Romancero gitano

Federico Garcia Lorca

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  • 1 Romance de la luna, luna
  • 2 Preciosa y el aire
  • 3 Reyerta
  • 4 Romance sonámbulo
  • 5 La monja gitana
  • 6 La casada infiel
  • 7 Romance de la pena negra
  • 8 San Miguel
  • 9 San Rafael
  • 10 San Gabriel
  • 11 Prendimiento de Antoñito El Camborio en el camino de Sevilla
  • 12 Muerte de Antoñito El Camborio
  • 13 Muerto de amor
  • 14 Romance del emplazado
  • 15 Romance de la guardia civil española
  • 16 Martirio de Santa Olalla
  • 17 Burla de Don Pedro a caballo
  • 18 Thamár y Amnón


  • 1 Romance de la luna, luna



    La luna vino a la fragua
    con su polizón de nardos.
    El niño la mira, mira.
    El niño la está mirando.
    En el aire conmovido
    mueve la luna sus brazos
    y enseña, lúbrica y pura,
    sus senos de duro estaño.
    —Huye luna, luna, luna.
    Si vinieran los gitanos,
    harían con tu corazón
    collares y anillos blancos.
    —Niño, déjame que baile.
    Cuando vengan los gitanos,
    te encontrarán sobre el yunque
    con los ojillos cerrados.
    —Huye, luna, luna, luna,
    que ya siento los caballos.
    —Niño, déjame, no pises
    mi blancor almidonado

    El jinete se acercaba
    tocando el tambor del llano.
    Dentro de la fragua el niño
    tiene los ojos cerrados.

    Por el olivar venían,
    bronce y sueño, los gitanos.
    Las cabezas levantadas
    y los ojos entornados.

    ¡Cómo canta la zumaya,
    ay, cómo canta en el árbol!
    Por el cielo va la luna
    con un niño de la mano.

    Dentro de la fragua lloran,
    dando gritos, los gitanos.
    El aire la vela, vela.
    El aire la está velando.

    2 Preciosa y el aire



    A Dámaso Alonso

    Su luna de pergamino
    Preciosa tocando viene
    por un anfibio sendero
    de cristales y laureles.
    El silencio sin estrellas,
    huyendo del sonsonete,
    cae donde el mar bate y canta
    su noche llena de peces.
    En los picos de la sierra
    los carabineros duermen
    guardando las blancas torres
    donde viven los ingleses.

    Y los gitanos del agua
    levantan por distraerse,
    glorietas de caracolas y
    ramas de pino verde.

    Su luna de pergamino
    Preciosa tocando viene.
    Al verla se ha levantado
    el viento que nunca duerme.
    San Cristobalón desnudo,
    lleno de lenguas celestes,
    mira a la niña tocando
    una dulce gaita ausente.

    Niña, deja que levante
    tu vestido para verte.
    Abre en mis dedos antiguos
    la rosa azul de tu vientre.

    Preciosa tira el pandero
    y corre sin detenerse.
    El viento-hombrón la persigue
    con una espada caliente.

    Frunce su rumor el mar.
    Los olivos palidecen.
    Cantan las flautas de umbría
    y el liso gong de la nieve.

    ¡Preciosa, corre, Preciosa,
    que te coge el viento verde!
    ¡Preciosa, corre, Preciosa!
    ¡Míralo por donde viene!
    Sátiro de estrellas bajas
    con sus lenguas relucientes.

    Preciosa, llena de miedo,
    entra en la casa que tiene,
    más arriba de los pinos,
    el cónsul de los ingleses.

    Asustados por los gritos
    tres carabineros vienen,
    sus negras capas ceñidas
    y los gorros en las sienes.

    El inglés da a la gitana
    un vaso de tibia leche,
    y una copa de ginebra
    que Preciosa no se bebe.

    Y mientras cuenta, llorando,
    su aventura a aquella gente,
    en las tejas de pizarra el
    viento, furioso, muerde.

    3 Reyerta



    A Rafael Méndez

    En la mitad del barranco
    las navajas de Albacete
    bellas de sangre contraria,
    relucen como los peces.
    Una dura luz de naipe
    recorta en el agrio verde
    caballos enfurecidos
    y perfiles de jinetes.
    En la copa de un olivo
    lloran dos viejas mujeres.
    El toro de la reyerta
    se sube por las paredes.
    Ángeles negros traían
    pañuelos y agua de nieve.
    Ángeles con grandes alas
    de navajas de Albacete.
    Juan Antonio el de Montilla
    rueda muerto la pendiente,
    su cuerpo lleno de lirios
    y una granada en las sienes.
    Ahora monta cruz de fuego,
    carretera de la muerte.

    El juez, con guardia civil,
    por los olivares viene.
    Sangre resbalada gime
    muda canción de serpiente.
    Señores guardias civiles: aquí
    pasó lo de siempre.
    Han muerto cuatro romanos
    y cinco cartagineses.

    La tarde loca de higueras
    y de rumores calientes
    cae desmayada en los muslos
    heridos de los jinetes.
    Y ángeles negros volaban

    por el aire del poniente.
    Ángeles de largas trenzas
    y corazones de aceite.

    4 Romance sonámbulo



    A Gloria Giner y Fernando de los Ríos

    Verde que te quiero verde.
    Verde viento. Verdes ramas.
    El barco sobre la mar
    y el caballo en la montaña.
    Con la sombra en la cintura
    ella sueña en su baranda,
    verde carne, pelo verde,
    con ojos de fría plata.
    Verde que te quiero verde.
    Bajo la luna gitana,
    las cosas la están mirando
    y ella no puede mirarlas.

    Verde que te quiero verde.
    Grandes estrellas de escarcha,
    vienen con el pez de sombra
    que abre el camino del alba.
    La higuera frota su viento
    con la lija de sus ramas,
    y el monte, gato garduño,
    eriza sus pitas agrias.
    ¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
    Ella sigue en su baranda,
    verde carne, pelo verde,
    soñando en la mar amarga.

    Compadre, quiero cambiar
    mi caballo por su casa,
    mi montura por su espejo,
    mi cuchillo por su manta.
    Compadre, vengo sangrando,
    desde los puertos de Cabra.
    Si yo pudiera, mocito,
    ese trato se cerraba.
    Pero yo ya no soy yo,
    ni mi casa es ya mi casa.
    Compadre, quiero morir
    decentemente en mi cama.
    De acero, si puede ser, con
    las sábanas de holanda.
    ¿No ves la herida que tengo
    desde el pecho a la garganta?
    Trescientas rosas morenas
    lleva tu pechera blanca.
    Tu sangre rezuma y huele
    alrededor de tu faja.
    Pero yo ya no soy yo,
    ni mi casa es ya mi casa.
    Dejadme subir al menos
    hasta las altas barandas,
    ¡dejadme subir!, dejadme
    hasta las verdes barandas.
    Barandales de la luna por
    donde retumba el agua.

    Ya suben los dos compadres
    hacia las altas barandas.
    Dejando un rastro de sangre.
    Dejando un rastro de lágrimas.
    Temblaban en los tejados
    farolillos de hojalata.
    Mil panderos de cristal,
    herían la madrugada.

    Verde que te quiero verde,
    verde viento, verdes ramas.
    Los dos compadres subieron.
    El largo viento, dejaba
    en la boca un raro gusto
    de hiel, de menta y de albahaca.
    ¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
    ¿Dónde está tu niña amarga?
    ¡Cuántas veces te esperó!
    ¡Cuántas veces te esperara
    cara fresca, negro pelo,
    en esta verde baranda!

    Sobre el rostro del aljibe
    se mecía la gitana.
    Verde cama, pelo verde,
    con ojos de fría plata.
    Un carámbano de luna
    la sostiene sobre el agua.
    La noche se puso íntima
    como una pequeña plaza.
    Guardias civiles borrachos
    en la puerta golpeaban.
    Verde que te quiero verde.
    Verde viento. Verdes ramas.
    El barco sobre la mar.
    Y el caballo en la montana.

    5 La monja gitana



    A José Moreno Villa

    Silencio de cal y mirto.
    Malvas en las hierbas finas.
    La monja borda alhelíes
    sobre una tela pajiza.
    Vuelan en la araña gris,
    siete pájaros del prisma.
    La iglesia gruñe a lo lejos
    como un oso panza arriba.
    ¡Qué bien borda ! ¡Con qué gracia!
    Sobre la tela pajiza,
    ella quisiera bordar
    flores de su fantasía.
    ¡Qué girasol! ¡Qué magnolia
    de lentejuelas y cintas!
    ¡Qué azafranes y qué lunas,
    en el mantel de la misa!
    Cinco toronjas se endulzan
    en la cercana cocina.
    Las cinco llagas de Cristo
    cortadas en Almería.
    Por los ojos de la monja
    galopan dos caballistas.
    Un rumor último y sordo
    le despega la camisa,
    y al mirar nubes y montes
    en las yertas lejanías,
    se quiebra su corazón
    de azúcar y yerbaluisa.
    ¡Oh!, qué llanura empinada
    con veinte soles arriba.
    ¡Qué ríos puestos de pie
    vislumbra su fantasía!
    Pero sigue con sus flores,
    mientras que de pie, en la brisa,
    la luz juega el ajedrez
    alto de la celosía.

    6 La casada infiel



    A Lydia Cabrera y a su negrita

    Y que yo me la lleve al río
    creyendo que era mozuela,
    pero tenía marido.
    Fue la noche de Santiago
    y casi por compromiso.
    Se apagaron los faroles
    y se encendieron los grillos.
    En las últimas esquinas
    toqué sus pechos dormidos,
    y se me abrieron de pronto
    como ramos de jacintos.
    El almidón de su enagua me
    sonaba en el oído,
    como una pieza de seda
    rasgada por diez cuchillos
    Sin luz de plata en sus copas
    los árboles han crecido,
    y un horizonte de perros
    ladra muy lejos del río.

    Pasadas las zarzamoras,
    los juncos y los espinos,
    bajo su mata de pelo
    hice un hoyo sobre el limo.
    Yo me quité la corbata.
    Ella se quitó el vestido.
    Yo el cinturón con revólver
    Ella sus cuatro corpiños.
    Ni nardos ni caracolas
    tienen el cutis tan fino,
    ni los cristales con luna
    relumbran con ese brillo.
    Sus muslos se me escapaban
    como peces sorprendidos,
    la mitad llenos de lumbre,
    la mitad llenos de frío.
    Aquella noche corrí
    el mejor de los caminos,
    montado en potra de nácar
    sin bridas y sin estribos.
    No quiero decir, por hombre,
    las cosas que ella me dijo.
    La luz del entendimiento
    me hace ser muy comedido.
    Sucia de besos y arena,
    yo me la lleve del río.
    Con el aire se batían las
    espadas de los lirios.

    Me porté como quien soy.
    Como un gitano legítimo.
    La regalé un costurero
    grande de raso pajizo,
    y no quise enamorarme
    porque teniendo marido
    me dijo que era mozuela
    cuando la llevaba al río.

    7 Romance de la pena negra



    A José Navarro Pardo

    Las piquetas de los gallos
    cavan buscando la aurora,
    cuando por el monte oscuro
    baja Soledad Montoya.

    Cobre amarillo, su carne,
    huele a caballo y a sombra.
    Yunques ahumados sus pechos,
    gimen canciones redondas.
    Soledad, ¿por quién preguntas
    sin compaña y a estas horas?
    Pregunte por quien pregunte,
    dime: ¿a ti qué se te importa?
    Vengo a buscar lo que busco,
    mi alegría y mi persona.
    Soledad de mis pesares,
    caballo que se desboca,
    al fin encuentra la mar
    y se lo tragan las olas.
    No me recuerdes el mar,
    que la pena negra, brota
    en las sierras de aceituna
    bajo el rumor de las hojas.
    ¡Soledad, qué pena tienes!
    ¡Qué pena tan lastimosa!
    Lloras zumo de limón
    agrio de espera y de boca.
    ¡Qué pena tan grande! Corro
    mi casa como una loca,
    mis dos trenzas por el suelo,
    de la cocina a la alcoba.
    ¡Qué pena! Me estoy poniendo
    de azabache, cama y ropa.
    ¡Ay mis camisas de hilo!
    ¡Ay mis muslos de amapola!
    Soledad: lava tu cuerpo
    con agua de las alondras,
    y deja tu corazón
    en paz, Soledad Montoya.


    Por abajo canta el río:
    volante de cielo y hojas.
    Con flores de calabaza,
    la nueva luz se corona.
    ¡Oh pena de los gitanos!
    Pena limpia y siempre sola.
    ¡Oh pena de cauce oculto
    y madrugada remota!

    8 San Miguel


    (Granada)

    A Diego Buigas de Dalmau

    Se ven desde las barandas,
    por el monte, monte, monte,
    mulos y sombras de mulos
    cargados de girasoles.

    Sus ojos en las umbrías
    se empañan de inmensa noche.
    En los recodos del aire
    cruje la aurora salobre.

    Un cielo de mulos blancos
    cierra sus ojos de azogue
    dando a la quieta penumbra
    un final de corazones.
    Y el agua se pone fría
    para que nadie la toque.
    Agua loca y descubierta
    por el monte, monte, monte.


    San Miguel lleno de encajes
    en la alcoba de su torre,
    enseña sus bellos muslos
    ceñidos por los faroles.

    Arcángel domesticado
    en el gesto de las doce,
    finge una cólera dulce
    de plumas y ruiseñores.
    San Miguel canta en los vidrios;
    efebo de tres mil noches,
    fragante de agua colonia
    y lejano de las flores.

    El mar baila por la playa,
    un poema de balcones.
    Las villas de la luna
    pierden juncos, ganan voces.
    Vienen manolas comiendo
    semillas de girasoles,
    los culos grandes y ocultos
    como planetas de cobre.
    Vienen altos caballeros
    y damas de triste porte,
    morenas por la nostalgia
    de un ayer de ruiseñores.
    Y el obispo de Manila,
    ciego de azafrán y pobre,
    dice misa con dos filos
    para mujeres y hombres

    San Miguel se estaba quieto
    en la alcoba de su torre,
    con las enaguas cuajadas
    de espejitos y entredoses.

    San Miguel, rey de los globos
    y de los números nones,
    en el primor berberisco
    de gritos y miradores.

    9 San Rafael



    (Córdoba)

    A Juan Izquierdo Croselles

    Coches cerrados llegaban
    a las villas de juncos
    donde las ondas alisan
    romano torso desnudo.
    Coches, que el Guadalquivir
    tiende en su cristal maduro,
    entre láminas de flores
    y resonancia de nublos.
    Los niños tejen y cantan
    el desengaño del mundo,
    cerca de los viejos coches
    perdidos en el nocturno.
    Pero Córdoba no tiembla
    bajo el misterio confuso,
    pues si la sombra levanta
    la arquitectura del humo,
    un pie de mármol afirma
    su casto fulgor enjuto.

    Pétalos de lata débil
    recaman los grises puros
    de la brisa, desplegada
    sobre los arcos de triunfo.
    Y mientras el puente sopla
    diez rumores de Neptuno,
    vendedores de tabaco huyen
    por el roto muro.

    II

    Un solo pez en el agua
    que a las dos Córdobas junta:
    Blanca Córdoba de juncos.
    Córdoba de arquitectura.
    Niños de cara impasible
    en la villa se desnudan,
    aprendices de Tobías
    y Merlines de cintura,
    para fastidiar al pez
    en irónica pregunta
    si quiere flores de vino
    o saltos de media luna.
    Pero el pez, que dora el agua
    y los mármoles enluta,
    les da lección y equilibrio
    de solitaria columna.
    El Arcángel aljamiado
    de lentejuelas oscuras,
    en el mitin de las ondas
    buscaba rumor y cuna.

    Un solo pez en el agua.
    Dos Córdobas de hermosura.
    Córdoba quebrada en chorros.
    Celeste Córdoba enjuta.

    10 San Gabriel


    (Sevilla)

    I

    Un bello niño de junco,
    anchos hombros, fino talle
    piel de nocturna manzana,
    boca triste y ojos grandes,
    nervio de plata caliente,
    ronda la desierta calle.
    Sus zapatos de charol
    rompen las dalias del aire,
    con los dos ritmos que cantan
    breves lutos celestiales.
    En la ribera del mar
    no hay palma que se le iguale,
    Ni emperador coronado
    ni lucero caminante.
    Cuando la cabeza inclina
    sobre su pecho de jaspe,
    la noche busca llanuras
    porque quiere arrodillarse.
    Las guitarras suenan solas
    para San Gabriel Arcángel,
    domador de palomillas
    y enemigo de los sauces.
    San Gabriel: El niño llora
    en el vientre de su madre.
    No olvides que los gitanos
    te regalaron el traje.

    II

    Anunciación de los Reyes,
    bien lunada y mal vestida,
    abre la puerta al lucero
    que por la calle venía.
    El Arcángel San Gabriel,
    entre azucena y sonrisa,
    bisnieto de la Giralda,
    se acercaba de visita.
    En su chaleco bordado
    grillos ocultos palpitan.
    Las estrellas de la noche
    se volvieron campanillas.
    San Gabriel: Aquí me tienes
    con tres clavos de alegría.
    Tu fulgor abre jazmines
    sobre mi cara encendida.
    Dios te salve, Anunciación.
    Morena de maravilla.
    Tendrás un niño más bello
    que los tallos de la brisa.
    ¡Ay San Gabriel de mis ojos!
    ¡Gabrielillo de mi vida!
    Para sentarte yo sueño
    un sillón de clavelinas.

    Dios te salve, Anunciación,
    bien lunada y mal vestida.
    Tu niño tendrá en el pecho
    un lunar y tres heridas.
    ¡Ay San Gabriel que reluces!
    ¡Gabrielillo de mi vida!
    En el fondo de mis pechos
    ya nace la leche tibia.
    Dios te salve, Anunciación.
    Madre de cien dinastías.
    Áridos lucen tus ojos,
    paisajes de caballista.

    El niño canta en el seno
    de Anunciación sorprendida.
    Tres balas de almendra verde
    tiemblan en su vocecita.

    Ya San Gabriel en el aire
    por una escala subía.
    Las estrellas de la noche
    se volvieron siemprevivas,

    11 Prendimiento de Antoñito El Camborio en el camino de Sevilla



    A Margarita Xirgu

    Antonio Torres Heredia,
    hijo y nieto de Camborios,
    con una vara de mimbre
    va a Sevilla a ver los toros.
    Moreno de verde luna
    anda despacio y garboso.
    Sus empavonados bucles
    le brillan entre los ojos.
    A la mitad del camino
    cortó limones redondos,
    y los fue tirando al agua
    hasta que la puso de oro.
    Y a la mitad del camino,
    bajo las ramas de un olmo,
    guardia civil caminera
    lo llevó codo con codo.

    El día se va despacio,
    la tarde colgada a un hombro,
    dando una larga torera
    sobre el mar y los arroyos.
    Las aceitunas aguardan
    la noche de Capricornio,
    y una corta brisa, ecuestre,
    salta los montes de plomo.
    Antonio Torres Heredia,
    hijo y nieto de Camborios,
    viene sin vara de mimbre
    entre los cinco tricornios.

    Antonio, ¿quién eres tú?
    Si te llamaras Camborio,
    hubieras hecho una fuente
    de sangre con cinco chorros.
    Ni tú eres hijo de nadie,
    ni legítimo Camborio.
    ¡Se acabaron los gitanos
    que iban por el monte solos!
    Están los viejos cuchillos
    tiritando bajo el polvo.

    A las nueve de la noche
    lo llevan al calabozo,
    mientras los guardias civiles
    beben limonada todos.
    Y a las nueve de la noche
    le cierran el calabozo,
    mientras el cielo reluce
    como la grupa de un potro.

    12 Muerte de Antoñito El Camborio



    A José Antonio Rubio Sacristán

    Voces de muerte sonaron
    cerca del Guadalquivir.
    Voces antiguas que cercan
    voz de clavel varonil.
    Les clavó sobre las botas
    mordiscos de jabalí.
    En la lucha daba saltos
    jabonados de delfín.
    Bañó con sangre enemiga
    su corbata carmesí,
    pero eran cuatro puñales
    y tuvo que sucumbir.
    Cuando las estrellas clavan
    rejones al agua gris,
    cuando los erales suenan
    verónicas de alhelí,
    voces de muerte sonaron
    cerca del Guadalquivir.

    Antonio Torres Heredia,
    Camborio de dura crin,
    moreno de verde luna,
    voz de clavel varonil:
    ¿Quién te ha quitado la vida
    cerca del Guadalquivir?
    Mis cuatro primos Heredias
    hijos de Benamejí.
    Lo que en otros no envidiaban,
    ya lo envidiaban en mí.
    Zapatos color corinto,
    medallones de marfil,
    y este cutis amasado
    con aceituna y jazmín.
    ¡Ay Antoñito el Camborio,
    digno de una Emperatriz!
    Acuérdate de la Virgen
    porque te vas a morir.
    ¡Ay Federico García,
    llama a la Guardia Civil!
    Ya mi talle se ha quebrado
    como caña de maíz.

    Tres golpes de sangre tuvo
    y se murió de perfil.
    Viva moneda que nunca
    se volverá a repetir.
    Un ángel marchoso pone
    su cabeza en un cojín.
    Otros de rubor cansado,
    encendieron un candil.
    Y cuando los cuatro primos
    llegan a Benamejí,
    voces de muerte cesaron
    cerca del Guadalquivir.

    13 Muerto de amor



    A Margarita Manso

    ¿Qué es aquello que reluce
    por los altos corredores?
    Cierra la puerta, hijo mío,
    acaban de dar las once.
    En mis ojos, sin querer,
    relumbran cuatro faroles.
    Será que la gente aquella
    estará fregando el cobre.

    Ajo de agónica plata
    la luna menguante, pone
    cabelleras amarillas
    a las amarillas torres.
    La noche llama temblando
    al cristal de los balcones,
    perseguida por los mil
    perros que no la conocen,
    y un olor de vino y ámbar
    viene de los corredores.

    Brisas de caña mojada
    y rumor de viejas voces,
    resonaban por el arco
    roto de la media noche.
    Bueyes y rosas dormían.
    Sólo por los corredores
    las cuatro luces clamaban
    con el furor de San Jorge.
    Tristes mujeres del valle
    bajaban su sangre de hombre,
    tranquila de flor cortada
    y amarga de muslo joven.
    Viejas mujeres del río
    lloraban al pie del monte,
    un minuto intransitable
    de cabelleras y nombres.
    Fachadas de cal, ponían
    cuadrada y blanca la noche.
    Serafines y gitanos
    tocaban acordeones.
    Madre, cuando yo me muera,
    que se enteren los señores.
    Pon telegramas azules
    que vayan del Sur al Norte.
    Siete gritos, siete sangres,
    siete adormideras dobles,
    quebraron opacas lunas
    en los oscuros salones.
    Lleno de manos cortadas
    y coronitas de flores,
    el mar de los juramentos
    resonaba, no sé donde.
    Y el cielo daba portazos
    al brusco rumor del bosque,
    mientras clamaban las luces
    en los altos corredores.

    14 Romance del emplazado



    Para Emilio Aladrén

    ¡Mi soledad sin descanso!
    Ojos chicos de mi cuerpo
    y grandes de mi caballo,
    no se cierran por la noche
    ni miran al otro lado
    donde se aleja tranquilo
    un sueño de trece barcos.
    Sino que limpios y duros
    escuderos desvelados,
    mis ojos miran un norte
    de metales y peñascos
    donde mi cuerpo sin venas
    consulta naipes helados.

    Los densos bueyes del agua
    embisten a los muchachos
    que se bañan en las lunas
    de sus cuernos ondulados.
    Y los martillos cantaban
    sobre los yunques sonámbulos,
    el insomnio del jinete
    y el insomnio del caballo.

    El veinticinco de junio
    le dijeron a el Amargo:
    Ya puedes cortar si gustas
    las adelfas de tu patio.
    Pinta una cruz en la puerta
    y pon tu nombre debajo,
    porque cicutas y ortigas
    nacerán en tu costado,
    y agujas de cal mojada
    te morderán los zapatos.
    Será de noche, en lo oscuro,
    por los montes imantados,
    donde los bueyes del agua
    beben los juncos soñando.
    Pide luces y campanas.
    Aprende a cruzar las manos,
    y gusta los aires fríos
    de metales y peñascos.
    Porque dentro de dos meses
    yacerás amortajado.

    Espadón de nebulosa
    mueve en el aire Santiago.
    Grave silencio, de espalda,
    manaba el cielo combado.

    El veinticinco de junio
    abrió sus ojos Amargo,
    y el veinticinco de agosto
    se tendió para cerrarlos.
    Hombres bajaban la calle
    para ver al emplazado,
    que fijaba sobre el muro
    su soledad con descanso.
    Y la sábana impecable,
    de duro acento romano,
    daba equilibrio a la muerte
    con las rectas de sus paños.

    15 Romance de la guardia civil española



    A Juan Guerrero
    Cónsul General de la Poesía

    Los caballos negros son.
    Las herraduras son negras.
    Sobre las capes relucen
    manchas de tinta y de cera.
    Tienen, por eso no lloran,
    de plomo las calaveras.
    Con el alma de charol
    vienen por la carretera.
    Jorobados y nocturnos,
    por donde animan ordenan
    silencios de goma oscura
    y miedos de fina arena.
    Pasan, si quieren pasar,
    y ocultan en la cabeza
    una vaga astronomía
    de pistolas inconcretas.

    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    En las esquinas banderas.
    La luna y la calabaza
    con las guindas en conserva.
    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    ¿Quién te vio y no te recuerda?
    Ciudad de dolor y almizcle,
    con las torres de canela.

    Cuando llegaba la noche,
    noche que noche nochera,
    los gitanos en sus fraguas
    forjaban soles y flechas.
    Un caballo malherido,
    llamaba a todas las puertas.
    Gallos de vidrio cantaban
    por Jerez de la Frontera.
    El viento, vuelve desnudo
    la esquina de la sorpresa,
    en la noche platinoche
    noche, que noche nochera.

    La Virgen y San José,
    perdieron sus castañuelas,
    y buscan a los gitanos
    para ver si las encuentran.
    La Virgen viene vestida
    con un traje de alcaldesa
    de papel de chocolate
    con los collares de almendras.
    San José mueve los brazos
    bajo una capa de seda.
    Detrás va Pedro Domecq
    con tres sultanes de Persia.
    La media luna, soñaba
    un éxtasis de cigüeña.
    Estandartes y faroles
    invaden las azoteas.
    Por los espejos sollozan
    bailarinas sin caderas.
    Agua y sombra, sombra y agua
    por Jerez de la Frontera.

    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    En las esquinas banderas.
    Apaga tus verdes luces
    que viene la benemérita.
    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    ¿Quién te vio y no te recuerda?
    Dejadla lejos del mar, sin
    peines para sus crenchas.

    Avanzan de dos en fondo
    a la ciudad de la fiesta.
    Un rumor de siemprevivas
    invade las cartucheras.
    Avanzan de dos en fondo.
    Doble nocturno de tela.
    El cielo, se les antoja,
    una vitrina de espuelas.

    La ciudad libre de miedo,
    multiplicaba sus puertas.
    Cuarenta guardias civiles
    entran a saco por ellas.
    Los relojes se pararon,
    y el coñac de las botellas
    se disfrazó de noviembre
    para no infundir sospechas.
    Un vuelo de gritos largos
    se levantó en las veletas.
    Los sables cortan las brisas
    que los cascos atropellan.
    Por las calles de penumbra
    huyen las gitanas viejas
    con los caballos dormidos
    y las orzas de monedas.
    Por las calles empinadas
    suben las capas siniestras,
    dejando atrás fugaces
    remolinos de tijeras.

    En el portal de Belén
    los gitanos se congregan.
    San José, lleno de heridas,
    amortaja a una doncella.
    Tercos fusiles agudos
    por toda la noche suenan.
    La Virgen cura a los niños
    con salivilla de estrella.
    Pero la Guardia Civil
    avanza sembrando hogueras,
    donde joven y desnuda
    la imaginación se quema.
    Rosa la de los Camborios,
    gime sentada en su puerta
    con sus dos pechos cortados
    puestos en una bandeja.
    Y otras muchachas corrían
    perseguidas por sus trenzas,
    en un aire donde estallan
    rosas de pólvora negra.
    Cuando todos los tejados
    eran surcos en la sierra,
    el alba meció sus hombros
    en largo perfil de piedra.

    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    La Guardia Civil se aleja
    por un túnel de silencio
    mientras las llamas te cercan.

    ¡Oh ciudad de los gitanos!
    ¿Quién te vio y no te recuerda?
    Que te busquen en mi frente.
    Juego de luna y arena.

    Tres romances históricos

    16 Martirio de Santa Olalla



    A Rafael Martínez Nadal

    I

    Panorama de Mérida

    Por la calle brinca y corre
    caballo de larga cola,
    mientras juegan o dormitan
    viejos soldados de Roma.
    Medio monte de Minervas
    abre sus brazos sin hojas.
    Agua en vilo redoraba
    las aristas de las rocas.
    Noche de torsos yacentes
    y estrellas de nariz rota,
    aguarda grietas del alba
    para derrumbarse toda.
    De cuando en cuando sonaban
    blasfemias de cresta roja.
    Al gemir, la santa niña
    quiebra el cristal de las copas.
    La rueda afila cuchillos
    y garfios de aguda comba:
    Brama el toro de los yunques,
    y Mérida se corona
    de nardos casi despiertos
    y tallos de zarzamora.

    II

    El martirio

    Flora desnuda se sube
    por escalerillas de agua.
    El Cónsul pide bandeja
    para los senos de Olalla.
    Un chorro de venas verdes
    le brota de la garganta.
    Su sexo tiembla enredado
    como un pájaro en las zarzas.
    Por el suelo, ya sin norma,
    brincan sus manos cortadas
    que aun pueden cruzarse en tenue
    oración decapitada.
    Por los rojos agujeros
    donde sus pechos estaban
    se ven cielos diminutos
    y arroyos de leche blanca.
    Mil arbolillos de sangre
    le cubren toda la espalda
    y oponen húmedos troncos
    al bisturí de las llamas.
    Centuriones amarillos
    de carne gris, desvelada,
    llegan al cielo sonando
    sus armaduras de plata.
    Y mientras vibra confusa
    pasión de crines y espadas,
    el Cónsul porta en bandeja
    senos ahumados de Olalla.

    III

    Infierno y gloria

    Nieve ondulada reposa.
    Olalla pende del árbol.
    Su desnudo de carbón
    tizna los aires helados.
    Noche tirante reluce.
    Olalla muerta en el árbol.
    Tinteros de las ciudades
    vuelcan la tinta despacio.
    Negros maniquíes de sastre
    cubren la nieve del campo,
    en largas filas que gimen
    su silencio mutilado.
    Nieve partida comienza.
    Olalla blanca en el árbol.
    Escuadras de níquel juntan
    los picos en su costado.

    Una Custodia reluce
    sobre los cielos quemados,
    entre gargantas de arroyo
    y ruiseñores en ramos.
    ¡Saltan vidrios de colores!
    Olalla blanca en lo blanco.
    Ángeles y serafines dicen:
    Santo, Santo, Santo.

    17 Burla de Don Pedro a caballo



    Romance con lagunas

    A Jean Cassou

    Romance de Don Pedro a caballo

    Por una vereda
    venía Don Pedro.
    ¡Ay cómo lloraba
    el caballero!
    Montado en un ágil
    caballo sin freno,
    venía en la busca
    del pan y del beso.
    Todas las ventanas
    preguntan al viento,
    por el llanto oscuro
    del caballero.

    Primera laguna

    Bajo el agua
    siguen las palabras.
    Sobre el agua
    una luna redonda
    se baña,
    dando envidia a la otra
    ¡tan alta!
    En la orilla,
    un niño,
    ve las lunas y dice:
    —¡Noche; toca los platillos!

    Sigue

    A una ciudad lejana
    ha llegado Don Pedro.
    Una ciudad de oro
    entre un bosque de cedros.
    ¿Es Belén? Por el aire
    yerbaluisa y romero.
    Brillan las azoteas
    y las nubes. Don Pedro
    pasa por arcos rotos.
    Dos mujeres y un viejo
    con velones de plata
    le salen al encuentro.
    Los chopos dicen: No.
    Y el ruiseñor: Veremos.

    Segunda laguna

    Bajo el agua
    siguen las palabras.
    Sobre el peinado del agua
    un círculo de pájaros y llamas.
    Y por los cañaverales,
    testigos que conocen lo que falta.
    Sueño concreto y sin norte
    de madera de guitarra.

    Sigue

    Por el camino llano
    dos mujeres y un viejo
    con velones de plata
    van al cementerio.
    Entre los azafranes
    han encontrado muerto
    el sombrío caballo
    de Don Pedro.
    Voz secreta de tarde
    balaba por el cielo.
    Unicornio de ausencia
    rompe en cristal su cuerno.
    La gran ciudad lejana
    está ardiendo
    y un hombre va llorando
    tierras adentro.
    Al Norte hay una estrella.
    Al Sur un marinero.

    Última laguna

    Bajo el agua
    están las palabras.
    Limo de voces perdidas.
    Sobre la flor enfriada,
    está Don Pedro olvidado,
    ¡ay!, jugando con las ranas.

    18 Thamár y Amnón



    Para Alfonso García-Valdecasas

    La luna gira en el cielo
    sobre las sierras sin agua
    mientras el verano siembra
    rumores de tigre y llama.
    Por encima de los techos
    nervios de metal sonaban.
    Aire rizado venía
    con los balidos de lana.
    La sierra se ofrece llena
    de heridas cicatrizadas,
    o estremecida de agudos
    cauterios de luces blancas.

    Thamár estaba soñando
    pájaros en su garganta
    al son de panderos fríos
    y cítaras enlunadas.
    Su desnudo en el alero,
    agudo norte de palma,
    pide copos a su vientre
    y granizo a sus espaldas.
    Thamár estaba cantando
    desnuda por la terraza.
    Alrededor de sus pies,
    cinco palomas heladas.
    Amnón, delgado y concreto,
    en la torre la miraba,
    llenas las ingles de espuma
    y oscilaciones la barba.
    Su desnudo iluminado
    se tendía en la terraza,
    con un rumor entre dientes
    de flecha recién clavada.
    Amnón estaba mirando
    la luna redonda y baja,
    y vio en la luna los pechos
    durísimos de su hermana.

    Amnón a las tres y media
    se tendió sobre la cama.
    Toda la alcoba sufría
    con sus ojos llenos de alas.
    La luz, maciza, sepulta
    pueblos en la arena parda,
    o descubre transitorio
    coral de rosas y dalias.
    Linfa de pozo oprimida
    brota silencio en las jarras.
    En el musgo de los troncos
    la cobra tendida canta.
    Amnón gime por la tela
    fresquísima de la cama.
    Yedra del escalofrío
    cubre su carne quemada.
    Thamár entró silenciosa
    en la alcoba silenciada,
    color de vena y Danubio,
    turbia de huellas lejanas.
    Thamár, bórrame los ojos
    con tu fija madrugada.
    Mis hilos de sangre tejen
    volantes sobre tu falda.
    Déjame tranquila, hermano.
    Son tus besos en mi espalda
    avispas y vientecillos
    en doble enjambre de flautas.
    Thamár, en tus pechos altos
    hay dos peces que me llaman,
    y en las yemas de tus dedos
    rumor de rosa encerrada.

    Los cien caballos del rey
    en el patio relinchaban.
    Sol en cubos resistía
    la delgadez de la parra.
    Ya la coge del cabello,
    ya la camisa le rasga.
    Corales tibios dibujan
    arroyos en rubio mapa.

    ¡Oh, qué gritos se sentían
    por encima de las casas!
    Qué espesura de puñales
    y túnicas desgarradas.
    Por las escaleras tristes
    esclavos suben y bajan.
    Émbolos y muslos juegan
    bajo las nubes paradas.
    Alrededor de Thamár
    gritan vírgenes gitanas
    y otras recogen las gotas
    de su flor martirizada.
    Paños blancos enrojecen
    en las alcobas cerradas.
    Rumores de tibia aurora
    pámpanos y peces cambian.

    Violador enfurecido,
    Amnón huye con su jaca.
    Negros le dirigen flechas
    en los muros y atalayas.
    Y cuando los cuatro cascos
    eran cuatro resonancias,
    David con unas tijeras cortó
    las cuerdas del arpa.