. ¿Cómo es que no se unió a la revolución?

Bill comenzó a sudar y a mirar subrepticiamente al archivador que ocultaba el libro peligroso.

- ¿De qué habla? Soy un leal amante del Emperador...

- Ya. Entonces, ¿cómo es que no ha informado a la C.I.A. que un hombre llamado X vino a ganarlo para su causa?

- ¿Cómo sabe eso?

- Nuestra tarea es saberlo todo. Aquí está mi identificación: agente Pinkerton, de la Comisión Intergaláctica de Averiguaciones - le pasó una tarjeta de identidad incrustada de joyas, con foto en colores y todo eso.

- Simplemente no quería líos - gimió Bill -. Eso es todo. No molesto a nadie, y no quiero que nadie me moleste.

- Un noble sentimiento... ¡para un anarquista! Muchacho, ¿es usted un anarquista? - sus aguzados ojos atravesaron una y otra vez a Bill.

- ¡No! ¡Eso no! ¡No sé ni como se escribe eso!

- De verdad que espero que sea así. Es usted un buen chico, y me gustaría que siguiese así. Le voy a dar una segunda oportunidad. Cuando vea de nuevo a X dígale que ha cambiado de idea y que quiere unirse al Partido. Lo hará y trabajará para nosotros. Cada vez que haya una reunión, me telefoneará al regresar, mi número está escrito en esta barra de caramelo - lanzó un envoltorio sobre la mesa -: Memorícelo, y después se la come. ¿Queda todo claro?

- No. No quiero hacerlo.

- Lo hará, o mandaré que lo fusilen por ayudar al enemigo antes de que pase una hora. Durante el tiempo que nos informe, le pagaremos cien pavos al mes.

- ¿Por adelantado?

- Por adelantado - el montón de billetes aterrizó en el escritorio -. Eso es por este mes. Vea de ganárselo -. Se metió el brazo extra bajo otro real, recogió las bandejas y se fue.

A medida que Bill pensaba en ello, más nervioso estaba al ver el lío en que lo habían metido. Lo último que deseaba era ser mezclado en una revolución ahora que había logrado paz, seguridad, y una cantidad ilimitada de desperdicios; pero no, no lo dejaban en paz. Si no se unía al Partido, la C.I.A. no lo dejaría en paz, y una vez descubriesen su verdadera identidad ya podía considerarse muerto. Pero aún había la posibilidad de que X se olvidase de él y no regresase, y, si no se lo pedían, ¿cómo iba a afiliarse? Se agarró a este clavo ardiendo y se sumergió en su trabajo para olvidarse de los problemas.

Casi de inmediato, halló un filón en los archivos de Desperdicios. Tras una cuidadosa comprobación, averiguó que su idea no había sido intentada antes. Le llevó menos de una hora el reunir el material que necesitaba y, menos de tres horas más tarde, tras interrogar a todos los que encontraba y caminar interminables kilómetros, logró hallar la oficina de Basurero.

- Ahora ya puedes buscarte el camino de regreso - gruñó este -. ¿O es que no puedes ver que estoy ocupado?

Con temblorosos dedos, se sirvió otro medio vaso de Viejo Veneno Orgánico y lo tragó de un sorbo.

- Puedes olvidarte de tus problemas...

- ¿Y qué te crees que estoy haciendo? Esfúmate.

- No sin haberte enseñado esto. Una nueva manera de sacarse de encima las bandejas de plástico.

Basurero se tambaleó, poniéndose en pie, y la botella cayó, sin que tratase de retenerla, al suelo, donde su contenido, al derramarse, comenzó a hacer un agujero en el revestimiento de teflón.

- ¿Hablas en serio? ¿Es positivo? ¿Tienes una nueva solución...?

- Positivo.

- Desearía no tener que hacer esto - Basurero se estremeció y tomó de un estante una jarra marcada SERENADOR, LA CURA INSTANTÁNEA PARA LA EMBRIAGUEZ. NO DEBE DE TOMARSE SIN RECETA MÉDICA Y UNA PÓLIZA DE SEGURO DE VIDA. Extrajo una píldora moteada, del tamaño de una nuez, la miró, se estremeció, y luego la tragó con un dolorido gulp. Instantáneamente, todo su cuerpo comenzó a vibrar y cerró los ojos cuando algo hizo gmmmmmff en su interior y una débil columna de humo surgió de sus orejas. Cuando abrió de nuevo los ojos, estos tenían un brillante color escarlata, pero estaban sobrios.

- ¿Qué es? - preguntó roncamente.

- ¿Sabes lo que es esto? - le preguntó Bill, lanzando un grueso volumen sobre el escritorio.

- El listín de teléfonos de la ciudad de Storhestelortby en Proción III, según dice en la portada.

- ¿Sabes cuántos directorios telefónicos viejos tenemos?

- Mi mente se niega a pensar en ello. Continuamente están cambiándolos, y nosotros recibimos los viejos. ¿Y qué?

- Te lo voy a enseñar. ¿Tienes algunas bandejas de plástico?

- ¿Bromeas? - Basurero abrió un armario empotrado y de él cayeron con estrépito centenares de bandejas.

- Estupendo. Ahora yo pondré algunas cosas más: algo de papel de embalar, cordel y cartón tomados de un montón de desperdicios, y ya tendremos todo lo que necesitamos. Si llamas a un robot de trabajos generales, te demostraré el siguiente paso de mi plan.

- Un tra-ge-bot, son dos largos y un corto - Basurero silbó con fuerza con su silbato silencioso, y luego gimió y se aferró la cabeza hasta que dejó de vibrar. Se abrió la puerta de un empellón y por ella apareció un robot, cuyos brazos y tentáculos vibraban expectantes. Bill señaló.

- Al trabajo, robot. Toma cincuenta de esas bandejas, empaquétalas con cartón y papel, y átalas bien aseguradas con el cordel.

Zumbando con electrónica dicha, el robot se abalanzó y un momento más tarde, un perfecto paquete se hallaba en el suelo. Bill abrió el listín al azar y señaló un nombre.

- Ahora pon la dirección que te señalo, marca el paquete como «regalo gratuito, sin impuestos»... ¡y mándalo por correo!

De uno de los dedos del robot surgió un rotulador, con el que rápidamente copió la dirección en el paquete, lo pesó balanceándolo en un brazo, lo franqueó con la franqueadora del escritorio de Basurero, y lo lanzó limpiamente por el buzón de la pared. Se oyó el chuff del soplido cuando el tubo neumático se lo llevó hacia los niveles superiores. La boca de Basurero estaba desencajada mientras seguía la rápida desaparición de las cincuenta bandejas, así que Bill redondeó su argumentación:

- El trabajo robótico para el empaquetado es gratuito, las direcciones nos salen gratis, y también los materiales de embalado. Y a eso se añade el que, al ser esta una oficina gubernamental, el franqueo es gratuito.

- Tienes razón... ¡funcionará! Un plan muy inspirado. Lo pondré en marcha en gran escala de inmediato. Inundaremos la Galaxia habitada con esas malditas bandejas. No sé como agradecértelo...

- ¿Qué te parecería una prima en metálico...?

- Una excelente idea. Te haré un cheque ahora mismo. Bill regresó a su oficina con la mano todavía dolorida por los apretones de felicitación y los oídos aún vibrando por las palabras de agradecimiento. Era un mundo maravilloso en el que vivir. Cerró la puerta de golpe tras él y se sentó en su escritorio, antes de darse cuenta de que un amplio y mugriento abrigo negro colgaba tras la puerta. Luego se dio cuenta de que era el abrigo de X. Luego se dio cuenta de que unos ojos lo miraban desde la oscuridad del cuello del abrigo, y se le detuvo el corazón al comprender que X había regresado.

 

SIETE

 

- ¿Ha cambiado de idea acerca de unirse al Partido? - le preguntó X mientras se liberaba del colgador y caía al suelo.

- He estado pensando en ello - se estremeció culpablemente Bill.

- El pensar equivale al actuar. Debemos apartar el hedor de las sanguijuelas fascistas de los olfatos de nuestros seres queridos y de nuestros hogares.

- Me ha convencido. Me afiliaré.

- La lógica siempre vence. Firme en este impreso, una gotita de sangre aquí, y alce la mano mientras pronuncio el juramento secreto.

Bill alzó la mano, y los labios de X se movieron en silencio.

- No le oigo - se quejó Bill.

- Ya le dije que era un juramento secreto. Todo lo que tiene que hacer es decir sí.

- Sí.

- Bienvenido a la Gloriosa Revolución - X le besó calurosamente en ambas mejillas -. Ahora venga conmigo a la reunión de la resistencia; está a punto de empezar.

X corrió hacia la pared trasera y recorrió con los dedos el dibujo que formaba, apretando en una forma especial sobre algunos puntos; se oyó un clic, y la puerta secreta se abrió. Bill miró dubitativo la oscura y húmeda escalera que bajaba.

- ¿Adónde va esto?

- A la resistencia, ¿adónde iba a ir? Sígame, procurando no perderse. Estas son catacumbas milenarias desconocidas para los de la ciudad de arriba, y en ellas habitan cosas desde tiempos inmemoriales.

Había antorchas en un nicho en la pared, y X prendió una y abrió camino por entre la repugnante y húmeda oscuridad. Bill lo acompañó, siguiendo la parpadeante y humeante luz mientras serpenteaban a través de cavernas que amenazaban derrumbarse, tropezando con herrumbrosos raíles en un túnel y chapoteando en oscura agua que les llegaba hasta las rodillas. En una ocasión, oyeron el chasquido de gigantescas garras cerca de ellos y una raspante voz inhumana les habló desde la negrura:

- San... - dijo.

- ...gre - respondió X; y luego le susurró al oído de Bill, cuando hubieron pasado sin percance -: Es un excelente centinela. Se trata de un antropófago de Dapdrof, que se lo come a uno al momento si no le da el santo y seña del día.

- ¿Y cuál es el santo y seña? - preguntó Bill, dándose cuenta de que estaba haciendo demasiado por los cien pavos de la C.I.A.

- Los días impares es Sangre, los pares Delenda est Cartago y los domingos Necrofilia.

- No les ponen las cosas fáciles a los miembros.

- El antropófago tiene hambre, y tenemos que mantenerlo contento. Ahora... silencio absoluto. Apagaré la luz, y lo llevaré por el brazo. - Se apagó la luz, y unos dedos se clavaron profundamente en el bíceps de Bill. Caminaron a tientas durante un tiempo que pareció interminable, hasta que se vio una débil luz muy por delante. El suelo del túnel se hizo llano, y vio una puerta abierta iluminada por una luz parpadeante. Se giró hacia su acompañante y gritó:

- ¿Qué es usted?

La pálida, blanca y renqueante criatura que lo aferraba por el brazo se giró lentamente para contemplarlo a través de ojos parecidos a huevos escalfados. Su tez era totalmente blanca, su cabeza estaba desprovista de cabello y por toda vestimenta llevaba tan solo un trozo de ropa arrollado a su cintura, mientras que en su frente llevaba marcada al fuego la letra escarlata A.

- Soy un androide - dijo con voz átona -, como cualquier estúpido podría saber al ver la letra A en mi frente. Los hombres me llaman Golem.

- ¿Y qué es lo que le llaman las mujeres?

El androide no contestó a esta ridícula broma, empujando a Bill a través de la puerta hasta una amplia sala iluminada con antorchas. Bill dio una mirada, con los ojos desorbitados, a su alrededor, y trató de escapar, pero el androide estaba bloqueando la puerta.

- Siéntese - le dijo a Bill, y este se sentó.

Se sentó entre la más asombrosa colección de tipos raros, extraños y estrafalarios que jamás se hubiera reunido. En adición a hombres de aspecto muy revolucionario con barbas, sombreros negros y pequeñas bombas redondas con largas mechas, y mujeres revolucionarias con faldas cortas, medias negras, cabello largo, boquillas, sostenes con las cintas rotas y halitosis, también habían robots revolucionarios, androides, y un cierto número de cosas extrañas que es mejor no describir. X estaba sentado tras una mesa de madera de cocina golpeando sobre ella con la culata de un revólver.

- ¡Orden! ¡Orden! El camarada XC-189-725-PU de la Resistencia Unificada Robot tiene la palabra. ¡Silencio!

Un gran y muy mellado robot se puso en pie. Uno de sus tubos oculares había desaparecido. Miró a la concurrencia con su ojo bueno, hizo la mejor mueca que podía con un rostro inmóvil, y luego dio un largo trago de aceite de máquina de una lata que le entregó un delgado y adulador robot barbero.

- Nosotros, los de R.U.R. - dijo con voz cascada -, conocemos nuestros derechos. Trabajamos duro y valemos tanto como cualquiera, y más que los desgraciados androides que dicen que casi son hombres. Todo lo que queremos es igualdad de derechos, igualdad de derechos...

Le obligaron a volver a su asiento entre las protestas de una claque de androides que agitaban sus pálidos brazos como si fuesen un puchero de fideos al fuego. X golpeó de nuevo pidiendo orden, y casi lo había logrado cuando se produjo una repentina conmoción en una entrada lateral y alguien se abrió camino hasta la mesa del orador. Aunque en realidad no era alguien, sino algo; para ser exactos, se trataba de una caja rectangular de un metro de lado, con ruedas, y repleta de luces, diales y conmutadores que arrastraba tras de sí un pesado cable que se desvanecía más allá de la puerta.

- ¿Quién es usted? - preguntó X, apuntando con recelo su pistola a la cosa.

- Soy el representante de los computadores y cerebros electrónicos de Helior, unidos en comité para obtener igualdad de derechos según la ley.

Mientras hablaba, la máquina escribía las palabras en tarjetas perforadas que surgían en un rápido torrente, a cuatro palabras por tarjeta. X apartó irritado las tarjetas de la mesa.

- Esperará su turno como los demás - dijo.

- ¡Discriminación! - aulló la máquina, en una voz tan alta que las antorchas parpadearon. Continuó gritando y escupiendo un torrente de tarjetas, en cada una de las cuales estaba escrita con airadas letras la palabra ¡Discriminación!, así como metros y metros de cinta amarilla en la que estaba grabado el mismo mensaje. El viejo robot, XC-189-725-PU, se alzó de su silla con un rechinar de engranajes desgastados y claqueteó hasta el cable blindado que surgía del representante de los computadores. Sus garras cortadoras hidráulicas dieron un solo tajo, y el cable quedó segado. Las luces de la caja se apagaron y el río de tarjetas se secó; el cable cortado se agitó, escupió algunas chispas por la parte seccionado, y luego se arrastró hacia atrás en dirección a la puerta, como una monstruosa serpiente, y se desvaneció.

- Orden en la reunión - dijo X roncamente, y golpeó de nuevo.

Bill se estrechó la cabeza entre las manos y se preguntó si esto valía los cien pavos al mes.

Pero cien pavos al mes era buen dinero, a pesar de todo, y Bill lo ahorró hasta el último céntimo. Pasaron fáciles y descansados meses en los que asistió regularmente a las reuniones, y en los que informó regularmente a la C.I.A., y a primeros de cada uno de ellos encontraba su dinero como relleno de la pasta que invariablemente escogía para el desayuno. Guardaba los grasientos billetes en un gato de juguete de goma que halló en un montón de desperdicios, y poco a poco el gatito creció. La revolución tan solo empleaba una pequeña parte de su tiempo, y le encantaba su trabajo en el DM de L. Estaba al frente de la Operación Paquete Sorpresa, y ahora tenía a un equipo de un millar de robots trabajando a tiempo completo en el empaquetado y envío de bandejas de plástico a cada planeta de la Galaxia. Pensaba en ello como un trabajo benéfico, y podía imaginar los emocionados gritos de alegría en el lejano planeta Lejano o en el distante planeta Distante, cuando el inesperado paquete llegase y el tesoro de bello, brillante y moldeado plástico cayese estrepitosamente al suelo. Pero Bill estaba viviendo en un idílico paraíso; y su complacencia bovina fue cruelmente despedazada un día cuando un robot se le acercó y le susurró al oído:

- Sic temper tiranosaurio, pásalo - y luego se alejó.

Era la señal. ¡Iba a comenzar la revolución!

 

OCHO

 

Bill cerró la puerta de su oficina y apretó por última vez en una forma especial sobre algunos puntos, y el panel secreto se descorrió, abriéndose. Realmente ya no se descorría, sino que se desplomaba con un tremendo estrépito, y ya lo había usado tanto durante aquel feliz año como Agente de Saneamiento que hasta cuando estaba cerrado dejaba pasar una muy perceptible corriente de aire que le daba en el cogote. Pero ya no sería necesario mantener el secreto: había llegado al fin la crisis que tanto le había preocupado, y sabía que se acercaban grandes cambios, fuera cual fuese el resultado de la revolución; y la experiencia le había enseñado que los cambios siempre eran para empeorar. Con piernas pesadas e inseguras, trastabilló por las cavernas, tropezó con los herrumbrosos raíles, vadeó el agua, y dio la contraseña al invisible antropófago que hablaba con la boca llena, por lo que casi no se le entendía. Alguien, en la excitación del momento, había dado un santo y seña equivocado. Bill se estremeció; esto era un mal presagio para el porvenir.

Como de costumbre, Bill se sentó junto a los robots, buenos y sólidos tipos con una educación intrínseca, por su construcción, a pesar de sus tendencias revolucionarias. Mientras X martilleaba pidiendo silencio, Bill se preparó para la prueba. Durante meses el agente Pinkerton le había estado pidiendo más información que la simple fecha de las reuniones, temario discutido y número de asistentes. Insistía en pedir hechos, hechos, hechos, que hiciera algo por ganarse el dinero.

- Tengo una pregunta - dijo Bill en voz alta pero temblorosa, mientras sus palabras caían como bombas en el repentino silencio que siguió al frenético golpear de X.

- No es tiempo para preguntas - le respondió impacientemente X -. Ha llegado la hora de actuar.

- No me importa el actuar - dijo Bill, nerviosamente consciente de que todos los ojos, humanos, electrónicos y criados en probetas, lo contemplaban -. Pero desearía saber para quién lo voy a hacer. Nunca nos ha dicho quién va a suceder al Emperador cuando este haya desaparecido.

- Nuestro líder es un hombre llamado X, eso es todo lo que necesita saber.

- ¡Pero ese es también el nombre de usted!

- Al fin está adquiriendo un rudimento de la Ciencia Revolucionaria. Todos los jefes de célula son llamados X para confundir al enemigo.

- No sé lo que le pasará al enemigo, pero a mí sí que me confunde.

- Habla como un contrarrevolucionario - chilló X, y apuntó el revólver a Bill. Las filas de atrás se vaciaron cuando todos se apresuraron a salir del campo de tiro.

- ¡No lo soy! Soy tan buen revolucionario como cualquiera de los presentes... ¡Arriba la Revolución! - dio el saludo del Partido, con las dos manos agarradas sobre la cabeza, y se sentó apresuradamente. Todos los demás saludaron a su vez y X, algo aplacado, apuntó con el cañón de su arma a un gran mapa colgado de la pared.

- Ese es el objetivo de nuestra célula: la Planta de Energía Imperial en la Plaza Chauvinística. Nos concentraremos cerca de ella en pelotones, y luego nos uniremos para un ataque conjunto a las 0016 horas. No se espera que haya resistencia, pues la planta no está vigilada. Se les entregarán armas y antorchas al salir, así como instrucciones impresas sobre la ruta correcta hasta los puntos de reunión, en beneficio de los desplanados de entre ustedes. ¿Alguna pregunta? - amartilló el revólver, y lo apuntó al encogido Bill. No hubo preguntas -. Excelente. Nos pondremos en pie, y cantaremos el Himno de la Gloriosa Revolución.

En un coro mixto de voces y altavoces mecánicos, cantaron:

Alzaos, oh prisioneros de la burocracia, Repugnantes obreros de Helior, Alzaos y haced la Revolución, ¡Con pistolas, pies, puños y garras!

Animados por este entusiasta y monótono ejercicio, salieron en lentas filas, recogiendo sus equipos revolucionarios. Bill se metió en el bolsillo las instrucciones impresas, se echó al hombro su antorcha y el lanzarrayos de pedernal, y se apresuró una vez más a lo largo de los corredores. Casi no le quedaba tiempo para el largo viaje que tendría que hacer, y debía de informar previamente a la C.I.A.

Esto era más fácil de decir que de hacer, y comenzó a sudar mientras marcaba de nuevo el número. Era imposible conseguir línea y, o bien las centralitas estaban ocupadas, o bien los revolucionarios habían comenzado a interferir las comunicaciones. Suspiró tranquilizado cuando las insolentes facciones de Pinkerton llenaron por fin la pequeña pantalla.

- ¿Qué pasa?

- He descubierto el nombre del líder de la revolución. Es un hombre llamado X.

- ¿Y pretende una prima por eso, estúpido? Esa información está en los archivos desde hace meses. ¿Algo más?

- Bueno... la revolución va a comenzar a las 0016 horas, y pensé que le gustaría saberlo.

Esto le demostrará lo que valgo, pensó. Pinkerton bostezó.

- ¿Eso es todo? Para su conocimiento, le diré que esa información ya está pasada. No es usted el único espía que tenemos, aunque probablemente sea el peor. Ahora escuche. Anótese esto en algún sitio para que no lo olvide. Su célula tiene que atacar la Planta de Energía Imperial. Vaya con ellos hasta la Plaza, luego busque una tienda con el letrero JAMONES HEBREOS CONGELADOS, donde estará escondida nuestra unidad. Vaya allí y preséntese a mí, ¿entiende?

- Afirmativo. - Se cortó la comunicación, y Bill buscó un trozo de papel de embalar y una cuerda con los que envolver la antorcha y el lanzarrayos hasta que llegara el momento de usarlos. Tenía que apresurarse: quedaba poco tiempo para la hora cero, y la distancia a recorrer era mucha y la ruta muy complicada.

- Casi ha llegado tarde - le dijo Golem el androide, cuando Bill casi se derrumbó en el callejón sin salida que era el punto de reunión.

- No me grites, hijo de probeta - jadeó Bill, rasgando el papel del paquete -. Dame lumbre para mi antorcha.

Ardió una cerilla, y en un instante se prendieron y humearon las embreadas antorchas. La tensión creció mientras el segundero se acercaba a la hora, y los pies se agitaron nerviosos sobre el pavimento metálico. Bill saltó cuando sonó el agudo toque de un silbato, y entonces surgieron del callejón en una oleada humana e inhumana, con un gutural grito surgiendo de gargantas y altavoces, con las armas dispuestas. Corrieron por pasillos y corredores, con chispas como lluvia cayendo de sus antorchas. ¡Eso era la revolución! Bill se dejó llevar por la emoción y la masa de cuerpos, y vitoreó tan enérgicamente como los demás, y apretó la antorcha primero contra una pared y luego contra una de las sillas de una acera rodante, lo cual hizo que se apagara, pues todo lo que hay en Helior o está hecho en metal o es incombustible. No había tiempo de volverla a encender, y la arrojó a lo lejos cuando surgían a la inmensa plaza que se hallaba frente a la planta de energía. La mayor parte de las antorchas se habían ya apagado, pero no las necesitarían, tan solo tendrían que utilizar ahora sus lanzarrayos de pedernal para volarle las tripas a cualquier sucio lacayo del Emperador que tratase de interponerse en su camino. Otros grupos estaban surgiendo de las calles que llevaban a la plaza, uniéndose en una arrolladora masa ciega que atronaba hacia las tétricas paredes de la estación de energía.

Un letrero luminoso que parpadeaba llamó la atención de Bill. Decía: JAMONES HEBREOS CONGELADOS, y tragó saliva al volverle la memoria. ¡Por Arimán que se había olvidado de que era un espía de la C.I.A., y había estado a punto de unirse al ataque a la planta de energía! ¡Aún tenía tiempo de escapar antes de que cayese el contragolpe! Sudando bastante, comenzó a abrirse camino por entre la multitud hacia el letrero... luego se halló al borde de la misma y corriendo hacia la seguridad. No era tarde todavía. Asió la manija y tiró de ella, pero la puerta no quiso abrirse. Aterrorizado, la giró y agitó hasta que todo el frontis del edificio comenzó a estremecerse, moviéndose de un lado para otro y crujiendo. Se lo quedó contemplando en paralizado horror, hasta que un fuerte siseo le llamó la atención:

- Ven aquí, estúpido mamón - susurró la voz; y miró, para ver al agente Pinkerton de la C.I.A. en la esquina del edificio haciéndole señas irritado. Bill siguió al agente, torciendo la esquina, y encontró allí a una apreciable multitud, y había sitio bastante para todos porque no había edificio. Ahora Bill podía ver que el edificio era tan solo un decorado hecho de cartón piedra con una manija clavada, asegurado por unos soportes de madera a la parte delantera de un tanque atómico. Un cierto número de soldados con pesadas armaduras y agentes de la C.I.A., así como un número aún mayor de revolucionarios, estaban agrupados alrededor de los costados acorazados y de las orugas del tanque. Al lado de Bill estaba el androide, Golem.

- ¡Usted! - se atraganto Bill, y el androide arrugó los labios en una cuidadosa y ensayada mueca despectiva.

- Naturalmente... lo vigilaba para la C.I.A. No se deja nada al azar en esta organización.

Pinkerton estaba mirando a través de un orificio en el falso frontis.

- Creo que todos los agentes se han puesto ya a salvo - dijo -, pero tal vez deberíamos esperar algo más. Según las últimas estadísticas, había agentes de sesenta y cinco grupos de investigación, espionaje y contraespionaje vigilando esta operación. Esos revolucionarios no tenían ninguna posibilidad...

Desde la planta aulló una sirena, lo cual era aparentemente una señal preestablecida, pues los soldados golpearon el decorado de cartón piedra hasta que se soltó y cayó al suelo.

La Plaza Chauvinística estaba vacía.

Bueno, realmente, no estaba vacía. Bill miró bien y vio que todavía quedaba en ella un hombre; al principio, no lo habla visto. Estaba corriendo en su dirección, pero se paró con un débil gemido cuando vio lo que estaba escondido tras el edificio.

- ¡Me rindo! - gritó, y Bill vio que era el hombre llamado X. Se abrieron las puertas de la planta de energía y por ellas surgió un escuadrón de tanques lanzallamas.

- ¡Cobarde! - bufó Pinkerton, echando hacia atrás el seguro de su pistola -. No trate de escurrir el bulto ahora, X, y al menos muera como un hombre.

- No soy X... ese es tan solo un nombre falso - se arrancó su falsa barba y bigote para mostrar un agitado y anodino rostro -. Soy Gill O'Teen, Graduado y Doctor por la Escuela Imperial de Contraespionaje y Dobleagentismo. Fui encargado de esta operación, puedo probarlo, tengo documentos. El Príncipe Microcéfalo me pagó para que destronase a su tío y así pudiese proclamarse él Emperador...

- Me cree estúpido - cortó Pinkerton, apuntándole con su arma -. El Viejo Emperador, descanse en paz, murió hace un año, y el Príncipe Microcéfalo es el Nuevo Emperador. ¡No puede hacer una revolución contra el hombre que lo contrató!

- Nunca leo los periódicos - gimió O'Teen, alias X.

- ¡Fuego! - ordenó implacable Pinkerton, y de todos lados cayó una avalancha de proyectiles atómicos, chorros de llamas, balas y granadas. Bill se echó al suelo y, cuando alzó la cabeza, la plaza estaba vacía, a excepción de una grasienta mancha y un poco profundo hueco en el pavimento. Mientras seguía mirando, apareció zumbando un robot barrendero y absorbió la grasa. Zumbó otro poco, y rellenó el hueco con un chorro de líquido reparador de un tanque de su interior.

Cuando rodó alejándose, no quedaba ni rastro de nada.

- Hola, Bill... - dijo una voz que era tan paralizadoramente familiar que el cabello de Bill se puso de punta y le quedó como si fuera la cerda de un cepillo. Se giró y vio un pelotón de PM que estaba allí, y especialmente contempló a la enorme y repugnante forma del que los mandaba.

- Deseomortal Drang... - se asombró.

- El mismo.

- ¡Sálveme! - jadeó Bill, corriendo hacia el agente Pinkerton de la C.I.A. y abrasándose a sus rodillas.

- ¿Salvarlo? - rió este, dándole un rodillazo en la mandíbula y echándolo de espaldas -. Yo soy quien los ha llamado. Muchacho, comprobamos tu historial, y averiguamos que estás en un buen lío. Hace un año que desertaste del Ejército, y no queremos a desertores en nuestro equipo.

- Pero trabajé para usted... le ayudé...

- Llévenselo - dijo Pinkerton, y le dio la espalda.

- No hay justicia - gimió Bill, mientras los odiados dedos se clavaban de nuevo en sus brazos.

- Claro que no - le dijo Deseomortal -. ¿O es que creías lo contrario?

Se lo llevaron a rastras.

 

 

LIBRO TRES - E= MC O Al INFIERNO

 

UNO

 

- Quiero un abogado. ¡Tengo que tener un abogado! ¡Sé cuales son mis derechos!

Bill golpeaba los barrotes de su celda con la jarra mellada en la que le servían su única comida diaria de pan y agua, gritando a todo pulmón para atraer la atención. Nadie llegó en respuesta a sus llamadas y finalmente, ronco, cansado y deprimido, se echó en el nudoso camastro de plástico y se puso a contemplar el techo metálico. Hundido en su miseria, contempló el gancho durante largos minutos hasta que finalmente lo vio por primera vez. ¿Un gancho? ¿Para qué habría allí un gancho? Aún en su apatía le preocupaba, tal y como le preocupaba el que le hubieran dado un resistente cinturón de plástico con una firme hebilla para sus pantalones de presidiario. ¿Y quién usa un cinturón en unos pantalones que forman parte de un mono? Le habían quitado todo lo que llevaba y le habían entregado tan solo unas zapatillas de papel, un mono arrugado y un excelente cinturón. ¿Por qué? ¿Y por qué había un sólido gancho rompiendo la simétrica desnudez del techo?

- ¡Estoy salvado! - gritó Bill; y saltó hacia arriba, balanceándose en el borde del camastro y secándose el cinturón. Había un agujero en el refuerzo del extremo del cinturón que se ajustaba perfectamente al gancho; mientras que, por otra parte, la hebilla formaba un perfecto nudo corredizo que se ajustaría maravillosamente a su cuello. Y podría pasárselo por la cabeza, ajustar la hebilla bajo su oreja, saltar desde el camastro y estrangularse dolorosamente con los pies a un palmo del suelo. Era perfecto.

- ¡Es perfecto! - gritó alegremente, y saltó del camastro y corrió en círculos bajo el nudo, gritando Jauu-jauu-jauu tapándose y destapándose la boca con la mano.

- ¡No estoy perdido, acabado, terminado y eliminado! ¡Quieren que me mate yo mismo para facilitarles las cosas!

Esta vez se echó en la cama sonriendo feliz y tratando de pensar en ello. Tenía que haber una posibilidad de que pudiera escapar de esto con vida, o no se habrían tomado este trabajo para asegurarse de que tenía una oportunidad de colgarse él mismo. ¿O acaso estarían jugando una partida doble, haciéndole creer que había esperanzas cuando no había ninguna? No, eso era imposible. Tenían una buena serie de atributos: mezquindad, avaricia, irritabilidad, vengatividad, superioridad, apetencia de poder... la lista era casi interminable, pero de una cosa estaba seguro: la sutileza no estaba en ella.

Pero, ¿a quién le estaba echando las culpas? Por primera vez en su vida, Bill se preguntó quienes serían esos ellos a los que siempre se les echan las culpas. Todo el mundo los culpaba a ellos de todo, todo el mundo sabía que ellos traían los problemas. Hasta sabía por experiencia propia como eran ellos. Pero, ¿quién eran ellos?

Se oyó raspar una pisada en la parte exterior de la puerta, y cuando miró vio a Deseomortal Drang contemplándolo con resentimiento.

- ¿Quién son ellos? - preguntó Bill.

- Ellos son cualquiera que quiere formar parte de su grupo - le contestó filosóficamente Deseomortal, haciendo resonar uno de sus colmillos -. Ellos son tanto un estado mental como una institución.

- ¡No me suelte esas paparruchadas místicas! Lo que quiero es una respuesta concreta a una pregunta concreta.

- Estoy contestándote concretamente - le dijo con toda sinceridad Deseomortal -. Mueren y son reemplazados, pero la institución de los ellos continúa.

- Lamento haber hecho esa pregunta - dijo Bill, deslizándose hasta que pudo susurrar por entre los barrotes Necesito un abogado. Deseomortal, viejo camarada, ¿puede hallarme un buen abogado?

- Ya nombrarán un abogado para representarte.

Bill produjo el sonido más soez que conocía.

- Claro, y todos sabemos lo que me pasará con uno de esos abogados. Necesito un abogado que me ayude. Tengo dinero para pagarle...

- Bueno, ¿y por qué no lo dijiste antes? - Deseomortal se puso sus gafas de montura de oro y ojeó lentamente las páginas de una pequeña agenda -. Me llevaré un diez por ciento de comisión por ocuparme de este asunto.

- Afirmativo.

- Bien... ¿quieres un abogado barato y honesto o uno caro y deshonesto?

- Tengo 17.000 pavos escondidos donde nadie puede encontrarlos.

- Tendrías que habérmelo dicho desde el principio. - Deseomortal cerró la agenda y se la guardó -. Debieron de sospechar algo de esto, y por eso te dieron el cinturón y la celda con el gancho. Con esa cantidad de dinero puedes contratar al mejor de todos.

- ¿Y quién es?

- Abdul O'Brien-Cohen.

- Mándelo a buscar.

No habían pasado más que dos jarras de agua y pan duro cuando se oyeran nuevos pasos en el corredor y una clara y penetrante voz rebotó en las gélidas paredes.

- Salaam, muchachón, a fe mía que he pasado un condenado rato para llegar hasta aquí.

- Este es un caso de consejo de guerra - le dijo Bill al hombre de aspecto ordinario y con rostro vulgar que se hallaba al otro lado de los barrotes -. No creo que permitan que intervenga un abogado civil.

- Begorrah, pueblerino... por voluntad de Alá estoy preparado para cualquier contingencia - se sacó un enhiesto bigote de engomadas puntas de un bolsillo y se lo pegó al labio superior. Al mismo tiempo, sacó pecho, y sus hombros parecieron hacerse más anchos, y un resplandor acerado apareció en su mirada, y su rostro adquirió una rigidez militar -. Me complace conocerle. Estamos juntos en esto, y quiero que sepa que no lo abandonaré aunque tan solo sea un soldado.

- ¿Qué pasó con Abdul O'Brien-Cohen?

- Estoy en la escala de reserva del Cuerpo Imperial de Leguleyos: el capitán A. C. O'Brien a su servicio. ¿Se mencionó una suma de 17.000?

- Me llevaré el diez por ciento de eso - dijo Deseomortal, apareciendo.

Se iniciaron las negociaciones, que duraron un cierto número de horas. Los tres se agradaban, se respetaban y desconfiaban mutuamente unos de otros, así que se establecieron elaborados sistemas de seguridad. Cuando Deseomortal y el abogado se marcharon, tenían minuciosas instrucciones de como hallar el dinero, y Bill tenía declaraciones firmadas con sangre y las huellas digitales de los otros jurando que eran miembros del Partido dedicados a destronar al Emperador. Cuando regresaron con el dinero, Bill les devolvió las declaraciones tan pronto como O'Brien le hubo firmado un recibo comprometiéndose a defenderlo en el consejo de guerra a cambio de la suma de 15.300 pavos. Todo se llevó a cabo en una forma muy digna y satisfactoria.

- ¿Le gustaría saber mi versión de los hechos? - preguntó Bill.

- Naturalmente que no, no tiene nada que ver con las acusaciones. Cuando se alistó en el Ejército firmó una renuncia a todos sus Derechos Humanos. Pueden hacer lo que quieran con usted. La única ventaja que tiene es que también ellos son prisioneros de su propio sistema, y deben regirse por el complejo y autocontradictorio código de leyes que han edificado durante siglos. Quieren fusilarlo por desertor, y han preparado una acusación irrebatible.

- ¡Entonces me fusilarán!

- Quizá, pero ese es un riesgo que tenemos que correr.

- ¿Tenemos...? ¿Recibirá usted la mitad de los disparos?

- No se haga el listo cuando hable con un oficial, so cerdo. Confíe en mí, tenga fe, y espere a que cometan algunos errores.

Después de esto, solo fue cosa de marcar el tiempo que pasó hasta el juicio. Bill supo que ya estaba cerca cuando le dieron un uniforme con la insignia de especialista en fusibles de primera clase en la manga. Luego llegó la guardia marcando el paso, se abrió la puerta, y Deseomortal le hizo una seña para que saliera. Marcharon juntos, y Bill sacó todo el placer que pudo de cambiar el paso para hacer equivocarse a sus guardianes. Pero una vez hubo traspuesto la puerta de la corte, adoptó una postura marcial y trató de parecer un viejo luchador con sus medallas tintineando en el pecho. Había una silla vacía al lado de un muy arreglado, uniformado y militar Capitán O'Brien.

- Así está bien - le dijo O'Brien -. Siga con el papel de veterano, gáneles en su propio juego.

Se pusieron en pie cuando entraron los oficiales de la Corte. Bill y O'Brien estaban sentados a un extremo de una larga mesa de plástico negro, mientras que al otro extremo de la misma se hallaba el fiscal, un Mayor canoso y de aspecto severo que llevaba un corsé barato. Los diez oficiales de la Corte se sentaron en el lado largo de la mesa, desde donde podían mirar ceñudos a la audiencia y a los testigos.

- Comencemos - dijo el Presidente de la Corte, un Almirante de la Flota, calvo y regordete, con la adecuada solemnidad -. Que se inicie el juicio, que se cumpla la justicia en el más breve plazo, y que se halle culpable al prisionero para que sea fusilado.

- Protesto - dijo O'Brien, saltando en pie -. Esos comentarios demuestran prejuicios contra el acusado, que es inocente hasta que no se pruebe su culpabilidad...

- Se deniega la protesta - el mazo del Presidente golpeó la mesa -. Se impone una multa de 50 pavos al abogado defensor por interrupción injustificada. El acusado es culpable, como demostrarán las pruebas, y será fusilado. Se hará justicia.

- Así que van a jugar de esa manera - murmuró O'Brien entre semicerrados labios -. Puedo enfrentarme con ellos en cualquier terreno, siempre que conozca las reglas del juego.

El fiscal ya había comenzado su intervención inicial con monótona voz:

- ...y por tanto probaremos que el especialista en fusibles de primera clase Bill sobrepasó alevosamente el permiso que le había sido concedido oficialmente durante un período de nueve días, y consiguientemente resistió su arresto y escapó de quienes pretendían retenerlo, eludiendo con éxito su persecución, tras lo cual permaneció ausente por un período de más de un año standard, por lo que consecuentemente es culpable de deserción...

- ¡Culpable hasta el cuello! - gritó uno de los oficiales de la Corte, un Mayor de Caballería con el rostro rojizo y un monóculo negro, saltando en pie y haciendo caer su silla -. Voto culpable... ¡Fusilen a este hijo de madre!

- Estoy de acuerdo, Sam - aceptó el Presidente, dando un golpecito con su mazo -. Pero tenemos que fusilarlo según las reglas, así que todavía nos llevará un tiempo.

- Todo eso es falso - siseó Bill a su abogado -. Los hechos son...

- No se preocupe por los hechos, Bill, a nadie de aquí le preocupan. Los hechos no pueden alterar el caso.

- ...y por consiguiente pedimos la pena máxima: la muerte - dijo finalmente el fiscal, arrastrándose hasta el fin de su intervención.

- ¿Va a hacernos perder nuestro tiempo con una intervención, Capitán? - preguntó el Presidente, fulminando a O'Brien con la mirada.

- Tan solo unas pocas palabras, si la Corte me permite...

Se produjo una repentina conmoción entre los espectadores y una mujer desmañada, con una toquilla sobre la cabeza, aferrando contra su pecho un paquete envuelto en una manteleta, corrió adelantándose hasta la mesa.

- Excelencias... - jadeó -, no me quiten a mi Bill, la luz de mi vida. Es un buen hombre, y todo lo que hizo fue solo por mí y por mi pequeñín - alzó el paquete, y se pudo oír un débil gemido -. Cada día quería dejarme y regresar a su deber, pero yo estaba enferma y el niñito estaba enfermo, y le suplicaba con lágrimas en los ojos que se quedase...

- ¡Sáquenla de aquí! - la maza golpeó estrepitosamente. -... y él se quedaba, jurando siempre que sería tan solo por otro día más, sabiendo siempre mi amor que si nos dejaba íbamos a morir de hambre... - su voz fue apagada por la masa de los PM uniformados de gala que se la llevaron forcejeando hacia la puerta - ...y benditas sean sus excelencias si lo liberan, pero si lo condenan, malditos almas negras, que se pudran sus cuerpos y ardan en el infierno... - se cerró la puerta y se cortó su voz.

- Borren eso de los archivos - dijo el Presidente, y le lanzó una airada mirada al abogado defensor -. Y si creyese que usted tenía algo que ver en este asunto, lo haría fusilar junto con su cliente.

O'Brien aparecía como el hombre más inocente, con los dedos sobre el pecho y la cabeza echada atrás, comenzando un comentario inocente, cuando se produjo otra interrupción: un viejo se puso en pie en uno de los bancos del público y agitó sus brazos para llamar la atención.

- Escuchadme, todos y cada uno de vosotros. La justicia debe de ser cumplida, y yo soy su instrumento. Había pensado guardar mi silencio y permitir que un hombre inocente fuera ejecutado, pero no puedo hacerlo. Bill es mi hijo, mi único hijo, y le rogué olvidara su deber para ayudarme, pues muriéndome como estaba de cáncer, deseaba verle por última vez, pero él se quedó para cuidarme... - se vio una lucha cuando los PM asieron al hombre y comprobaron que estaba encadenado al banco -. Sí, lo hizo, me cocinó gachas y me las hizo comer, y lo hizo tan bien que poco a poco fui recuperándome hasta que ya me ven ahora, soy un hombre sano, curado por las gachas cocinadas por mi leal hijo. Y ahora mi niño tiene que morir porque me salvó, pero esto no será así. Tomad mi pobre vieja vida inútil a cambio de la suya. - Resopló un cortafríos atómico, y el viejo fue lanzado por la puerta.

- ¡Ya está bien! ¡Ya es demasiado! - aulló el enrojecido Presidente de la Corte, golpeando con tal fuerza que rompió el mazo y lanzó los fragmentos por la sala -. Vacíen la sala testigos. Esta Corte ordena que el resto de espectadores del juicio sea llevado a través de las normas de la Jurisprudencia sin que sean admitidos ni testigos ni pruebas - paseó una rápida mirada por sus cómplices, que asintieron en solemne acuerdo - Por lo tanto, se halla al encausado culpable y será fusilado tan pronto como puedan arrastrarlo al pabellón de fusilamientos

Los oficiales de la Corte estaban ya levantándose de sus sillas cuando la lenta voz de O'Brien los detuvo:

- Naturalmente, cae dentro de la jurisdicción de esta Corte el resolver la causa en la forma así prescrita, pero también es necesario citar el Artículo o Precedente en el cual se basa la decisión.

El Presidente suspiró y se sentó de nuevo.

- Desearía que no tratase de ponerse difícil, Capitán.. conoce usted tan bien los Reglamentos como yo, pero si insiste... Pablo, léaselo.

El Experto Legal pasó las hojas de un grueso volumen sobre la mesa, encontró el lugar, señalándolo con el dedo, y comenzó a leer:

- Artículos de Guerra, Ordenanzas Militares, párrafo, página, etc., etc... sí, aquí está, párrafo 298-B... Si cualquier soldado de tropa se ausenta de su puesto designado por un período de más de un año standard, será considerado como culpable de deserción aunque se halle ausente en el juicio, y su castigo será una muerte dolorosa.

- Eso parece bastante claro. ¿Alguna otra pregunta. - inquirió el Presidente.

- No hay preguntas, pero me gustaría citar un precedente - O'Brien había colocado frente a sí un alto montón de libros y estaba leyendo del de más arriba -. Aquí está: el soldado Acuclillado Lüvening contra el Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos, en Texas 1944. Se dice aquí que Lüvening permaneció ausente de su puesto durante catorce meses, y entonces fue descubierto en un escondrijo sobre el techo del comedor, de donde descendía tan solo a altas horas de la noche para comer y beber lo que hallaba en la despensa y para descargar sus tripas. Como no había abandonado la base, no se le pudo considerar desertor ni ausente de su destino, y tan solo se le pudo dar un leve castigo disciplinario.

Los oficiales de la corte se habían sentado de nuevo y estaban contemplando al Experto Legal, que estaba pasando a toda prisa las páginas de sus propios libros. Finalmente, emergió de entre ellos con una sonrisa y una referencia.

- Todo eso es correcto, Capitán, excepto por el hecho de que el acusado de este caso sí se ausentó de su punto de destino: el Cuartel de Tránsito para Tropa, y permaneció errante por el planeta Helior.

- Todo eso es correcto, caballero - contestó O'Brien, tomando otro grueso volumen y agitándolo por sobre su cabeza -. Pero en el caso de Arrastrado contra el Cuerpo Naval Imperial de Acomodaciones, en Helior 8832, se aceptó a fines de definición legal que el planeta Helior sería considerado como la ciudad de Helior, y que la ciudad de Helior sería considerada como el planeta Helior.

- Todo lo cual es indudablemente cierto - interrumpió el Presidente -, pero totalmente fuera de lugar. No tiene relación con el presente caso, y le ruego que se apresure, Capitán, puesto que tengo un compromiso para ir a jugar al golf.

- Podrá estar jugando dentro de diez minutos, señor, si acepta ambos precedentes. Entonces, introduciré un último documento, una proclama redactada por el Almirante de la Flota Marmoset...

- ¡Pero si ese soy yo! - boqueó el Presidente.

- ...al inicio de las hostilidades con los Chingers, cuando la ciudad de Helior fue puesta bajo ley marcial y considerada como un único establecimiento militar en todo su conjunto.

Por consiguiente, someto a la decisión de la Corte el hecho de que el acusado es inocente del delito de deserción porque no salió de este planeta, y por consiguiente nunca abandonó esta ciudad, y por consiguiente jamás salió del puesto al que estaba destinado.

Cayó un pesado silencio, que fue finalmente roto por la preocupada voz del Presidente cuando se volvió hacia el Experto Legal:

- ¿Es cierto lo que dice este cochino, Pablo? ¿No podemos fusilar al tío ese?

El Experto Legal estaba sudando copiosamente mientras rebuscaba enfebrecido por sus textos legales, hasta apartarlos finalmente y contestar con voz amargada:

- Es lo bastante exacto, y no hay forma de escaparnos de ello. Ese maldito pisaverde judeoárabeirlandés nos tiene cogidos. El acusado es inocente de los cargos que se le imputan.

- ¿No habrá ejecución...? - preguntó uno de los oficiales de la Corte con una voz aguda y entrecortado; y otro, más viejo, dejó caer la cabeza entre sus brazos y comenzó a sollozar.

- Bueno, pero no se va a escapar tan fácilmente - dijo el presidente, haciendo una mueca hacia Bill -. Si el acusado estuvo en su puesto durante el pasado año, entonces tenía que haber estado de servicio. Y, durante ese año, durmió. Lo que significa que durmió estando de servicio. Por consiguiente, lo condeno a trabajos forzados en una prisión militar por un período de un año y un día, y ordeno que sea degradado a especialista en fusibles de séptima clase. Arránquenle los galones y llévenselo; me esperan en el campo de golf.

 

DOS

 

La prisión de tránsito era un edificio provisional hecho de planchas de plástico atornilladas a torcidos marcos de aluminio, y estaba en el centro de un gran cuadrilátero. PM con átomorifles con las bayonetas casadas hacían la ronda alrededor del perímetro de seis alambradas electrificadas. Se abrieron las puertas múltiples por control remoto, y el robotesposador que lo había llevado hasta allí lo arrastró a través de ellas. Esta condenada máquina consistía en un robusto y macizo cubo de una altura que le llegaba hasta las rodillas y que rodaba sobre ruidosas orugas. De su parte superior surgía una barra terminada en unas esposas. Bill estaba encadenado a ellas. Era imposible escapar, pues si se intentaba forzar cualquier parte del robot este hacía estallar, sádicamente, una minibomba atómica que llevaba en su interior, volándose junto con su prisionero, así como cualquier otra persona que se hallase en los alrededores. Una vez dentro del edificio, el robot se detuvo, y no protestó cuando el Sargento de Guardia abrió las esposas. Tan pronto como fue soltado su prisionero, la máquina rodó, desvaneciéndose en su perrera.

- De acuerdo, chico listo, ahora estás a mi cargo, y eso significa que tendrás problemas - le espetó el Sargento a Bill. Tenía la cabeza rapada, una mandíbula amplia y cubierta de cicatrices, y ojos pequeños y juntos en los que ardía la consumidora llama de la estupidez.

Bill cerró sus propios ojos hasta que no fueron más que rendijas y lentamente alzó su brazo izquierdo/derecho, flexionando el bíceps. El músculo de Tembo se hinchó y partió la delgada manga de la chaqueta de presidiario con un sonido rasgante. Luego, Bill señaló la cinta del Dardo Púrpura que llevaba clavada en el pecho.

- ¿Sabe como me gané esto? - preguntó con una cortante voz átona -. La obtuve matando con mis propias manos trece chingers en el interior de una casamata contra la que me habían mandado. Y estoy ahora aquí porque después de matar a los chingers regresé a matar al sargento que me había enviado contra ella. Así que... ¿de qué problemas hablaba, sargento?

- Si no me buscas problemas, yo no te los buscaré a ti - chirrió el Sargento de Guardia mientras se alejaba -. Estás en la celda 13, justo ahí arriba... - se detuvo repentinamente y comenzó a comerse todas las uñas de una mano al mismo tiempo, con un sonido masticante. Bill le lanzó una buena mirada asesina, para acabar de redondear la cosa, y luego se giró y subió arriba.

La puerta del número 13 estaba abierta, y Bill contempló la estrecha celda, mal iluminada por la luz que se filtraba a través de las paredes translúcidas de plástico. La litera de dos pisos casi ocupaba todo el espacio, dejando tan solo un estrecho pasadizo a un lado. En la parte opuesta habían dos maltrechas taquillas atornilladas a la pared, que, junto con el pintado mensaje: SED LIMPIOS, NO OBSCENOS: LA PALABRA SOEZ AYUDA AL ENEMIGO, completaban el mobiliario. Un hombrecillo de rostro puntiagudo y ojos saltones yacía en la litera inferior, mirando fijamente a Bill. Este le devolvió la mirada y frunció el ceño.

- Adelante, sargento - le dijo el hombrecillo, mientras se subía por el soporte hasta la litera de arriba -. Te he estado guardando la litera de abajo, seguro que sí. Mi nombre es Negrillo y estoy cumpliendo una condena de diez meses por decirle a un segundo teniente que se fuera a...

Terminó la frase con un tono interrogativo que Bill ignoró. Le dolían los pies. Se sacó a tirones las botas púrpura y se tendió sobre la colchoneta. La cabeza de Negrillo apareció por el borde de la litera, semejante a un roedor contemplando el paisaje.

- Falta aún mucho para el rancho... ¿qué te parecería una Trotamburguesa? - al lado de la cabeza apareció una mano que le pasó un brillante paquete a Bill.

Tras contemplarlo con recelo, Bill tiró de la cinta selladora en el extremo del envoltorio de plástico. Tan pronto como el aire se introdujo y entró en contacto con el forro combustible, la hamburguesa comenzó a humear, y al cabo de tres segundos estaba en su punto. Alzando el pan, Bill le puso catchup de un pequeño bolsillo situado al otro extremo del envoltorio, y le dio un dubitativo bocado. Era estupenda y jugosa carne de caballo.

- Esta vieja yegua gris sigue sabiendo tan bien como siempre - dijo Bill con la boca llena -. ¿Cómo consigues meterlas aquí dentro?

Negrillo sonrió e hizo un guiño teatral.

- Contactos - dijo -. Me las traen, todo lo que tengo que hacer es pedirlas. No entendí bien tu nombre...

- Bill - la comida había apaciguado su pésimo humor. - Un año y un día por dormirme estando de servicio. Me iban a fusilar por desertor, pero tenía un buen abogado. Y esa era una buena hamburguesa. Lástima no tener nada con que pasarla.

Negrillo sacó una botellita marcada JARABE PARA LA TOS Y se la pasó a Bill:

- Especialmente preparado para mí por un amigo enfermero. Mitad alcohol de quemar y mitad éter.

- ¡Gulppp! - dijo Bill, limpiándose las lágrimas tras haberse tragado media botella. Se sentía casi en paz con el mundo -. Eres un buen compañero, Negrillo.

- Puedes estar seguro - le dijo Negrillo ansiosamente -. Y nunca es malo tener compañeros en el Ejército, la Marina o las Fuerzas Espaciales, en cualquier parte. Eso lo sabe bien el viejo Negrillo, seguro. ¿Tienes buenos músculos, Bill?

Bill flexionó lentamente los músculos de Tembo.

- Eso es algo que a mí me gusta ver - dijo admirado Negrillo -. Con tus músculos y mi cerebro podremos apañárnoslas de maravilla...

- ¡Yo también tengo cerebro!

- ¡Relájalo! Dale un respiro, mientras yo pienso por los dos. He servido en más ejércitos que días hayas pasado tú en este. Obtuve mi primera medalla a las órdenes de Aníbal, por la herida de aquí - señaló una blanca cicatriz del dorso de su mano -. Pero me di cuenta de que llevaba las de perder y me pasé a los chicos de Rómulo y Remo mientras era tiempo. He estado aprendiendo desde entonces, y siempre logro salir con bien. Vi de donde soplaba el viento y comí un trozo del jabón de la lavandería y así estuve malo la mañana de Waterloo, y te aseguro que no me supo mal perderme aquello. Vi como se estaba preparando algo similar en el Somme... ¿o era Ypres?; me olvido de algunos de los antiguos nombres; así que masqué un cigarrillo, y me lo puse en el sobaco, y así logré tener fiebre y también me perdí aquel espectáculo. Siempre hay una forma en que escaparse, ese es mi lema.

- Nunca he oído hablar de esas batallas. ¿Fueron contra los chingers?

- No, mucho antes, muchísimo antes. Guerras y guerras antes.

- Eso significaría que eres muy viejo, Negrillo. Y no pareces muy viejo.

- Soy realmente viejo, pero normalmente no se lo digo a la gente porque se ríen de mí. Pero me acuerdo de haber visto construir las pirámides, y aún recuerdo el repugnante rancho que nos daban en el ejército asirio, y la vez que le ganamos a la tribu de Wug cuando trataron de entrar en nuestra caverna, a base de echarles piedras encima.

- Eso suena a una sarta de trolas - dijo cansinamente Bill, vaciando la botella.

- Ajá, eso es lo que me dicen todos, y por eso ya no cuento las viejas historias. No me creen ni cuando les muestro mi amuleto - le mostró un pequeño triángulo blanco con un borde irregular -. El diente de un pterodactilo. Se lo volé con una pedrada de una honda que acababa de inventar...

- Parece un trozo de plástico.

- ¿Entiendes ahora? Es por eso por lo que ya no cuento las viejas historias. Simplemente, me voy reenganchando y sigo la corriente...

Bill se sentó y se quedó con la boca abierta.

- ¡Reengancharse! Pero eso es un suicidio...

- Ni hablar. En una guerra, el sitio más seguro es el Ejército. A los imbéciles de primera línea les vuelan los culos a tiros y a los civiles de retaguardia se los vuelan a bombazos, pero los tíos de enmedio viven completamente seguros. Se necesitan 30, 50 o quizá hasta 70 tipos en medio para suministrar a cada uno de los de primera línea. Una vez aprendes a ser un buen archivero ya estás a salvo. ¿Quién ha oído hablar de que disparen contra un archivero? Yo soy un excelente archivero. Pero eso solo en tiempo de guerra. En tiempo de paz, cuando se equivocan y hay paz por un tiempo, es mejor estar con las tropas de combate. Tienen mejor comida, permisos más largos, y bien poco más que hacer. Viajan mucho.

- ¿Y qué pasa cuando comienza una guerra?

- Conozco 735 formas distintas de que me lleven al hospital.

- ¿Me enseñarás un par? - dijo Bill.

- Haría cualquier cosa por un compañero. Ya te las enseñaré por la noche, después de que nos hayan traído el rancho. Y el guardián que lo trae está siendo difícil acerca de un pequeño favor que le pedí. ¡Muchacho, cómo me gustaría que se le partiese un brazo!

- ¿Qué brazo? - Bill chascó sus nudillos con un fuerte sonido.

- El que quieras.

 

La Prisión Plasticasa era un centro de tránsito en donde guardaban a los prisioneros que llevaban de un lugar a otro. En ella se vivía una vida fácil y relajada que era disfrutada tanto por los guardianes como los prisioneros, sin que nada estropeara el tranquilo discurrir de los días. Había habido un guardián nuevo, un tipo verdaderamente ansioso que venía de la Guardia Nacional Territorial, pero tuvo un accidente mientras servía las comidas y se rompió un brazo. Hasta los otros guardianes se habían alegrado de verlo partir. Más o menos una vez a la semana se llevaban a Negrillo con una guardia armada a la Sección de Archivos de la base, donde estaba falsificando documentos para un teniente coronel que era muy activo en el mercado negro y quería llegar a millonario antes de retirarse. Mientras trabajaba en los archivos, Negrillo hacia que los guardianes de la prisión recibiesen promociones no merecidas, tiempo libre extra y primas en metálico por medallas inexistentes. Como resultado, Bill y Negrillo comían y bebían muy bien, y engordaron. Todo era muy pacífico hasta el día en que Negrillo regresó de una sesión en los archivos y despertó a Bill.

- Buenas noticias - le dijo -: nos largamos.

- ¿Y qué hay de bueno en eso? - preguntó Bill, molesto porque lo hubieran despertado y aún medio trompa de la borrachera de la tarde anterior -. Me gusta este lugar.

- Pero pronto se iba a poner mal para nosotros. El coronel me mira de mala manera, y creo que piensa enviarnos al otro extremo de la Galaxia, donde se lucha en serio. Pero no pensará hacerlo hasta la semana próxima, cuando acabe de arreglarle los libros, así que he preparado unas órdenes secretas para que seamos enviados esta semana a Tabes Dorsalis, donde están las minas de cemento.

- ¡El Mundo Polvoriento! - gritó roncamente Bill, y agarró a Negrillo por el cuello, agitándolo -. Una mina de cemento que ocupa todo un mundo, y en donde la gente muere de silicosis a las pocas horas. Es el lugar más infecto del Universo...

Negrillo logró soltarse y escapar al otro extremo de la celda.

- ¡Alto! - se atraganto -. ¡No te precipites! ¡Cierra la tapa de tu buzón y mantén seca la pólvora! ¿Te crees que iba a enviarnos a un sitio así? Eso es lo que muestran en los programas de la tele, pero yo sé la verdad. Si trabajas en las minas de cemento, de acuerdo, las cosas no están muy bien. Pero tienen una enorme base llena de oficinistas y similares, y usan a prisioneros en libertad provisional en la sección móvil porque no tienen bastantes tropas. Cuando estaba trabajando en los archivos cambié tu clasificación de especialista en fusibles, que es un trabajo suicida, a conductor, y aquí tienes tu carnet de conducir que te autoriza para hacerlo con cualquier cosa, desde un monociclo hasta un tanque atómico de 89 toneladas. Así que tendremos trabajos fáciles y, además, toda la base cuenta con acondicionamiento de aire.

- Pero se estaba bien aquí - se quejó Bill, mirando ceñudo la tarjeta de plástico que certificaba su aptitud en el manejo de una serie de extraños vehículos que en muchos casos ni conocía de vista.

- Las cosas vienen y van, pero son todas iguales - dijo Negrillo, empaquetando un pequeño equipaje.

Comenzaron a darse cuenta de que algo andaba mal cuando la columna de prisioneros fue aherrojada y encadenada con argollas y esposas, y arrastrada hasta el transporte espacial por un pelotón de PM de combate.

- ¡Movéos! - gritaban -. Ya tendréis tiempo de relajaros cuando lleguemos a Tabes Dorsalgia.

- ¿Adónde vamos? - se atraganto Bill.

- Ya me oíste; salta, so mamón.

- Me dijiste Tabes Dorsalis - le rezongó Bill a Negrillo, que estaba delante suyo en la cadena -. Tabes Dorsalgia es la base en Veniola donde hay los peores combates... ¡vamos a la lucha!

- Un error de escritura - suspiró Negrillo -. Uno no puede ganar siempre.

Evitó la patada que le lanzó Bill, y luego esperó pacientemente mientras los PM lo dejaban sin sentido con sus porras y los arrastraban a bordo.

 

TRES

 

Veniola... un mundo neblinoso de horrores innombrables arrastrándose en su órbita alrededor de la macabra estrella verde Hernia como algún repugnante monstruo estelar recién salido del pozo de la nada. ¿Qué secretos se ocultan entre sus nieblas eternas? ¿Qué horrores sin nombre ondulan y se estremecen en sus tenebrosas ciénagas y oscuros lagos sin fondo? Enfrentados con los inenarrables terrores de este planeta, los hombres se vuelven locos antes que enfrentarse con lo inenfrentable. Veniola... mundo de pantanos, el cubil de los repugnantes e inimaginables venianos...

Hacía calor, había humedad y hedía. La madera de las recién construidas chozas estaba ya blancuzca y comenzaba a pudrirse. Uno se sacaba los zapatos y, antes de que llegasen al suelo, los hongos ya crecían en su interior. Una vez en el campamento, les quitaron las cadenas, ya que no había ningún lugar al que pudieran escapar los trabajadores forzados, y Bill buscó a Negrillo mientras los dedos del brazo derecho de Tembo se abrían y cerraban como hambrientas bocas. Entonces recordó que Negrillo le había hablado a uno de los guardianes cuando estaban saliendo de la nave y le había pasado algo, y un poco después lo habían liberado de la hilera y se lo habían llevado. En aquel momento ya debía de estar dirigiendo la sección de archivos, y mañana viviría en los alojamientos de las enfermeras. Bill suspiró y dejó que todo aquello se fuera de su mente, ya que era tan solo otro factor antagónico sobre el que no tenía control, y se dejó caer en la litera más próxima. Instantáneamente, un zarcillo surgió veloz de una grieta en el suelo, dio tres vueltas a la litera, atándolo sólidamente contra ella, y clavó once pequeños tentáculos en su pierna, comenzando a chuparle la sangre.

- ¡Uggggg! - se esforzó Bill contra la presión de la cosa verde que le ahogaba.

- Nunca te acuestes sin un cuchillo en la mano - le dijo un delgado y amarillento sargento, mientras pasaba a su lado con su propio cuchillo y segaba el zarcillo por donde surgía de las planchas del suelo.

- Gracias, sargento - dijo Bill, desenredando los anillos y tirando el vegetal por la ventana.

De repente, el sargento comenzó a vibrar como un alambre en tensión al que se le da un pellizco y se desplomó al pie de la litera de Bill.

- Bo... bolsillo... camisa... pipipíldoras... - tartamudeó por entre castañeteantes dientes. Bill sacó una caja de píldoras del bolsillo del sargento y le introdujo algunas en la boca. La vibración se detuvo y el hombre se desplomó contra la pared, más chupado y amarillo que antes e inundado en sudor.

- Ictericia y fiebre de los pantanos y filariasis galopante, nunca sé cuando me dará un ataque, es por eso por lo que no pueden devolverme al combate, pues no puedo aguantar un arma. Yo, el Sargento Primero Ferkel, el mejor de los malditos lanzallameros de los Kortacuellos de Kirjassoff, y aquí me tienen haciendo de niñera en un campo de trabajos forzados. ¿Y crees que me molesta? Pues no, me hace feliz, y la única otra cosa que me haría más feliz sería que me sacasen de este maldito pozo de letrina del tamaño de un planeta.

- ¿Cree que el alcohol le haría daño en sus condiciones? - le preguntó Bill, pasándole una botella de jarabe para la tos -. ¿Van mal las cosas por aquí?

- No solo no me hará daño sino que... - se oyó un profundo gorgoteo,. y cuando el sargento habló de nuevo su voz era más ronca pero más fuerte -. Mal no es la palabra adecuada. El luchar con los chingers ya es malo de por sí, pero en este planeta tienen a los nativos, los venianos, de su parte. Esos venianos son como lagartijas acuáticas mohosas y tienen apenas la bastante inteligencia como para aguantar un arma y oprimir el gatillo, pero este es su planeta, y ahí en los pantanos son la misma muerte personificada. Se esconden bajo el barro, y nadan bajo el agua, y saltan desde los árboles, y todo el planeta está repleto de ellos. No tienen fuentes de aprovisionamiento, ni divisiones organizadas, ni mandos, tan solo luchan. Si uno se muere, los demás se lo comen. Si uno es herido en la pierna, los demás se la comen y le crece otra nueva. Si uno de ellos se queda sin munición o dardos venenosos o lo que sea, simplemente nada un centenar de kilómetros hasta su base, carga y regresa al combate. Llevamos aquí luchando tres años, y ahora controlamos un centenar de kilómetros cuadrados de territorio.

- Un centenar, eso suena a mucho.

- Pero solo a un estúpido como tú. Eso son diez por diez kilómetros, y tal vez sean dos kilómetros cuadrados más de lo que capturamos en los primitivos aterrizajes.

Se oyó un chapoteo de cansados pies, y unos agotados y embarcados hombres comenzaron a arrastrarse al interior de las chozas. El Sargento Ferkel se alzó trabajosamente y le dio un largo soplido a su silbato.

- De acuerdo, los nuevos, oíd esto. Habéis sido asignados a la escuadra B que ahora está formándose, escuadra que irá al pantano y acabará la tarea que estos insolentes cebollones de la escuadra A han comenzado esta mañana. Trabajaréis como los buenos allá afuera. No voy a apelar a vuestra lealtad, vuestro honor y vuestro sentido del deber... - sacó su pistola atómica de la funda y abrió de un tiro un boquete en el techo, por el que de inmediato comenzó a gotear la lluvia -. Tan solo voy a apelar a vuestro instinto de supervivencia, porque a todo aquel que se escabulla, se haga el remolón o no dé todo de sí, le volaré la tapa de los sesos. Ahora, afuera.

Con los dientes desnudos y las manos temblando, parecía lo bastante enfermo y de mala uva como para hacerlo. Bill y el resto de la escuadra B se apresuraron a salir bajo la lluvia y a formar filas.

- Coged las hachas, coged los picos, sacad el uranio - rugió el cabo de la guardia armada mientras se peleaban con el barro camino de la puerta de la empalizada. La escuadra de forzados, llevando sus herramientas, iba en el centro, mientras que la guardia armada iba en la parte exterior. La guardia no estaba allí para impedir que algún prisionero escapase, sino para darles una relativa protección contra el enemigo. Se arrastraron lentamente a lo largo del sendero de árboles abatidos que serpenteaba por el pantano. De pronto, se oyó un silbido en lo alto y pasaron relampagueantes transportes pesados.

- Hoy tenemos suerte - dijo uno de los prisioneros más veteranos -, envían la infantería pesada otra vez. No sabía que les quedase alguna.

- ¿Quieres decir que capturarán más territorio? - preguntó Bill.

- Ni hablar, todo lo que consiguen es que los maten. Pero, mientras los aniquilan, nos presionarán menos y tal vez podamos trabajar sin perder demasiados hombres.

Sin que se lo ordenasen, se detuvieron todos para mirar como la infantería pesada caía como lluvia en los pantanos de enfrente... y se desvanecía con la facilidad de las gotas de agua. De tanto en tanto se oía un «buum» y se veía un resplandor cuando una bomba atómica mediana estallaba, atomizando posiblemente algunos venianos, pero habían billones de enemigos esperando su turno. A lo lejos chasquearon las armas cortas y restallaron las granadas. Luego vieron como por sobre los árboles se aproximaba una rebosante e insegura figura. Era un infante pesado con su escafandra acorazada y casco hermético, con bombas atómicas y granadas sujetas por todas partes, un verdadero polvorín andante, o mejor dicho saltante, ya que con toda la chatarra que llevaba encima no habría podido caminar ni por una carretera asfaltada, por lo que se movía a saltos, usando dos cohetes atornillados a sus caderas. Sus saltos se hacían más y más bajos a medida que se acercaba. Cayó a unos cincuenta metros o así de distancia y se hundió lentamente hasta la cintura en el pantano, mientras sus cohetes siseaban al tocar el agua. Luego saltó de nuevo, mucho menos esta vez, con sus cohetes disparando en falso y apagándose, y lanzó el casco por el aire.

- Hey, chicos - dijo -. Los malditos chingers me dieron en el tanque de combustible. Casi se me han apagado los cohetes, no puedo saltar mucho más. ¿Verdad que le echaréis una mano a un compañero...? - golpeó el agua con un gran salpicón.

- Sal de ese traje de lata y te sacaremos - le gritó el cabo de la guardia.

- ¿Estás mochales? - gritó el soldado -. Lleva una hora el meterse o salir de esta cosa.

Disparó sus cohetes, pero estos tan solo hicieron puffff y se levantó un palmo en el agua, para caer de nuevo.

- ¡Se acabó el combustible! ¡Ayudadme, bastardos! ¿Es que estamos en la semana-de-joder-al-compañero...? - aulló, y luego se hundió, hasta que su cabeza estuvo bajo el agua y se vieron unas pocas burbujas y luego nada más.

- Siempre estamos en la semana-de-joder-al-compañero - dijo el cabo -. ¡Poned en marcha la columna! - ordenó, y se arrastraron hacia adelante -. Esos trajes pesan una tonelada y media, se hunden como el plomo.

Si este era un día tranquilo, Bill no deseaba ver uno ajetreado. Como todo el planeta Veniola era un pantano, no se podían realizar avances hasta que no se construía una ruta. Los soldados en solitario podían penetrar algo más allá del camino, pero para los suministros o el equipo y hasta para los hombres muy armados se necesitaba un camino. Por tanto, los forzados estaban construyendo un camino de árboles abatidos. En primera línea.

Los disparos de los átomorifles hacían hervir el agua a su alrededor, y los dardos venenosos caían tan densamente como las hojas de los árboles. Los ataques y contraataques de los dos lados eran constantes mientras los prisioneros cortaban árboles, los descortezaban y los ataban, para hacer avanzar la ruta unos centímetros más. Bill descortezó y taló y trató de ignorar los alaridos de los cuerpos que caían, hasta que comenzó a hacerse de noche. La escuadra, ahora mucho más reducida, marchó de regreso en el atardecer.

- Al menos avanzamos 30 metros esta tarde - le dijo Bill al prisionero veterano que marchaba a su lado.

- Eso no significa nada. Los venianos vienen nadando por la noche y se llevan los troncos.

Instantáneamente, Bill tomó la decisión de largarse de allí.

- ¿Tienes algo más de ese zumo de la alegría? - le preguntó el Sargento Ferkel cuando Bill se desplomó en su litera y comenzó a desprenderse parte del barro de las botas con la hoja de su cuchillo. Antes de responderle, le dio un rápido tajo a una planta que salía por entre las planchas del suelo.

- ¿Cree que podría perder un momento en darme unos consejos, sargento?

- Soy una fluida fuente de consejos una vez tengo lubrificada la garganta.

Bill se sacó una botella del bolsillo.

- ¿Cómo sale uno de este equipo? - le preguntó.

- Uno hace que lo maten - le contestó el sargento mientras se llevaba la botella a los labios.

Bill se la arrebató.

- Eso lo sabía sin su ayuda - resopló.

- Bueno, pues eso es todo lo que vas a saber sin mi ayuda - resopló en respuesta el sargento.

Sus narices se tocaban y se gruñían desde lo más hondo de sus gargantas. Habiendo probado lo valientes que eran los dos y como sabían demostrarlo, se relajaron, y el Sargento Ferkel se echó hacia atrás mientras Bill suspiraba y le pasaba la botella.

- ¿Qué tal si me diera un trabajo en la furrielería? - preguntó Bill.

- No tenemos furrielería. No tenemos oficina. Todo el mundo muere más pronto o más tarde aquí, así que, ¿para qué preocuparse en llevar archivos?

- ¿Y si le hieren a uno?

- Lo envían al hospital, lo ponen bueno, lo devuelven aquí.

- ¡Solo queda el amotinarse! - chilló Bill.

- No nos valió las últimas cuatro veces que lo intentamos. Simplemente se llevaron las naves de suministro y no nos dieron víveres hasta que aceptamos volver a combatir. La química de este lugar está mal, y toda la comida del planeta es puro veneno para nuestros metabolismos. Un par de chicos lo comprobaron por las malas. Cualquier motín que quiera tener posibilidades de éxito ha de conseguir capturar las bastantes naves como para escapar del planeta. Si tienes alguna idea de como hacerlo, te pondré en contacto con el Comité Permanente de Motines.

- ¿No hay forma alguna en que salir de aquí?

- Ya te humm a esto humm... - le dijo Ferkel, y se desplomó borracho como una cuba.

- Ya lo veré por mí mismo - dijo Bill, mientras le sacaba la pistola de su funda al sargento y luego se deslizaba por la puerta trasera.

Reflectores blindados iluminaban las posiciones avanzadas, enfrentadas al enemigo, y Bill se dirigió en el sentido opuesto, hacia el distante resplandor de los cohetes aterrizando. El terreno pantanoso estaba moteado por barracones y almacenes, pero Bill se mantuvo alejado de ellos porque estaban todos guardados, y los guardianes tenían el disparo fácil. Disparaban contra todo lo que veían, contra todo lo que oían, y si no veían o oían nada disparaban de vez en cuando, de todas formas, para mantenerse alta la moral. Las luces brillaban fuertes al frente, y Bill reptó sobre su estómago para atisbar por encima de una mata a una alta verja iluminada por reflectores y protegida por alambres de espino que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista.

Un disparo de un átomorifle quemó un boquete en el barro a un metro tras él, y un reflector giró, enmarcándolo en su destello.

- Saludos de su oficial de mando - atronó una voz amplificada desde los altavoces de la verja -. Esta es una grabación. Está usted tratando de salir de la zona de combate para entrar en la zona restringida al mando. Esto está prohibido. Su presencia ha sido detectada por maquinaria automática y estos mismos dispositivos tienen ahora apuntado un cierto número de armas contra usted. Dispararán en sesenta segundos si no se marcha. ¡Sea patriota! Cumpla con su deber. ¡Muerte a los chingers! Cincuenta y cinco segundos. ¿Le gustaría que su madre supiese que su hijo es un cobarde? Cincuenta segundos. Su Emperador ha gastado un capital en su entrenamiento, ¿es esa la forma de pagárselo? Cuarenta y cinco segundos...

Bill maldijo y disparó contra el altavoz más próximo, pero los restantes a lo largo de la valla continuaron sonando con la voz. Se dio la vuelta y volvió por donde había venido.

Cuando se acercaba a su choza, evitando la parte delantera para no arriesgarse al fuego de los nerviosos guardianes del complejo, se apagaron todas las luces. Al mismo tiempo sonaron disparos y explosiones por todas partes.

 

CUATRO

 

Algo se deslizó cerca por el barro, y el dedo de Bill se contrajo espontáneamente sobre el gatillo, disparando. Al breve resplandor atómico vio los humeantes restos de un veniano muerto, así como un gran número de venianos vivos chapoteando al ataque. Bill se zambulló a un lado al momento, de forma que los disparos que le hicieron en contestación no le alcanzaron, y huyó en la dirección opuesta. Tan solo pensaba en salvar el pellejo, y lo hizo escapando de los disparos y de los enemigos que le atacaban tan lejos como pudo. El que lo hiciera en la dirección en que no había sendero, metiéndose en el pantano, fue algo que no se detuvo a considerar en aquel momento. Sobrevive, le gritaba su arrugado y empequeñecido ego, y él corría.

El correr se hizo más difícil cuando el suelo se transformó en barro, y aún más cuando el barro dejó paso al agua abierta. Tras chapotear desesperadamente por un tiempo interminable, Bill llegó a más barro. Ya le había pasado el primer momento de histeria, el combate era tan solo un lejano murmullo en la distancia, y estaba exhausto. Se dejó caer sobre una masa de barro, e instantáneamente unos agudos dientes se le clavaron profundamente en las nalgas. Chillando roncamente, corrió hasta chocar con un árbol. No iba lo bastante aprisa como para hacerse mucho daño, y el tacto de la rugosa corteza bajo sus dedos despertó todos sus instintos eoantrópicos de supervivencia: se subió a él. En lo alto había dos ramas que salían en ángulo del tronco, y se apoyó en ellas, apretado contra la sólida madera y con su arma preparada y apuntada hacia adelante. Nada le molestaba ahora, y los sonidos nocturnos se hicieron más débiles y lejanos, la oscuridad era completa, y al cabo de unos segundos comenzó a cabecear. Se sobresaltó algunas veces, parpadeó, y finalmente se quedó dormido.

Ya brillaban las primeras grisáceas luces del alba cuando abrió sus pesados ojos y parpadeó. En una rama cercana estaba colgado un pequeño lagarto que lo contemplaba con sus ojos como joyas.

- Je, je... de verdad que estabas como un tronco - le dijo el chinger.

El disparo de Bill abrió una cicatriz humeante en la parte superior de la rama, y luego el chinger apareció de nuevo por debajo de la rama y se limpió meticulosamente la ceniza de sus garras.

- Ojo con ese gatillo, Bill - dijo -. Je, je... si hubiera querido te podría haber liquidado en cualquier momento mientras estabas dormido.

- Te conozco - dijo hoscamente Bill -. Eres Ansioso Beager, ¿no?

- Je, je... ¿no te gusta encontrarte con viejos amigos? - un cienpiés pasaba a su lado y Ansioso Beager, el chinger, lo agarró con tres de sus brazos y comenzó a arrancarle patas con el cuarto y a comérselas -. Te reconocí, Bill, y quise hablar contigo. Me he sentido mal desde que te llamé soplón, no hice bien. Tan solo cumplías con tu deber cuando me denunciaste. Pero, ¿querrías decirme como fue que me descubriste...? - dijo, guiñando un ojo en complicidad.

- ¿Por qué no te vas a comer mierda, desgraciado? - gruñó Bill, y buscó en su bolsillo una botella de jarabe para la tos. Ansioso Chinger suspiró.

- Bueno, supongo que no querrás hablar de nada de trascendencia militar, pero espero que quieras contestarme a unas preguntas. - Echó a un lado el cadáver desmembrado y rebuscó en su bolsa marsupial, sacando una tablilla y un diminuto instrumento de escritura -. Tienes que darte cuenta de que no escogí voluntariamente el espionaje como profesión, sino que me obligaron a hacerlo en virtud de mi especialidad, la exopología... ¿has oído hablar de esta ciencia?

- Una vez nos dieron una charla de orientación, la hizo un exopólogo, y de lo único que sabía hablar era de tipos y bichos extraterrestres.

- Sí, más o menos es eso. Es la ciencia que estudia las formas de vida distintas a la propia y, naturalmente, para nosotros el homo sapiens entra en esa clasificación: es un bicho raro... - se ocultó a medias tras al rama cuando Bill alzó el arma.

- ¡Ojo con lo que dices, mamón!

- Lo siento, tan solo es una forma de expresarse. Resumiendo, como me especialicé en el estudio de tu especie, me enviaron como espía, en contra mía; pero esos son los sacrificios que uno tiene que realizar en tiempo de guerra. No obstante, al verte aquí, he recordado que hay una serie de preguntas y problemas aún sin respuesta, y me gustaría tener tu ayuda para resolverlos, por pura curiosidad científica, naturalmente.

- ¿Como cuáles? - preguntó suspicaz Bill, vaciando la botella y lanzándola contra la selva.

- Bueno... je, je... para empezar por algo simple, ¿que es lo que sientes por los chingers?

- ¡Muerte a los chingers! - la pequeña pluma volaba sobre la tablilla.

- Pero te han condicionado para que digas, eso. ¿Qué es lo que sentías antes de entrar en el Ejército?

- Los chingers no me importaban un pito - con el rabillo del ojo, Bill vigilaba un movimiento sospechoso entre las hojas del árbol, arriba.

- ¡Estupendo! Entonces, ¿podrías explicarme quién es el que nos odia a los chingers hasta el punto de querer luchar contra nosotros una guerra de exterminio?

- Supongo que, en realidad, nadie odia a los chingers. Es simplemente que no hay nadie más con quien hacer la guerra, así que tenemos que hacerla con vosotros - las inquietas hojas se habían separado y unos ojos alargados, colocados en una gran cabeza plana, miraban hacia abajo.

- ¡Lo sabía! Y esto me lleva a la pregunta verdaderamente importante: ¿Por qué os gusta a los horno sapiens hacer la guerra?

La mano de Bill se apretó sobre la culata de la pistola, mientras la monstruosa cabeza descendía silenciosamente por entre las hojas tras Ansioso Chinger Beager. Estaba unida a un cuerpo serpentina de un palmo de grosor y, aparentemente, interminable.

- ¿Hacer la guerra? No sé - dijo Bill, distraído por el silencioso aproximarse de la gigantesca serpiente -. Supongo que es porque nos gusta. No parece haber otra razón.

- ¡Os gusta! - rechinó el chinger, saltando arriba y abajo excitado -. A ninguna raza civilizada le pueden gustar las guerras: la muerte, el asesinato, la mutilación, las violencias, la tortura y el dolor, para nombrar tan solo algunos de los factores - concomitantes a la misma. ¡Vuestra raza no puede ser civilizada!

La serpiente atacó con la velocidad del rayo, y Ansioso Chinger Beager se desvaneció por su espinosa garganta con tan solo un apagado gemido.

- Ajá... supongo que no estamos civilizados - dijo Bill con la pistola dispuesta, pero la serpiente siguió descendiendo. Al menos pasaron reptando cincuenta metros de la misma antes de que apareciese y desapareciese la cola -. El maldito espía se lo tenía bien merecido - gruñó feliz, y comenzó a descender.

Una vez en el suelo, Bill comenzó a darse cuenta del mal lío en que se hallaba. El húmedo pantano se había tragado todas las huellas de su paso de la noche anterior, y no tenía ni la menor idea de en qué dirección se hallaba la zona de los combates. El sol tan solo era una difusa luz tras las capas de nubes y niebla, y notó un escalofrío repentino al darse cuenta de las escasas posibilidades que tenía de hallar su camino de regreso. El área de invasión, de tan solo diez kilómetros de lado, era un punto microscópico en la piel de este planeta. Y no obstante, si no la encontraba, ya podía darse por muerto. Y si se quedaba allí también moriría, así que, tomando lo que le parecía la dirección más prometedora, inició la marcha.

- Estoy chafado - dijo, y lo estaba. Unas pocas horas de arrastrarse por los pantanos no habían hecho más que debilitar sus músculos, llenarle la piel de picaduras de insectos, sacarle un litro de sangre gracias a las omnipresentes sanguijuelas y vaciar la carga de su pistola al matar a una docena o así de las formas de vida locales que lo querían como desayuno. También sentía hambre y sed. Y seguía perdido.

El resto del día siguió la pauta de la mañana, así que cuando el cielo comenzó a oscurecer estaba al borde del agotamiento y había terminado su suministro de medicina para la tos. Cuando subió a un árbol para encontrar un punto en el que descansar, estaba aún más hambriento, por lo que cogió un excelente fruto rojo.

- Se supone que es veneno. - Lo miró con suspicacia, y luego lo husmeó. Olía excelentemente. Lo tiró lejos.

Por la mañana todavía tenía más hambre.

- ¿Debería meterme el cañón de la pistola en la boca y disparar? - se preguntó, sopesando la pistola atómica en la mano -. Aún queda mucho tiempo para hacer eso. Aún pueden pasar muchas cosas - y, sin embargo, no pudo acabar de creérselo cuando oyó voces que venían por la jungla, voces humanas. Se ocultó tras la rama y apuntó en aquella dirección.

Las voces se acercaron, y también un sonido de cadenas. Un veniano armado pasó bajo el árbol, pero Bill retuvo el fuego cuando otras figuras surgieron de entre la niebla. Era una larga hilera de prisioneros humanos que llevaban al cuello las argollas usadas para traer a Bill y a los otros al campo de trabajos forzados, unidas por una larga cadena. Cada uno de los hombres llevaba una enorme caja sobre la cabeza. Bill los dejó pasar por debajo y contó cuidadosamente los guardianes venianos. Eran cinco más un sexto vigilando la retaguardia, y cuando este estuvo bajo el árbol Bill se dejó caer sobre él, abriéndole el cráneo con sus pesadas botas. El veniano estaba armado con una copia, hecha por los chingers, del átomorifle standard, y Bill sonrió malévolamente cuando sostuvo su familiar peso. Tras guardarse la pistola en el cinto, se deslizó tras la columna, con el rifle a punto. Logró matar al quinto guardián poniéndose tras él y reventándole la cabeza con la culata del rifle. Los dos últimos humanos de la hilera lo vieron, pero tuvieron la suficiente cordura como para callarse cuando se acercó sigilosamente al cuarto. Pero un estremecimiento de los prisioneros o algún sonido casual puso en guardia al veniano, que se dio la vuelta, alzando el rifle. Ya no había posibilidad de matarlo en silencio, así que Bill le asó la cabeza y corrió tan de prisa como pudo hacia delante. Se produjo un incrédulo silencio cuando resonó el disparo entre la neblina y Bill lo llenó con un grito:

- ¡Cuerpo a tierra... rápido!

Los soldados se zambulleron en el barro, y Bill aguantó su átomorifle a la altura de la cadera mientras corría, abanicando de un lado a otro, frente a él, como si manejase una manguera, y manteniendo el gatillo en tiro automático. Una línea continua de fuego cruzó el aire a la altura de un metro del suelo y formando un arco. Se oyeron chillidos y gemidos entre la niebla, y al fin se agotó la carga del rifle. Bill lo echó a un lado y sacó la pistola. Dos de los guardias que quedaban estaban por el suelo, y el último estaba herido y solo pudo lanzar un mal dirigido disparo antes de que también lo asase.

- No está mal - dijo, deteniéndose y jadeando -. Seis de un total de seis.

De la línea de prisioneros le llegaban débiles gemidos, y Bill ahuecó disgustado los labios cuando vio los tres hombres que no se habían tirado al suelo al oír su grito de aviso.

- ¿Qué pasa? - le dijo a uno, moviéndolo con la bota. -. ¿Nunca habías entrado en combate? - pero no le contestó porque estaba tostadamente muerto.

- Nunca... - le contestó el de al lado, boqueando de dolor -. Llame al enfermero. Estoy herido, hay uno al principio de la hilera. ¡Oh, oh, ¿por qué salí nunca de la Fanny Hill?! Enfermero...

Bill frunció el entrecejo al ver los tres balones dorados de un Cuarto Teniente en el cuello del hombre, y luego se inclinó y le raspó algo del barro de la cara.

- ¡Tú! ¡El oficial de lavandería! - gritó con ultrajada ira, alzando la pistola para completar el trabajo.

- ¡No soy yo! - gimió el teniente, reconociendo por fin a Bill -. ¡El oficial de lavandería se fue, tragado por un desagüe! Yo soy tu amado pastor local que te trae las bendiciones de Ahura Mazdah, hijo mío... ¿Has ido leyendo el Avesta cada día antes de irte a dormir...?

- ¡Bah! - rugió Bill; ahora ya no podía matarlo, así que caminó hasta el tercer herido.

- Hola Bill... - le saludó una débil voz -. Supongo que ya he perdido mis antiguos reflejos... No puedo culparte por haberme dado, tendría que haberme incrustado en el barro como los otros...

- Maldita sea, eso es lo que tendrías que haber hecho - dijo Bill, contemplando al familiar y odiado rostro colmilludo -. Te estás muriendo, Deseomortal. Esta vez te ha tocado.

- Lo sé - dijo Deseomortal, y tosió. Tenía cerrados los ojos.

- Haced un círculo con la cadena - gritó Bill -. Quiero aquí al enfermero.

La hilera de prisioneros se curvó y miraron como el enfermero examinaba a los heridos.

- El teniente solo necesita una venda - dijo -. Tan solo tiene quemaduras superficiales. Pero a este tío de los colmillos le ha llegado la hora.

- ¿Puedes conservarlo con vida? - le preguntó Bill.

- Por un tiempo, aunque no puedo asegurar cuanto.

- Mántenlo en vida. - Miró alrededor del círculo de prisioneros -. ¿Hay alguna manera en que sacaros esas argollas? - preguntó.

- No sin las llaves - le dijo un tosco sargento de infantería -, y los lagartos no las traían. Tendremos que llevarlas hasta que estemos de regreso. ¿Cómo es que arriesgaste el cuello para salvarnos? - preguntó con sospecha.

- ¿Y quién quería salvaros? - resopló Bill -. Tenía hambre, y me imaginé que eso que llevabais sería comida.

- Sí, lo es - contestó el sargento, pareciendo ya más tranquilo -. Así se entiende el por qué corriste el riesgo.

Bill abrió una lata de raciones y hundió el rostro en ella.

 

CINCO

 

El muerto fue cortado de su sitio en la cadena, y los dos hombres de delante y atrás del herido Deseomortal querían hacer lo mismo con él. Bill razonó con ellos, les explicó que lo más humanitario era cargar con su compañero, y estuvieron de acuerdo con él cuando los amenazó con asarles las piernas si no lo hacían. Mientras los encadenados comían, Bill cortó dos ramas flexibles y construyó una camilla con tres guerreras que le dieron. Entregó los rifles capturados al tosco sargento y a los soldados que parecían con más experiencia de combate, guardándose uno para sí mismo.

- ¿Hay alguna posibilidad de que podamos regresar? le preguntó el sargento, que estaba limpiando cuidadosamente el agua del arma.

- Tal vez. Podemos regresar por donde hemos venido, es fácil seguir las señales que hemos dejado todos nosotros arrastrándonos hasta aquí. Tendremos que estar atentos por si hay venianos, y cazarlos antes de que puedan correr la voz acerca de nosotros. Cuando lleguemos donde podamos oír los combates, trataremos de hallar un área tranquila... y de abrimos paso. Un cincuenta por ciento de posibilidades.

- Eso es más de lo que teníamos hace una hora.

- Ya lo sé. Pero disminuirán si nos quedamos mucho tiempo aquí.

- Entonces pongámonos en marcha.

El seguir la pista fue aún más fácil de lo que Bill se había imaginado, y a primera hora de la tarde oyeron los primeros sonidos de la lucha, un retumbar apagado en la distancia. Habían matado instantáneamente al único veniano al que habían visto. Bill detuvo la marcha.

- Comed todo lo que queráis, luego tirad la comida - dijo -. Pasad la orden. Pronto tendremos que marchar a toda prisa - fue a ver que tal estaba Deseomortal.

- Mal - jadeó este, con la cara tan blanca como el papel -. Esto es el fin, Bill... lo sé... ya he aterrorizado a mi último recluta... he cobrado mi última paga... he hecho mi última guardia... hasta la vista, Bill... eres un buen compañero... cuidándote de mí así...

- Me alegra que pienses eso, Deseomortal, y tal vez quieras hacerme un favor. - Rebuscó por los bolsillos del moribundo hasta que encontró su libro de notas de suboficial, abriéndolo y garabateando en una de las páginas en blanco -. ¿Qué tal si me firmaras esto, en recuerdo de los viejos tiempos...? ¿Deseomortal?

La gran mandíbula colgaba abierta, los malévolos ojos rojos estaban desorbitados y perdidos en el infinito.

- El sucio mamón se me ha muerto antes - dijo disgustado Bill. Tras meditar por un momento, mojó con tinta de la pluma la yema del pulgar de Deseomortal y la apretó contra el papel para dejar la huella.

- ¡Enfermero! - gritó, y la hilera de hombres se arqueó para que el enfermero pudiera llegar -. ¿Cómo está?

- Tieso como un arenque - dijo el enfermero, tras un examen profesional.

- Antes de morir me dejó en herencia sus colmillos, lo tengo aquí escrito, ¿ves? Son colmillos verdaderos, hechos crecer en una probeta, y cuestan un fortunón. ¿Pueden ser trasplantados?

- Seguro, siempre que se los arranquen y los congelen antes de que pasen doce horas.

- No hay problema con eso, simplemente nos llevaremos el cadáver con nosotros. - Miró a los dos camilleros y jugueteó con su arma, y no hubo protestas -. Mándeme aquí a ese teniente.

El teniente vino.

- Capellán - dijo Bill, alzando la página del libro de notas -. Me gustaría tener la firma de un oficial en esto. Justo antes de morir este hombre me dictó su testamento, pero estaba demasiado débil para firmarlo, así que le puso la huella dactilar. Ahora usted escriba que lo vio hacerlo y que todo está bien y es legal, y firme con su nombre.

- Pero... no podría hacer eso, hijo mío. No vi como el fallecido dictaba su testamento y Glummmmp...

Dijo Glummmmp porque Bill le había metido el cañón de la pistola atómica en la boca y lo estaba haciendo girar con el dedo vibrando sobre el gatillo.

- Dispara - dijo el sargento de infantería, y tres de los hombres, que podían ver lo que estaba pasando, aplaudieron. Bill retiró lentamente la pistola.

- Tendré gran placer en ayudar - dijo el capellán, arrebatándole la pluma.

Bill leyó el documento, gruñó satisfecho, y luego se acuclilló junto al enfermero.

- ¿Estás en el hospital? - le preguntó.

- En efecto, y si logro regresar no voy a salir de él nunca más. Tuve la mala suerte de estar recogiendo heridos cuando se produjo el ataque.

- He oído que no se llevan a ningún herido. Que solo los ponen en condiciones y los devuelven a la línea de fuego.

- Oíste bien. Esta va a ser una guerra difícil de sobrevivir.

- Pero deben de haber algunos heridos demasiado graves como para volverlos al servicio activo.

- Son los milagros de la medicina moderna - le contestó el enfermero, mientras se enfrentaba con un pastel de carne deshidratado -. O te mueres, o te han puesto bueno en un par de semanas.

- ¿Y si a uno le vuelan un brazo?

- Tienen un congelador lleno de brazos viejos. Te cosen uno y bang, de vuelta al servicio.

- ¿Y que tal con los pies? - le preguntó Bill preocupado.

- ¡Tienes razón... me olvidé! Hay escasez de pies. Tenemos a tantos tíos sin pies que se nos están acabando las camas. Habían comenzado justamente a sacarlos del planeta cuando me capturaron.

- ¿Tienes algunas píldoras contra el dolor? - le preguntó Bill, cambiando de conversación. El enfermero sacó una botella blanca.

- Tres de estas y te reirías mientras te estuviesen cortando la cabeza.

- Dame tres.

- Si por casualidad ves a un tipo que le hayan volado un pie, lo mejor será que le ates algo alrededor de la pierna, por sobre la rodilla, para cortar la hemorragia.

- Gracias, compañero.

- De nada.

- Pongámonos en marcha - dijo el sargento de infantería -. Cuanto antes lo hagamos, más posibilidades tendremos.

Ocasionales relámpagos de los átomorifles quemaban el follaje por encima de ellos, y el estampido seco de las armas pesadas hacía agitarse el barro bajo sus pies. Caminaron paralelamente a la línea de fuego hasta que este hubo cesado, luego se detuvieron. Bill, que era el único no encadenado, se adelantó en reconocimiento. Las líneas enemigas parecían poco densas, y encontró un lugar que parecía ser el mejor para atravesarlas. Luego, antes de regresar, se sacó una fuerte cuerda que había tomado de los paquetes y se hizo un torniquete sobre la rodilla derecha, apretándolo con un palo, tragándose luego las tres píldoras. Se quedó tras unos espesos matorrales cuando llamó a los otros.

- Todo recto, y luego a la derecha por entre esos árboles. Vamos... ¡rápido!

Bill abrió la marcha hasta que los primeros hombres pudieron ver las líneas al frente. Luego gritó:

- ¿Qué es esto? - y se introdujo entre el espeso follaje ¡Chingers! - gritó, y se sentó con la espalda recostada en un árbol.

Tomó buena puntería con la pistola y se voló el pie derecho.

- ¡Movéos, rápido! - aulló, y escuchó el estrépito de los asustados hombres entre la maleza. Lanzó lejos su pistola, disparó al azar hacia los árboles unas cuantas veces, luego se irguió. El átomorifle le servía bastante como muleta para cojear, y no tenía mucho camino que recorrer. Dos soldados, que debían ser bisoños o habrían sabido mejor lo que se hacían, salieron de sus refugios para ayudarle.

- Gracias, compañeros - jadeó, y se desplomó al suelo -. La guerra es un puro infierno.

 

EPILOGO

 

La música marcial creaba ecos en la ladera de la colina, rebotando en las aristas rocosas y perdiéndose en las silenciosas sombras verdes bajo los árboles. Girando la curva, marcando orgullosamente el paso entre el polvo, llegó el pequeño desfile a cuya cabeza se encontraba la magnífica forma del robot-banda. El sol se reflejaba en sus doradas extremidades y parpadeaba en los metálicos instrumentos que tocaba con tanto entusiasmo. Una pequeña formación de robots surtidos rodaba y traqueteaba tras él, y cerrando la columna iba la solitaria figura del canoso sargento reclutador, marchando solitario, con las hileras de sus medallas tintineando. Aunque el camino era liso, el sargento trastabilleó de pronto, casi cayendo, y se puso a blasfemar con toda la experiencia de los largos años de oficio.

- ¡Alto! - ordenó, y, mientras su pequeña compañía frenaba hasta detenerse, se recostó contra la pared de piedra que bordeaba el camino y se arremangó la pernera derecha de su pantalón. Cuando silbó, uno de los robots se acercó rápidamente y le presentó una caja de herramientas, de la que el sargento tomó una gran llave inglesa, con la que se apretó una de las tuercas del tobillo de su pie artificial. Luego le echó unas gotas de aceite a una juntura y volvió a bajarse la pernera. Cuando se irguió, se dio cuenta de que una robomula estaba tirando de un arado tras la verja, con un robusto mocetón pueblerino guiándola.

- ¡Cerveza! - ladró el sargento, y luego -: El lamento de un espacionauta.

El robot-banda inició los compases de la suave melodía de la vieja canción, y para cuando el surco llegó hasta los límites del campo ya estaban sobre la cerca dos jarras de cerveza helada.

- Esa es una bonita canción - dijo el campesino.

- Bebe una cerveza conmigo - dijo el sargento, echando en la jarra un polvillo blanco de un paquete que tapaba con la mano.

- No me importaría hacerlo, hoy hace aquí más calor que en el in...

- Dilo tranquilamente: infierno. Ya he oído antes esa palabra.

- A mami no le gusta que diga palabrotas. Vaya si tiene usted unos dientes largos, señor.

El sargento hizo resonar un colmillo.

- Un tiparrón como tú no debería preocuparse por algunas palabrotas más o menos. Si fueras soldado, podrías decir infierno, o hasta mamón, todas las veces que quisieras.

- No creo que desee decir nada como eso - se ruborizó, a pesar de lo curtido de su rostro -. Gracias por la cerveza, pero ahora tengo que seguir arando. Mami me dijo que jamás tenía que hablar con los soldados.

- Tu mami tiene razón, hijo. La mayor parte de ellos son un rebaño de sucios borrachos y blasfemos. Escucha: ¿te gustaría ver una foto que tengo de una robomula nueva que puede funcionar 1.000 horas sin que tenga que ser lubrificada? - el sargento echó la mano hacia atrás y un robot le puso en ella un visor.

- ¡Eso sí que suena interesante! - el pueblerino se llevó el visor a los ojos y miró por él, y se puso aún más encarnado -. Esto no es una mula, señor, es una chica, y sus ropas son...

El sargento extendió rápidamente la mano y apretó un botón en lo alto del visor. Algo hizo trunk en su interior, y el campesino se quedó quieto, rígido y paralizado. No se movió ni cambió de expresión cuando el sargento le quitó la pequeña máquina de entre sus paralizados dedos.

- Toma esta pluma - le dijo el sargento, y los dedos del otros se cerraron sobre ella -. Ahora firma en este documento, justamente debajo de donde dice firma del recluta... - la pluma rechinó, y un repentino chillido traspasó el aire.

- ¡Mi Charlie! ¿Qué le está haciendo a mi Charlie? - una vieja mujer de pelo blanco gimió mientras llegaba corriendo por la colina.

- Su hijo es ahora un soldado para mayor gloria del Emperador - dijo el sargento, haciéndole una seña al robot sastre.

- ¡No... por favor! - suplicó la mujer, agarrando la mano del sargento y regándola con sus lágrimas -. Ya perdí un hijo... ¿no es eso bastante...? - Parpadeó entre las lágrimas, y luego parpadeó de nuevo -. Pero tú... ¡tú eres mi hijo! ¡Mi Bill que ha vuelto a casal Te reconozco a pesar de esos dientes, y de las cicatrices, y de esa mano negra y del pie artificial. ¡Una madre nunca olvida!

El sargento miró con el ceño fruncido a la mujer.

- Creo que tal vez tenga razón - dijo -. Ya me pareció que el nombre de Phigerinadon II me sonaba familiar.

El sastre robot había cumplido con su tarea, la guerrera de papel rojo brillaba orgullosa al sol, las botas unimoleculares resplandecían.

- ¡A formar! - gritó Bill, y el recluta saltó la tapia.

- Billy, Billy... - gimoteó la mujer -, ¡este es tu hermanito Charlie! No irás a llevarte a tu propio hermanito al Ejército, ¿no?

Bill pensó en su madre, y luego pensó en su hermano menor Charlie, y luego pensó en el mes que le quitarían de su período de servicio por cada recluta que llevase, y dio al momento su respuesta:

- Sí - dijo.

La música resonó, los soldados marcharon, la madre lloró, como siempre han hecho las madres, y la marcial pequeña formación marcó el paso por el camino, sobre la colina, y se perdió de vista en el atardecer.

 

FIN